“Resulta difícil darse cuenta de que un día es extraordinario, sobre todo en la infancia. Parecen necesarias una cantidad de vivencias posteriores para reconocerlo”, escribe Alicia Genovese en Ahí lejos todavía. Ese juego de constatación, ese cepillo a contrapelo sobre la historia propia, es lo que hace en este libro. Genovese es poeta y ensayista, pero aquí se detiene en otro género, las memorias, que parece ser el germen de toda otra escritura posterior. La palabra está puesta al servicio de recrear escenas que en vez de ocurrir allá lejos y hace tiempo, suceden ahí lejos todavía, es decir, están distantes pero permanecen, continúan brillando en un espacio desde donde la autora aún puede verlas.

Estas memorias, como su género indica, retoman una parte de la vida en cuestión, la primera. Se demoran en la infancia que tuvo lugar en su casa en Lavallol: el reino de su madre, y también su padre y su hermano pequeño. En el juego de sombras oblicuas del tiempo, Genovese recuerda las diversiones a la tarde en la calle – la bolita, la escondida-- donde era la única nena, volver después con las rodillas negras y la ropa transpirada. Se recuerda muy chiquita, antes de poder ir a la escuela, sentada en la puerta de su casa viendo con rabia los chicos pasar con sus guardapolvos relucientes. Recuerda el ingreso glorioso al templo del saber, al que llegó sin una lágrima, a diferencia de los demás niños. Ahí se iniciaba un camino que tenía que ver con encontrar el acceso al conocimiento y a los libros, su pasaje de ida a lo que su vida iba a ser.

Ahí lejos todavía es un relato que avanza -el jardín, la primaria, la secundaria, la carrera de Letras- pero las historias van y vuelven; va hacia atrás y toma algunas puntas del ovillo que habían quedado ocultas en una primera mirada y las despliega. La historia comienza en Lavallol, una localidad del sur del conurbano, de la que Genovese dice graciosamente que “había que explicarla”. Y lo hacía así: “Pasando Temperley, después de Turdera, antes de la rotonda de Guillón, antes de Loma Verde”. Esa zona medio perdida en el mapa de aquellos años, es el escenario de su infancia, el lugar donde va a transitar sola y acompañada, donde va a encontrar los primeros chispazos de inspiración que la van a llevar finalmente a la escritura.

El relato va de ese aquel entonces al presente. Genovese visita a su madre en la casa donde vive actualmente, y pese a algunos tironeos propios del vínculo entre madres e hijas, se instalan en una conversación que también juega el vaivén del tiempo. Hay algo cómico en la comparación de lo que cada una recuerda. Se pasa de la descripción incandescente de una jornada en la que miles de mariposas fueron atrapadas por un grupo de nenes con frascos en la mano, al comentario de una madre que dice no recordar nada del episodio. Casi una humorada sobre las posibilidades y caprichos de la memoria: una escena mítica para una, una escena desvanecida para otra.

Pero los días extraordinarios, aquellos que quedaron grabados en la cinta de la memoria, quizás sean precisamente esos. Los que la niña experimentó sola, los que ella rescató del continuo de la rutina, esos en los que se pudo asomar a algo de otro orden. Un aluvión de mariposas multicolores, un bosque con ciruelos florecidos que la sorprendió camino a la escuela, o el propio jardín, cuando se abría a espaldas del ritmo de la casa, a la hora de la siesta. La escritora – en ese momento una adolescente—se sentaba con un cuaderno a garabatear sus primeros versos, un contacto aún misterioso y sin dudas fascinante con la poesía a la que le dedicaría su vida. Esas son las escenas que se recatan del pasado y que a la vez nunca se fueron, siguen estando presentes: “Sigo escribiendo desde ese jardín, cobijada en la casa materna, entre esos olores donde la intimidad ejerce su poderío. Escribo y es como si las plantas volvieran a crecer. Escribir quizás sea para mi reconstruir aquel rincón, aquella siesta.”

Pero además de ese jardín donde se plantaban las raíces de su relación con la escritura, el libro despliega más brotes, se va por las ramas hacia otras historias familiares. La madre que llegó de Italia siendo una niña y se convirtió en una hacendosa costurera y dueña & señora de cada centímetro de la casa familiar; el padre mecánico que trabajaba en un taller donde “pasaban cosas”. El universo de cada uno combinado con el de la niña daba un resultado diferente. La madre le transmite el amor por las plantas – en la poesía de Genovese aparece la naturaleza moderada e inmoderada, a través de su vida como habitante del Tigre— y el padre le transfiere una alegría de otro tipo, más del mundo, y le da el empujón para que se convierta en una jovencísima y hábil conductora, aun cuando los autos no eran cosas “de nenas”.

La literatura va haciéndose lugar en esa casa, a partir de la llegada de los primeros diccionarios en manos de un vendedor puerta a puerta. Y esos libros posibilitan otros libros que encuentran su lugar literalmente, cuando a la joven Genovese se le ocurre pedirle a su madre que hagan precisamente una biblioteca. Pero el espacio que se va a necesitar es mayor. Tan grande que va a ocupar la propia vida. Es así que ella debe partir de esa casa, irse a estudiar a Capital, vivir en pensiones y después irse todavía más lejos, siempre llevándose consigo esos jardines, esa electricidad que vio moverse en los motores de su padre, en los arreglos que hacía su abuelo analfabeto. Una chispa que Genovese va a buscar luego en o entre las palabras.

El ejercicio de buscar en la primeras etapas de la vida, la semilla de la vida futura esconde una trampa: conocer cómo continuará. Un poco como aquellas Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, aunque en este caso en vez del recorrido intelectual, se traza uno emocional, sensorial y familiar. Pero además, a esa senda retrospectiva Genovese le superpone otro relato. Uno que ocurre en presente y hacia delante, el lento deterioro de su madre, hasta su muerte. Todo el ejercicio de recordación se convierte en otra cosa. Un intento de acercar posiciones, ver que todo ese camino de huida de la casa familiar, donde no estaba aquello que ella buscaba, no fue un verdadero alejamiento. Que todo ese paisaje y esas personas estaban lejos, pero ahí, hablándole todavía.