EL CUENTO POR SU AUTOR

La expresión “jagüel” presenta, como casi la mayoría de los términos que usamos regularmente, una infinidad de complicaciones. El diccionario de la RAE, reservorio peligrosamente colonial(ista) de nuestra lengua, vincula la voz “jagüel” con “jagüey”, y la registra como propia de un vasto territorio que ocupa a toda la zona sudamericana para indicar, más o menos, lo mismo: un pozo natural o artificial destinado a almacenar agua. Existe, incluso, cierta hipótesis de que la palabra tiene una influencia árabe, en algún punto, motivada por una semejanza morfológica o, mejor aún, fonética con palabras de pronunciación relativamente similar. La historia del término, por supuesto, es mucho más densa, compleja e interesante.

Un artículo de la revista Lexis de la Pontificia Universidad Católica de Perú, “La formación del léxico español en la región andina. III: jagüey, jaguay, jagüel”, de Enrique Carrión Ordóñez, realiza una investigación mucho más fina para radicar su origen en la lengua antillana conocida con el nombre de “taíno”, extinta, para decirlo de manera elegante, por la influencia española. Carrión Ordóñez registra luego cómo esa expresión va de las Antillas a todo el resto de América vía la apropiación del término como un tecnicismo que se utiliza para hablar de los pozos naturales de agua, tan necesarios para el movimiento de los europeos por tierra. La palabra se mantendría en el tiempo gracias también al uso de los baquianos (o “baqueanos”, para nosotros), quienes lo tomaron con el mismo nivel de especificidad. 

El jagüel es un pozo artificial de profundidad variable que se usa para sacar agua de las napas subterráneas y tener un reservorio para que tomen los animales. La técnica de hacer un jagüel y mantenerlo es una práctica común en la Patagonia por razones vinculadas a lo árido de ciertos territorios. La anécdota que tomé para armar este cuento proviene, precisamente, de alguien que supo tener este oficio. 


EL JAGÜELERO

La única vez que lo vi tomar a Mauro habrá sido cerca de las fiestas del año pasado, o del anterior, pero me acuerdo que era por esas fechas que lo escuché decir que no tomaba o que tomaba muy poco. Mauro había sido camionero durante gran parte de su vida y ahora se dedicaba a transportar esencias para aromatizadores y algunos productos más de limpieza de Bahía Blanca a San Antonio Oeste. No sé si la palabra es “amor” para hablar de eso que Mauro sentía por la ruta, pero sí le gustaba andar de un lado para el otro con la camioneta, como a mi hermano, que al poco tiempo de irse mi madre a vivir para allá se sumó con la esperanza de poder seguir más o menos los mismos pasos. Acompañar a Mauro, quiero decir, o armar una ruta paralela para hacer casi el mismo recorrido e ir yendo y viniendo de un pueblo a otro, o de la ciudad al pueblo, para alimentar el stock del negocio de limpieza con venta al por mayor y menor que mi prima tenía en el centro chiquitito de SAO. Lugar tranquilo, si los hay: lo único que parece enturbiar la siesta es la llegada del viento (que arrastra arena y polvo y bolsas que calculo que la gente tira cuando va de visita a la mar grande, atrás del descampado que empieza a dos cuadras de la casa de mi madre) o los avisos de la radio alertando a los vecinos de la presencia de jaurías de perros hambrientos que, a veces por maldad antes que por necesidad, matan a cuanto animal tengan la suerte o la desgracia de encontrarse en las calles sin asfalto. “Son perros que dejan los turistas que van a la costa cuando tienen que volver a casa”, me dijo una vez mi madre, pero me pareció medio raro eso de tener un perro un tiempo para después soltarlo por ahí, cuando la gente tienen que volver a la ciudad y a la rutina de todos los días. Pero no es lo más terrible que haya escuchado ni por asomo, así que algo de razón debe tener.

