Desde Posadas, Misiones

Somos contemporáneas en edad. Nos criamos en la misma Ciudad, cerca, a unas cuadras de diferencia. Cuando en 2001 Cristina Vázquez tenía 19 años, hacía lo mismo que esta cronista y que cualquier pibe o piba de esa edad: vagabundear, fumar marihuana, afrontar el calor agobiante suelta de ropas, bailar, hacer el amor, decir sí, decir no, decir. Ser libre. La casa de los padres de Cristina siempre estuvo ubicada en el Barrio el Palomar, a pocas cuadras del centro de la ciudad. La noche del 28 de julio de 2001, Cristina se fue a la casa de su amiga Celeste, lejos de donde vivía, exactamente en la localidad de Garupá, a ocho kilómetros del lugar. No sólo fue a visitarla sino que, por falta de horarios nocturnos de colectivos, se quedó a dormir en esa casa y hasta en la misma cama de su amiga. Mientras tanto, a una vecina de sus padres la mataron.

A los pocos días, una mañana policías de la DDI de Posadas irrumpieron en la casa de sus padres y fueron directo a su cuarto. Cristina creyó que semejante acto era porque fumaba marihuana y sus padres no lo sabían. Sin embargo, la buscaban por ser sospechosa del asesinato de la vecina. “Me dijeron que me lleve una muda de ropa porque iba a estar tres días, pero me quedé un mes”, recuerda. 

Sin explicaciones, un patrullero se la llevó para ser interrogada. “En 2001, los derechos humanos no existían y el modo de interrogación preguntándome por mi compañera de causa, Cecilia Rojas -que también fue excarcelada-, era el de tortura”, dice Cristina. La tortura consistió en golpes y el método de submarino mojado durante un mes. “No sabía realmente dónde estaba; llegaba reventada a la Comisaría 2da y los y las policías no decían nada. Cuando me estaban torturando, me preguntaban todo el tiempo por mi compañera de causa, es decir que creí que el problema lo tenía Cecilia y no yo. Estaba aterrorizada, nunca en mi vida me habían levantado la mano”, remarca Cristina. Por falta de mérito, la dejaron en libertad.

A partir de entonces intentó llevar adelante su adolescencia en la misma casa, en el mismo barrio. Hasta que volvieron por ella. “Me vuelven a detener luego de cinco meses, cuando estaba con mi hermana menor en ´la playita´, tomando sol. La policía llega hasta ahí con una orden judicial y me dicen que me acusan de un homicidio.” “La playita”, en aquellos años, era un lugar donde lxs adolescentes posadeñxs iban a pasar la tarde. La arrestaron, otra vez, a la vista de su gente y del chismerío pueblerino, que se ensañó con Cristina. En cada arresto que Cristina sufría, los diarios de la provincia (Primera Edición, Misiones online y El Territorio) la estigmatizaban aún más. Para la prensa local, Cristina Vázquez era “La reina del martillo”. Fueron, sin dudas, cómplices de esta condena, ya que ningún medio local se interesó en hacer una profunda investigación del caso.

“En esta instancia quedé detenida por siete meses. Mi ex abogada, Celina Márquez, me dijo que tenía que esperar ese tiempo en las celdas de la comisaría porque alguien tenía que pagar por la muerta.” Para Cristina ese tiempo era una eternidad; estaba convencida de que ella no tenía que pagar nada porque era inocente. Las pruebas de ADN tardaron ese tiempo, los resultados dieron negativo. Quedó nuevamente en libertad, pero pasó un año y volvieron a detenerla. Y esta vez para trasladarla al Penal de Mujeres de Villa Lanús, en las afueras de Posadas.

Cristina suspira y aclara, como si hiciera falta, que “tenía 20 años”. Un testigo falso dijo que ella le había confesado que había cometido el crimen de su vecina. El primer juez, Horacio Gallardo, resolvió que ese testigo era prueba suficiente para volver a encerrarla en prisión. El segundo juez subrogante, José Reyes, creyó que no era prueba suficiente y le dio la libertad. Pero la fiscal del caso jamás le dijo a Cristina que debía quedarse en la Ciudad de Posadas. “Nunca me explicaron que la fiscal Liliana Picazo podía apelar mi libertad.”

Con el otorgamiento de libertad, Cristina se fue a trabajar a Buenos Aires, estuvo cuatros años viviendo en la ciudad y trabajando en un bar, hizo amigas, creyó que ya había pasado todo. “Por esos años, en mis pensamientos no estaba nada de esto. Hasta que en 2008, un día se presentó un hombre en el restaurante donde trabajaba, con una orden de captura de Interpol. “Me muestra el papel y me dice ‘Cristina, ya sabes’. Yo ni me negué. Estaba rehaciendo mi vida después de tanto trauma, y pensaba ´no me acusan de robar un chicle, me acusan de un homicidio´”, relata. La policía de Misiones volvió a trasladarla al mismo Penal de Mujeres donde ya había padecido el encierro.

