El público ajeno tiene un repertorio de clichés útiles a la hora de opinar acerca de los videojuegos, y particularmente sobre aquellos donde las armas son importantes. Que fomentan la violencia, que aíslan a los jóvenes, que generan desprecio por las demás personas --porque o son competidores o solo sirven para conseguir determinado ítem o acceder a cierto lugar-- y hasta que son un dispositivo de propaganda del imperialismo yanqui. Conforme pasan los años, para crear esos juegos las compañías también tienen fórmulas cada vez más estrechas. Ghost Recon Breakpoint sufre de ambas tendencias, y eso es porque Ubisoft no es la excepción a las normas que marcan el estancamiento del segmento mainstream de la industria. Sagas repetitivas. Mecánicas híbridas sin sentido, que vuelven roleros los juegos deportivos y ponen lo fundamental de los de acción en el manejo de recursos. Microtransacciones. Y el vicio peor: querer hacer cine con juegos.

 

“Ellos tienen la tecnología, nosotros los huevos para superar las adversidades.“ Así, en una curiosa remake del clásico de todos los tiempos nerdos vs matones --y ventilando a la vez todo el sesgo patriarcal del autor de referencia--, se aseguraba el impacto el tráiler de anuncio del último título de una de las tantas series tácticas y de sigilo del universo de Tom Clancy (todas las películas de Jack Ryan más los juegos de Rainbow Six, The Division o Splinter Cell). Un universo tan cebado para encarar con veracidad los tipos de armas, municiones o vehículos --así como alguna vez fue coprotagonista el Octubre Rojo, acá lo son los behemots y los drones-- como para exhibir el dogma de base de Clancy y, por derrame, los videojuegos de su sello. Republicanismo neoliberal, militarista e imperialista. No todos los lugares comunes de los ajenos estaban tan errados...

Breakpoint le da continuidad a la más reciente prole de esta familia: los Ghost Recon basados en el multijugador en mundo abierto. Esta entrega parte de algunas premisas sistémicas --aburridas-- de toda esa plantilla de narraciones de guerra que pasa por las novelas pulp, el cine mainstream y los videojuegos: un helicóptero en picada, asuntos internos y traición, alta tecnología en las manos equivocadas, terroristas escondidos en la jungla. De hecho, el crossover es tal que el actor Jon The Punisher Bernthal la va del parco villano: el coronel Cole D. Walker, ex ghost que ahora comanda la facción de ex miembros de estas fuerzas especiales devenidos malhechores, quienes han tomado el control de un complejo de investigación tecnológica emplazado en una isla perdida en el Pacífico Sur.

El ambiente, en sí, es una de las facetas destacadas de un juego que en ese aspecto exhibe toda su pretendida grandilocuencia. El “mundo abierto“ del paraje Aurora es vasto y vistoso. Lamentablemente, su chiste se agota rápidamente: hay pocos puntos de interés más allá de las misiones --lo habitual: reconocimientos, infiltraciones, fumigación de enemigos--, aunque los terrenos son más interactivos, los desniveles más resbaladizos y el lodo o la nieve sirven ahora como camuflaje. Algo que Ubisoft presenta como agregado destacado pero que hasta el Commandos: Behind Enemy Lines, que en 1998 corría en una Pentium 166 mhz, ya lo había incorporado en juegos de guerra tácticos.

Que de eso se trata: guerra, combate, tiroteo. Bueno, no tanto tiroteo, pese al beef armado entre facciones. Acá, como en otros tácticos con el sigilo como bandera, menos es más: cuanto menos balas uses, mejor modo de disfrutar el juego habrás encontrado. Por lo menos, uno con mayor tensión. Y es que el simple reguero de pólvora no tiene sentido ni para la historia ni para la dinámica de este fichín, que deliberadamente le suelta la mano a los fuegos artificiales de la balística para imponer el andar en cuclillas y el reptar, el pensar bien no tanto dónde sino cuándo disparar. Y que se hace eco de la era de la videovigilancia poniendo a los drones en el lugar central, tanto como soldados tecno del grupo que hay que desbaratar y como instrumento aliado de los jugadores.

 

Aciertos y pifies se enciman a bugs y escenas de alto impacto visual. El sonido ambiente y de los disparos es notable. Los vehículos parecen flotar. El árbol de desarrollo del personaje está todo enmarañado. La personalización es excesiva y solo parece estar ahí para sustentar el market del juego: un catálogo microtransaccional de skins para armas, chalecos, boinas y tales. La IA es mala. La calidad gráfica no está a la altura de este momento de la generación de consolas, y es mucho menos rica en PC. Las misiones se sienten repetitivas hacia adentro del título, en comparación a otras sagas de la factoría Clancy+Ubisoft y también en general, contrastadas con cualquier otra historia de fuerzas especiales. El looteo es regla. Y se incorporaron elementos como el daño semi-permanente al jugador, que debe realizarse curaciones o sufrirá penalizaciones de velocidad o de resistencia.

El carácter más destacado, en todo caso, es aquel por el que Ubisoft bregó y por el cual se admite que abandonó el esfuerzo en otros aspectos de la jugabilidad y el diseño de Breakpoint: el multiplayer. Allí todo se vuelve un battle arena más realista, el quilombo cobra sentido, los avances del modo PvE se espejan de algún modo en el PvP. Allí gana su gracia este título: en el gatilleo sincronizado, el ataque sorpresivo coordinado, en el vértigo del cover me y el suicidio altruista de morir intentando rescatar a los caídos.  

Todo Breakpoint es un gran guiso con elementos que, por separado, en diversos juegos de géneros muy distintos, funcionan aceptablemente. El problema es que acá no parece que se les haya dado una dirección consciente, no está a la vista un concepto que le dé sentido a sendo despelote. En eso sí, tal vez, este Ghost Recon se parezca más a la guerra. O a ese momento en el que, generación tras generación, los guerreros han soltado el gatillo, el hacha o el sable para reflexionar, durante apenas segundos, sobre el sinsentido de todo ese fuego, esa sangre y ese olor a putrefacción, pólvora y azufre.