Igual, lo que quería contar no era eso, sino que Mauro había dicho, calculo que hace dos años, quizás más, que no tomaba alcohol. Era un tipo de esos medio retacones pero forzudos. Le gustaban, le siguen gustando, las peleas que dan por la tele en donde los luchadores tienen todo permitido y están encerrados en una jaula. Se hizo traer desde Buenos Aires, en su momento, todo un equipo de entrenamiento que instalo en la parte de adelante de la casa de mi tía. Ahí Mauro entrenaba, y calculo que sigue entrenando, todos los días o casi todos los días, como para sacar músculos y estar entero, macizo, por si alguna vez se tiene que pelear con alguien. O porque le gusta verse así y gastar energía, lo cual me parece respetable. Pensé en su momento que lo de no tomar alcohol tenía que ver precisamente con esto de estar entrenando, de cuidarse el cuerpo. El alcohol fija las grasas, y por más que uno tome poco o mucho, algo de eso tiene que afectar al sistema. Yo mucho problema no me hago porque no tengo las mismas aspiraciones físicas que Mauro: quizás por eso me sorprendió tanto que rechazara el vaso de vino que creo le alcanzaron aquella vez que dijo que no tomaba. Y después siguió con gaseosa, con toda la carne servida en los platos, mientras terminábamos los demás varias botellas y esperábamos la sobremesa con garrapiñada y pan dulce (sin frutas) y sidra que creo que era de algunos años atrás, pero que se abrieron igual, no vaya a ser cosa de que sobren y se termine empujando lo de descorcharlas para vaya uno a saber cuándo.

No me acuerdo si fue por algo que dijo mi hermano o por un tema que se estaba hablando del otro lado del tablón, pero Mauro comentó casi como al pasar que una sola vez su padre fue a buscarlo al colegio. Mauro había crecido en la zona: la mayoría de nosotros veníamos de Buenos Aires, de San Martín, y casi jugábamos a ser extranjeros un tanto raros en el ambiente de Río Negro. Pero Mauro era nacido y criado en el lugar, y todo lo que podía contar de la zona era como una especie de misterio profundo que se nos revelaba, por lo que todos bajábamos la voz y pedíamos que los que no estuviesen atentos guardaran un poco de silencio para escuchar mejor a Mauro, que tenía la voz finita y un poco aguda, pero que siempre terminaba cargando de una seriedad insospechada a cada anécdota que recuperaba del olvido, a cada cosa que decía como si estuviera hablando de algo esperable para cualquiera, algo común o de todos los días. Y que nosotros encontrábamos fascinante, por supuesto. Quizás porque sentíamos que escucharlo nos hacía más parte del lugar, nos instalaba como locales en una tierra que era nueva para mí y para mi familia.

“Una sola vez mi padre fue a buscarme a la escuela”, dijo. “Fue a hablar con la directora para pedir que me retiren del aula porque precisaban mi ayuda”. ¿Qué ayuda podían llegar a necesitar de un niño de diez, once años? Resulta que, por lo que recuerdo que dijo Mauro, su padre y su abuelo tenían el negocio de ser jagüeleros. Un oficio en donde se gana mucha plata, pero en dos, tres meses de trabajo. Con eso se vive el resto del año. No es una actividad fija, y daba la posibilidad de vivir bien, austeramente, pero con algunos riesgos que implicaba eso de hacer el mantenimiento de las bombas en el fondo de los jagüeles. “Un jagüel es un pozo de varios metros para abajo, de un diámetro chico, por donde pasa un hombre solo”, explicó Mauro como para ponernos en tema. “Por ese agujero, entre dos y tres veces al año, el que se encarga del mantenimiento de la bomba baja, solo, por un pozo estrecho, varios metros hacia abajo, hace lo que tiene que hacer con sus herramientas y después tira de la soga con la que bajó para que lo levanten. La bomba a veces puede necesitar arreglos más complicados, entonces se saca una parte, se arregla en la superficie, y después se vuelve a bajar. Pero la mayor parte del trabajo que hay por delante son tonterías que hay que hacer para que la bomba siga funcionando”. En una zona tan desértica como SAO me pareció entendible que hubiese varios de estos pozos, que mandaban con la bomba el agua de las napas para arriba, para darle de beber a los animales. Todos trabajos poco conocidos que forman la médula de lo que es vivir allí, instalarse. Por lo que entendí, también, por lo que recuerdo que entendí, al menos, los pozos son de barro, no están recubiertos ni nada. O sea que bajar por allí siempre implicaba cruzarse con quién sabe qué bicho o correr riesgos peores. “Necesito su ayuda”, dijo Mauro que le había dicho su padre. “Necesito su ayuda para bajar a ayudar a Ramón Fernández. Usted sabe que si no fuera porque es una emergencia, no lo venía a molestar, pero usted sólo puede ayudarnos”. Mauro dijo que, durante toda su vida, su padre nunca lo trató de vos. “Le explico en el camino, vamos”.

