En Julio de 2011 aparecía el N° 1 de 32pies que con una sorprendente calidad editorial y la dirección de Reynaldo Sietecase comenzaba a esbozar el perfil comunicacional del Puerto de la Música: ese manifiesto de arquitectura contemporánea a la vera del Paraná nacido de la genialidad de Oscar Niemeyer, “un hombre venido del mañana” como afirmaría Chiqui González en una de las notas.

Tuve la suerte de participar en 32pies dejando mis “Preguntas y desafíos” entendiendo que la apelación a la palabra Puerto conllevaba un conjunto de significados que abrían múltiples y diversos caminos. La idea de Puerto es harto más compleja que el Palau para valencianos y catalanes, el Domo cordobés, el Luna Park o los teatros y auditorios del modelo siglo XX. Puerto implica transabilidad, mercado, circulación de bienes y servicios culturales, balanza comercial y, habiendo presencia estatal, Puerto impone desarrollo local. Esta dimensión, aun por encima de la extraordinaria arquitectura, es la que otorga relevancia y originalidad al proyecto.

En setiembre de 2009, casi contemporáneo con 32pies, Alex Ross publicaba “The rest is noise”, libro con el cual fue finalista del Premio Pulitzer. Allí afirmaba que a finales del siglo XVIII, el 84% del repertorio de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig estaba integrado por música de compositores vivos. En 1855, ya la cifra había descendido al 38%. Luego, dice Ross, “la música clásica se ha estereotipado como un arte de los muertos. Un repertorio que empieza con Bach y termina con Mahler y Puccini. Algunas personas se muestran a veces sorprendidas al enterarse que los compositores siguen componiendo”. 

Surgía entonces para mí la primera pregunta: ¿el Puerto de la Música será un gigante con arquitectura vanguardista, lujo y tecnología de última generación con músicas del siglo XIX? Tampoco podíamos saber cómo se posicionaría ante otros desafíos. Su emplazamiento sería sinónimo de transformación, algo que en tiempos de globalización implica tensiones.

En su libro “Músicas locales en tiempos de globalización”, Ana María Ochoa sostiene que “el tema de la transformación de las músicas locales es polémico ya que conjuga muchos de los cambios de nuestro tiempo: el sentido estético de lo local para un mundo globalizado; la resignificación de los sonidos en un mundo digital; las nuevas relaciones entre lugar, sujeto y producción simbólica; la relación entre cultura, música y política, para mencionar sólo algunos”. ¿Tendría el Puerto de la Música suficiente soporte de política cultural para abordar semejantes desafíos? No se puede predecir, pero da la sensación que su aparición en escena vendría a acelerar los tiempos.

Entretanto, poco a poco, los distintos actores locales van tomando posiciones. Había en algunos una idea de “salón de fiestas” pretendiendo recrear escenarios europeos a pocas cuadras de casa. Otra idea giraba en torno a la explotación comercial del Puerto de la Música. Discretamente, se indagaban algunas agendas: Plácido Domingo, por ejemplo. Por su parte, funcionarios del Estado y enamorados de lo público se imaginaban allí cumpliendo “sus” sueños: producir aquí, a lo grande, con financiamiento estatal.

No había grandes inconvenientes para que estas visiones convivan en un ámbito de las características del Puerto de la Música, sólo que ninguna concurre a la solución de los conflictos principales: cómo establecer una relación entre sonidos locales y globalización que transforme y actualice profundamente el sensorium de lo musical, y cómo lograr una balanza comercial equilibrada, si fuera posible superavitaria en términos transaccionales, pensando en el producto “local” como marca constitutiva.

 

El Puerto de la Música “no fue”, pero imprevistamente quienes pensamos la cultura de la ciudad nos enredamos en intensos debates. Nace una gestión. ¿Habrá intensos debates o sólo pamplinas verbales?