El crimen de su vecina sucedió el 28 de julio de 2001 y hasta 2010, el Tribunal Penal N° 1 de Posadas no había encontrado pruebas suficientes ni tampoco un culpable verdadero. Sólo estaban Cristina Vázquez, Cecilia Rojas, y Ricardo Omar Jara. La bandita rebelde del barrio. Todos inocentes, sin antecedentes penales, pero sin embargo, para la jueza Correccional de Menores, Marcela Leiva, el juez de Instrucción Fernando Verón y la actual jueza de Instrucción de Leandro N. Alem, Selva Raquel Zuetta, eran culpables de homicidio violento. Cristina ni siquiera fue condenada por jueces de grado. Y la fiscal Liliana Mabel Picazo –actual ministra del Superior Tribunal de Justicia de Misiones- reformuló la hipótesis de que a la vecina Ersélide Dávalos, quien había enviudado cuatro meses atrás del crimen y en ese lapso cambió de auto por un modelo más nuevo, los agresores la mataron para llevarse su seguro de vida.

“Por más que mi defensa para este juicio fue muy buena, todo estaba ‘cocinado’. Entonces mi abogado, a los tres días del juicio, que duró diez días, me dijo que debíamos ir a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, porque los jueces estaban siendo muy arbitrarios. Yo seguía adelante con el juicio porque no había pruebas para que me condenaran: el ADN dio negativo, los peritos forenses no encontraron ninguna huella mía en la casa del crimen, las pericias psicológicas salieron bien. Pero ellos necesitaban un culpable y encontraron a una persona en ese sentido débil. Era súper pendeja, mujer y sin recursos para pagar a un abogado: fui un blanco perfecto”.

Cristina hace un silencio profundo antes de relatar el momento en que le dictaron la condena a perpetua y a esta cronista también le tiembla el alma de saber que a cualquiera de nosotras nos podría haber pasado lo mismo. “Antes de ingresar a la sala, mi abogado me preguntó si quería entrar, porque me iban a condenar. Respondí que sí, que quería verle la cara a la fiscal y a las demás personas que me iban a condenar y quería que vieran que yo estaba ahí para escuchar. Cuando escuché ´perpetua´, me revolqué en el piso y lloré mucho, hasta que no di más. No me entraba en la cabeza cómo armaron un argumento sin pruebas y lleno de contradicciones.” Ella, que aún bucea entre la alegría de su libertad y las lágrimas de angustia ante algunas preguntas, toma aire con esa fuerza que la sostuvo todos estos años y acepta describir cómo fue su vida en el Penal.

Respirar en el encierro

El Penal está cerca de la ciudad de Posadas. La calle donde se ubica aún no está asfaltada, sigue siendo de tierra colorada. La cárcel es mediana, con un patio interno donde las mujeres a veces hacen huertas, actividades, pintan murales. Pero la opresión sigue estando. Aunque el penal tiene una capacidad para 30 mujeres, son 40 internas y a veces 60 las que duermen en camas cuchetas sin chances de intimidad. Muchas de ellas están allí por defenderse de la violencia machista sufrida por años.

Amelia Báez, integrante de la Comisión Provincial de Prevención de la Tortura, dice: “Si existe esta comisión es porque en los penales hay torturas, tratos inhumanos. Cuando la Comisión empezó a trabajar, teníamos infinidades de denuncias. El primer año nos encontramos con lo más crudo de los apremios ilegales de tortura que estaban instalados con mucha impunidad, en las comisarías, en los penales o en las primeras horas de detención. Algunas de las agresiones eran físicas estando esposadas; los recibimientos disciplinadores cuando ingresaban a las cárceles, las sanciones en las celdas de torturas. A medida que avanzamos con la Comisión, estás prácticas que estaban naturalizadas van siendo dejadas atrás, pero aún queda resabios”.

¿Cristina, quién te sostuvo en estos años?

-Mi familia, los domingos y los miércoles. En estos once años de encierro pasaron cosas. Por ejemplo, se murió mi abuelo y no pude estar con él. Nació mi sobrina, que durante tres años tuve que verla crecer desde el adentro. Mi papá tuvo un infarto y hasta ahora me siento un poco culpable, porque fue un guerrero.

¿Cómo fue tu vida en un contexto de encierro?