Me acuerdo que Mauro largó como una risita nerviosa que me llamó la atención, pero que enseguida vinculé con otra gente que conocía que también era del campo y que venía del centro de la provincia de Buenos Aires. Parientes de uno de mis tíos que, en los cumpleaños, llegaban con el facón en el cinto y la ropa de todos los días, como si fuese totalmente normal ir con un cuchillo para todos lados. Se comía asado y se bebía vino en los cumpleaños de mi tío; el cuchillo no desentonaba mucho. Bajaban la media sombra y nos quedábamos todos charlando mientras el sol daba paso a la noche y seguíamos hablando de que el tío, o el “negro”, como le decían sus parientes (pese a que era totalmente blanco, casi pálido, de bigote finito y ojos claros), estaba grande y lindo, como si los años le hubiesen sentado mejor. Y el pariente del facón remarcaba eso mientras se reía igual que Mauro y mostraba que tenía una parte de los dientes postizos. No a propósito, claro, pero yo los vi, vi los enganches de los dientes y escuché la risita nerviosa. Debe ser cosa de que se ríen así porque no se ríen seguido y hay que mostrar y ejercitar la risa. Mucho para reír por ahí no tenían. Mi tío, al que le decían el “negro”, tampoco se reía seguido, y cuando lo hacía, estiraba una sonrisa en la cara por un tiempo y luego la bajaba, como con los bigotes, despacito.

Mauro siguió con la historia. El padre lo llevó en su auto por el campo abierto, de la escuela, que estaba en el medio de la nada, a un punto que debe haber sido la nada misma: puro horizonte. Parece que por ahí había un jagüel en el que se había metido Ramón Fernández a arreglar algo de la bomba, y que sus compañeros en la superficie habían escuchado cómo parte del pozo se había desplomado sobre Ramón. La cuestión era que todo el agujero se había estrechado con el desprendimiento, y si para un hombre adulto, por más flaco que fuera, le costaba entrar cuando todo estaba bien, con lo de la tierra caída la situación iba a estar mucho más difícil. El padre de Mauro había considerado que su hijo, que ya trabajaba como jagüelero con él, tenía el tamaño justo para meterse y así ver si se podía remover la tierra y liberar el camino para que salga Ramón. No iba a ser la primera vez que a un jagüelero se le desprendiese parte del pozo encima, quedando bloqueado el camino, pero no sepultado. Lo que había que hacer era actuar rápido y con cuidado, liberar el agujero y tenderle una mano a Ramón para que salga antes de que se le acabe el oxígeno en esa cuevita que se había formado. Mauro, pese a ser un niño, entendió perfectamente la misión y enseguida se puso alrededor la soga para que lo bajen. “Usted no se preocupe, nosotros vamos a estar acá para sacarlo rápido en cuanto nos avise”, dijo Mauro que le señaló el padre. Y bajó.

No me imagino del todo lo que debe ser descender por un pozo así. Tierra y barro y todo oscuro, apenas iluminado por una de esas linternitas que se ponen en la frente. Un metro, dos, tres, cuatro, cinco… No recuerdo la cantidad que dijo Mauro, pero tengo la sensación, como se tiene la sensación a veces de cosas que uno no vivió, de que eran muchos, y que el número ya marcaba en sí algo imposible de hacerse en la cabeza, de pensarse. Ya cuando la cosa se iba poniendo más y más densa, tocó la parte en donde había sucedido el desprendimiento. Con la respiración un poco agitada, Mauro hizo lo que tenía que hacer: empezar a escarbar. Fue corriendo con cuidado el barro, sacando ramas y cosas que encontraba para tratar de hacer lugar a Ramón. La idea era tenderle parte de la soga, tirar dos veces y esperar que los de la superficie los saquen. Escarbó y siguió escarbando, cada vez con los sentidos más aguzados por la posibilidad de encontrar algo. Un agujerito, un haz de luz de la linterna de Fernández que, del otro lado, marcaba que todavía había alguien vivo en ese hoyo pequeñísimo que corría el peligro de desaparecer del todo, con toda la tierra alrededor cayendo sobre los dos jagüeleros. En un momento, las manos pequeñas de Mauro tocaron algo. Muy despacio, fue corriendo la tierra, haciendo lugar, hasta que pudo agarrar con los dos dedos eso que sintió. Pasó con cuidado por algo que fue tomando forma en su mente, en medio de la noche del pozo: otra mano. En ese momento, comprendió que su misión era menos salvar a alguien que sacar un cadáver del pozo.

