Un exhausto soldado alemán echa un vistazo a la Tierra de Nadie. Solo unos metros más allá, ve una mariposa aleteando delante de una lata descartada. Se arrastra hacia adelante y se estira para tratar de agarrarla. Al hacerlo, queda al descubierto. Un francotirador francés lo ve. En un primerísimo plano, se ve la mano del soldado y la mariposa. Se escucha un disparo. La mano se sacude y cae lentamente hasta quedar quieta. El soldado está muerto. Son las imágenes finales de Sin novedad en el frente, la clásica película antibélica dirigida por Lewis Milestone en 1930.

Es sorprendente lo similares que resultan las reseñas de la película de Milestone –adaptada de una novela de Erich Maria Remarque- con las que se escriben en estos días, 90 años después, sobre 1917, la nueva película de Sam Mendes (Belleza americana, Camino a la perdición, Spectre), que acaba de ganar el Globo de Oro a la Mejor Película  Dramática y otro a la Mejor Dirección (se estrenará en la Argentina el 6 de febrero). “Convincente en su realismo, su grandeza y su repulsividad... la mejor película de guerra jamás filmada”, fue el veredicto de la revista estadounidense Variety sobre Sin novedad en el frente. “Retrata a la Primera Guerra Mundial como nunca la vimos: simultáneamente horripilante y bella, inmersiva y desprendida, inmediata y a la vez extraordinariamente alejada de nuestra propia experiencia”, es lo que el crítico de Variety escribió sobre 1917 hace algunas semanas. Se puede tomar un párrafo de una de las reseñas y meterlo dentro de la otra sin que los lectores puedan advertir la diferencia.

Como Milestone, Mendes ha sido elogiado por su formidable técnica y la poética descripción de los horrores de una trinchera de guerra. 1917 es un tour de force formal para el cineasta y su director de Fotografía, Roger Deakins, que lleva al espectador a un viaje por las laberínticas trincheras, los búnkeres y los embarrados campos junto al soldado de primera William Schofield (George Mackay). El soldado corre una carrera contra reloj para entregar un mensaje que puede salvar la vida de 1600 compañeros. Los realizadores consiguen la ilusión de que toda la película se desarrolla en una única toma en tiempo real. De manera similar, Milestone fue aplaudido por su fluido estilo de filmación, que se consideró especialmente meritorio dado que estaba haciendo su película al comienzo de la era de los intercomunicadores, utilizando un equipamiento pesado e incómodo. 1917 está llena de rasgos similares a la escena del soldado moribundo y la mariposa en la película de Milestone: momentos filmados en campos llenos de amapolas o violentas persecuciones y peleas que tienen lugar bajo cielos incongruentemente bellos.

Los actores principales de las dos películas son también muy similares. Para el personaje principal, Mendes eligió de manera bien deliberada a Mackay, un actor joven excelente pero aún no reconocido, con cierta cualidad reservada e ingenua. En 1930, Milestone siguió el consejo de su asesor de diálogos, George Cukor, y utilizó al entonces poco conocido Lew Ayres para estelarzar su film. Quedó impresionado por la “dignidad y el aspecto de dueño de sí mismo” del actor.

1917 es una buena película que quizá agregue algún Oscar a sus Globos de Oro pero, aun con la potencia de su estilo narrativo, sufre de cierta aburrida sensación de deja vu. La Primera Guerra Mundial ha inspirado tantas películas, piezas de arte, memorias, obras de teatro, poemas, novelas e incluso series y videojuegos que conseguir un tratamiento original es todo un desafío. Cualquiera que hoy se pone a realizar un film situado en las trincheras tiene más de un siglo de material al cual recurrir. Y ese es el principal problema.

Hasta los roedores de 1917 parecen familiares. En un punto, Schofield y su compañero, el soldado de primera Blake (Dean-Charles Chapman) deambulan por los cuarteles que el ejército alemán (los odiados “hunos”) abandonó horas antes, cuando ven una rata enorme. En su libro The Great War and Modern Memory (“La Gran Guerra y la memoria moderna”), el historiador Paul Fussell escribó sobre cuán frecuentemente aparecen las ratas en las historias y anécdotas de tiempos de guerra, “grandes y negras, con pelo húmedo y embarrado”, alimentándose tanto de cadáveres humanos como de caballos muertos. Las ratas eran tan feroces y tenían tal voraz apetito que llegaban a comerse a los gatos que llevaban a las trincheras para exterminarlas. Ninguna película de la Primera Guerra que se precie de tal está completa sin al menos un veloz vistazo a una de esas criaturas.

Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone.

Esa atmósfera misteriosa, evocada de manera tan experta por Mendes en algunas de las escenas de los soldados metiéndose tras las líneas enemigas, es extrañamente reminiscente de las primeras escenas en Más allá de la gloria (Samuel Fuller, 1980), en las que un caballo corre a través de un brumoso campo de batalla y un soldado estadounidense -interpretado por Lee Marvin- mata a un alemán luego de que el armisticio ya fuera firmado. El acto de guerra se convierte así en asesinato.

Gracias a su artesanía y atención al detalle, y a la ayuda otorgada por los efectos digitales, los realizadores contemporáneos pueden obtener logros asombrosos al retratar el horror de las trincheras. El trabajo de cámara inmersivo y subjetivo hacen que el público se sienta allí, en el medio del caos y la carnicería, viéndolo desde su propio punto de vista. Darle a sus películas una autenticidad emocional es a menudo mucho más que una lucha para estos cineastas. Se puede investigar exhaustivamente la guerra y se pueden recolectar historias e información que dan aquellos que estuvieron en las líneas de batalla (Mendes tomó inspiración de historias que le contó su abuelo Alfie), pero eso no significa que se sepa cómo fue realmente.