-Tenía la contención familiar, pero la impotencia y la bronca que te genera por estar en un lugar que no te corresponde y en el que nunca tuviste que haber estado, muchas veces las volcás en el personal penitenciario o en alguna compañera. Sobre mi causa, eternamente había apelaciones, la espera fue interminable. Todos estos años fue un cúmulo de ansiedad, de angustia. La jueza me recomendó atención psiquiátrica y en su informe dijo que mis síntomas eran por toda la injusticia que estaba pasando hace años. Continué mi terapia, las charlas calmaban mi angustia. Le decía que no comprendía por qué tenía tanta ansiedad y la respuesta que me dio fue “Cristina vos nunca superaste el juicio”.

¿Sentiste por parte de la Justicia tratos patriarcales?

-Todo el tiempo, desde el principio. En todas las instancias fueron muy patriarcales. Un primer trato patriarcal fue la sentencia, el otro fue que nunca revisaron el caso, las apelaciones constantes. Pero cuando la Corte Suprema de Justicia revisó el fallo, vieron bien sus horrores y llegaron al fallo que tenían que llegar. Además, durante los primeros años que estuve detenida no había una fuerza suficiente de los organismos de derechos humanos, tampoco una militancia ni organización de mujeres feministas. Cuando se creó, hace tres años, la Comisión Provincial de Prevención de la Tortura en Misiones, empezaron a visitar el penal, y de ser un Correccional de mujeres, donde se hacían filas para tomar el desayuno, levantarse a cierta hora o ser un número, el penal pasó a tener una estructura de más libertad y a dar un trato más respetuoso. Por ejemplo, se dejaron de escuchar gritos de tortura.

Esta era la última oportunidad para presentar tu caso a la Corte Suprema. ¿Cómo llegaron a revisar el caso?

-Hace cinco años mi sentencia de condena perpetua quedó firme, y la defensora de la causa, Celina Márquez, me dijo que iba a ir a la Corte, pero no lo hizo. Nunca me lo había comunicado. No sabía y seguía peleando por mi libertad, mandando cartas al juez, habeas corpus. Fueron mis amigas de Buenos Aires las que se conectaron con la Asociación de Pensamiento Penal y su presidenta, Indiana Guereño, decidió revisar todo el caso desde cero.

¿Cómo va a seguir tu relación con las compañeras que siguen detenidas y que convivieron años juntos a vos?

-Tengo cuentas pendientes con ellas. Hay dos chicas que salen transitoriamente y van a venir a mi casa, hay otra que ya tiene la libertad pero no tiene a dónde ir, entonces voy a tratar de conseguirle un lugar.

¿Conocen las internas el movimiento feminista y lo que generó en estos años?

-Ahí adentro no se conoce nada. Solo hay una televisión para 40 internas, aunque a veces éramos 60. Yo empecé a organizar cuando fue Nora Cortiñas.

La libertad

Cristina se enteró de que iba a salir el 26 de diciembre a las 19.30. Se lo hicieron saber una de las presas, su amiga Lucía y el hijo, que la había llamado para contarle la novedad. “Te quiero leer algo, tengo una noticia para darte, aunque no sé si te va a interesar”, cuenta Cristina que le dijo medio en broma, medio en serio. “Y entonces me leyó que la Corte Suprema había determinado mi absolución. Grité a más no poder mientras la abrazaba a Lucía.”

El viernes 27 de diciembre por la mañana, Cristina juntó once años de su vida en una caja de cartón, y salió al parque que da a la calle del penal a esperar a su familia. Los medios llegaron antes que los suyos, y estaba tan ansiosa por irse que pidió que la llevaran a su casa. Y hubo un desencuentro. El abrazo familiar no fue afuera del penal, sino en su hogar. Donde ahora ella, sentada en la galería de su casa, cuenta que quiere estar todo el tiempo con su familia, acostarse en su cama, estar con su sobrina, ser madre, ser chef, volver a Buenos Aires a ver a sus amigas y viajar por América Latina. Dice que su terapia será día a día. “Esta noche voy a tener que dormir con la luz apagada, hace once años que duermo con la luz encendida y como mínimo con diez mujeres alrededor. No sé cómo voy a hacer”.

Al día siguiente de su libertad, Cristina recibió en su casa a Nora Cortiñas, a su defensora, Indiana Guereño, y a su amiga, la periodista y documentalista colombiana Magdalena Hernández, quien durante seis años la visitó. De esas visitas surgió el documental sobre su causa, Fragmentos de una amiga desconocida, liberada en Internet para que se conozca el precio de la injusticia, la impunidad de una Justicia feudal y patriarcal y de sus representantes, que no tuvieron el coraje ni siquiera durante estos días, de dar su testimonio o presentar su renuncia.

Cristina ya no es vulnerable, ni es un blanco perfecto. Cristina no está sola.

El documental Fragmentos de una amiga desconocida se puede ver en https://www.youtube.com/watch?v=X25THS2sse8&feature=emb_title