La tarea le llevó un tiempo bastante largo. Con cautela, siguió corriendo la tierra hasta que reveló, primero, todo el brazo derecho de Fernández. Después, el cuello, la nuca, la axila del lado izquierdo. Con esa parte desenterrada, pudo pasar la soga de rescate alrededor del cuerpo de Ramón. Tocó dos veces para que lo saquen. Llegó a la superficie y avisó que Ramón estaba muerto. Los demás adultos, luego, hicieron fuerza, la necesaria como para sacar gentilmente el cuerpo de Ramón sin que el jagüel se desplome sobre el cadáver. Con Ramón afuera, la cuestión se tendría que aligerar un poco y el panorama iba a estar más claro: al otro día había que sacar la tierra correspondiente como para que el camino hacia la bomba quede liberado y así poder hacer el mantenimiento que se había cobrado la vida del compañero. El padre de Mauro fue el primero en levantar la voz (aguda, apenas un poco) para avisar que iba a ser él el que le avise a la esposa de Ramón lo que pasó. “Ramón dejó dos hijos. Uno no sé donde está, el otro sigue con los jagüeles”, dijo Mauro con los demás alrededor, escuchándolo con atención. Tanto como pocas veces he visto o volví a ver luego que un grupo de personas guardara silencio para escuchar a otra. Me puedo estar volviendo grande, pero es así.

Después contó que le pasaron otras cosas estando en un pozo. Metido también en el oficio paterno, arregló un par de bombas complicadas, y contó que un peligro recurrente en el trabajo no sólo era el tema del desprendimiento, sino también la posibilidad de que alguna serpiente de las que están bajo tierra te muerdan. Una vez, dijo, parece que estaba arreglando una bomba a varios metros de profundidad cuando estiró la mano para agarrar una soga por donde le pasaban las herramientas. Manoteo una, dos veces, hasta que agarró la soga. O lo que creía que era la soga, hasta que se movió y entendió que era una serpiente. Tomó rápido la llave que tenía en la otra mano y le dio un golpe seco en la cabeza. Arregló la bomba y salió del jagüel. La gente se rio un poco, pero creo que no tanto como el propio Mauro: había como una actitud general de no querer volver a hablar de ningún pozo, menos de la anécdota del padre, por lo que se cambió de tema y se pasó a charlar de cómo venía el clima, o de la posible mudanza de mi madre para SAO, cosa que se concretó luego. Empecé a verlo más seguido a Mauro, a mi tía, en cada visita a lo de mi madre. A veces pienso que eso de manejar por la ruta de Mauro tiene que ver con la sensación de libertad que le debe producir andar y andar por kilómetros, en horizontal. Por ahí está en movimiento porque escapa de algo, también. O por ahí sólo le gusta manejar, como a mi hermano, que pronto va a comprarse una camioneta, según me dijo. Blanca, con poco uso.

Aquella fiesta en la que Mauro habló terminó antes de las cuatro, aunque no soy en general de mirar los relojes para ver a qué hora pasa lo que sucede a mi alrededor. La mayoría estaba con sueño por el día de sol y playa en la mar grande, en donde también se juntan los perros salvajes. Mi madre dijo, apenas mudada, que pensaba comprarse una pistola de juguete con cebitas para disparar al aire por las mañanas y ahuyentar así a los perros que duermen en la puerta. Perros con la mirada entrecerrada, llena de lagañas, con los pelos apelmazados por la mugre y la soledad. No sé si será por la radio o por alguna cosa en la memoria de mi madre, pero no le gustan mucho los perros, menos esos, con esa pinta de dejados al viento de San Antonio. Volviendo al tema, me acuerdo que esa noche, la noche de Año Nuevo o de Navidad, no sé de cuando, la verdad; la noche, digo, en esa noche, cada uno que se iba a su colchón a dormir, saludaba, y para esa altura Mauro ya estaba con el mate en la mano y el gesto silencioso y prudente que siempre tuvo, riéndose cada tanto de algún chiste que alguien contaba. Creo que fui el último, por ahí me equivoco, en irme a dormir. Me había impresionado mucho la historia de Ramón Fernández, y supongo que a los demás también. Mauro seguía con la misma cara de siempre después de haberla contado, aunque le escuché decirle a mi tía, con quien convivía, que si iba para la cocina le traiga un vasito de vino, sin soda ni hielo. Me acuerdo que dijo, bajando un poco la voz, que esa noche, por única vez, se iba a permitir tomar algo.