El distinguido historiador militar John Keegan lo puso de manera muy precisa en la introducción de su libro de 1976 The Face of Battle (“El rostro de la batalla”). “He visto una buena cantidad de batallas anteriores de este siglo en las noticias, algunas de ellas convincentemente auténticas, así como muchas películas de ficción e incontables imágenes estáticas de guerra”, escribió. “Pero nunca estuve en una batalla. Y estoy cada vez más convencido de que tengo una idea muy pequeña de lo que una batalla puede ser”. Mostrar cómo realmente es una batalla es lo que la mayoría de las películas de guerra aspira a hacer, y es algo que casi siempre queda fuera de su alcance.

Un secreto que los directores son reticentes a revelar es que el significado que tienen las películas antibélicas está también en las mismas aventuras de los muchachos. Es llamativo el modo en que varios de los que reseñaron 1917 la compararon con atracciones de feria o juegos de disparos en primera persona. “Asombrosamente audaz... un tren fantasma dentro de una casa de los horrores a plena luz del día”, se entusiasmó The Guardian. Otros la compararon con “un macabro videojuego”, mientras que The Independent habló en su reseña de la obsesión de los directores contemporáneos con convertir las películas bélicas en “una seudo-experiencia de realidad virtual”.

El abuelo de Mendes observó cómo las historias de sus aventuras en el frente ”que erizan el pelo” cautivaban a sus parientes, mientras que Mendes habló en Screen International de su deseo de hacer “una única película que no fuera una franquicia” que pudiera verse en las pantallas más grandes. En otras palabras, su intención es entretener al público, no shockearlo. Fuller, un celebrado director de películas Clase B, apuntó una vez que la única manera en que los directores pueden transmitir la realidad de la guerra a la audiencia podría ser que alguien hiciera disparos ocasionales a los espectadores desde detrás de la pantalla durante las escenas de batalla.

Fuller fue un soldado que vio la guerra de primera mano. Sus películas bélicas fueron hechas con presupuestos relativamente pequeños, sin ejércitos de extras o efectos especiales sofisticados. Pero trató de representar el modo en que la guerra traumatizó a aquellos que la experimentaron. Y a la vez tuvo conciencia de la imposibilidad de su propia tarea. “Uno de los meollos de la guerra, por supuesto, es la colisión entre los eventos y el lenguaje a mano, o lo que se piensa como la manera apropiada de describirlos”, escribió Fussell en The Great War and Modern Memory

La idea de que el lenguaje es inadecuado para describir el horror de la Primera Guerra Mundial es en sí misma un cliché. Pintores, escritores y realizadores cinematográficos han hecho fila para describir la guerra como “indescriptible”, pero eso no los ha detenido para tratar de representarla en su propio trabajo. La fórmula básica de las películas sobre la Primera Guerra ha permanecido más o menos inalterable, de la era de Lewis Milestone hasta el presente. Los directores quieren mostrar la miseria y la destrucción. Generalmente se verá alambre de púas, barro, calaveras y alimañas. De todos modos, en los momentos más ominosos se verán chispazos de humanidad y decencia. Los escoceses tocarán sus gaitas, los alemanes quizá canten arias de ópera (como en Noche de paz de Christian Carion, 2005). Durante las treguas, los soldados estrecharán sus manos a través de las líneas enemigas e incluso jugarán juntos al fútbol.

Los cineastas gustan de abrir la opción de dejar a la cámara libre en las trincheras. La patrulla infernal, de Stanley Kubrick (1957), está llena de travellings en los que se ve a oficiales rondando por campamentos con aspecto laberíntico en los que los soldados están preparándose para la batalla o recuperándose de ella. Las trincheras tienen nombres de calles británicas famosas. Hay siempre una tensión entre la conducta formal, exageradamente civilizada de los oficiales y sus soldados en las trincheras, y la muerte y el sufrimiento que les espera cuando llega el momento de ir al choque.

Algunos cineastas han intentado tomar la perspectiva de las víctimas. La experimental Johnny tomó su fusil (Dalton Trumbo, 1971), adaptada de la propia novela que Trumbo publicó en 1939, presenta a un protagonista (interpretado por Timothy Bottoms) que perdió sus brazos, piernas, orejas y boca en la Primera Guerra Mundial y que se describe a sí mismo como “un pedazo de carne que se mantiene vivo”. La película recibió críticas muy hostiles y estuvo lejos de ser un éxito de taquilla. El cuarto de los oficiales (2002), de François Dupeyron, presentaba a soldados franceses desfigurados por las heridas sufridas en la Primera Guerra, rechazados por sus esposas y tratados como parias; fue recibida con respeto pero consiguió cifras modestas. Como Johnny tomó su fusil, fue considerada demasiado deprimente.

En 1917, Mendes no está (solo) tratando de refregarle al público en la cara el sufrimiento y las miserias de la guerra. Es una épica conmovedora y concretada de manera brillante sobre los intentos de un soldado de salvar la vida de sus camaradas. Combina lo lírico y la brutalidad. Pero de todos modos hay que considerar que todo se ha visto y escuchado antes. Hay muy poco que no se haya tocado en el pasado, en las incontables historias sobre la guerra, en todas las guerras que se han relatado en la pantalla desde que Lew Ayres intentó atrapar esa mariposa tantos años atrás.

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.