Veinticinco años después de haber visto la luz, Travesti finalmente tuvo su presentación en vivo. Fue la noche del sábado 16 de noviembre pasado en el ND Ateneo. Una burbuja de tiempo que también incluyó su relanzamiento en formato vinilo. Daniel Melero se había aventurado un cuarto de siglo atrás en el glam suburbano para darle cauce a una corriente de canciones de fogón tributarias de la línea fundadora del rock argento. Toda una declaración de principios estéticos que recién ahora parece venir reclamar, desde la periferia en la que había quedado confinado, su lugar en la historia del género. “En esa época estaba todo el tiempo grabando discos”, dice Melero para justificar por qué uno de sus discos más emblemáticos no había sido presentado oficialmente en tiempo y forma. “Estaba más interesado en quedarme en el estudio de grabación que en hacer shows o armar un grupo para salir a tocar. Era mucho más tentador seguir con todos los discos que estaba produciendo”.

Después de todo, quién podría cuestionar la falta de apego a lo establecido de alguien que hizo de las inquietudes artísticas, los planteos disruptivos y la búsqueda de nuevos horizontes su modus operandi. Sentado a la mesa de un bar de Recoleta que oficia de “oficina” ambulante, ordena un almuerzo liviano y se entrega a la charla con la locuacidad de un experto diseñador de bombas conceptuales que estallan entre una frase y la siguiente. “Realmente creo que fue uno de los shows más bellos que me tocó dar desde siempre”, asegura. “El marco del teatro era muy bonito. Fue muy disfrutado y muy dedicado, sobre todo por los músicos, que pusieron mucho amor en hacer la ingeniería inversa para comprender cómo estaba hecho estructuralmente el álbum: supieron deconstruirlo y reconstruirlo. Yo tocaba en vivo muchas canciones de Travesti, pero con los años se habían convertido en otras”, dice. “Ahora se generó la idea de que en su época el disco fue escuchado pero, la verdad, no fue así”, completa.

Pionero del tecnopop criollo con Los Encargados, en 1994 Melero venía de trabajar con Soda Stereo y de compartir el crédito con Gustavo Cerati en Colores santos, además de darle forma por su cuenta a experimentos sonoros como Recolección vacía. Por aquellos días, su principal ocupación era la producción de bandas emergentes como Los Brujos, Juana La Loca, Resonantes y Suárez, entre otras. “Hice más de veinticuatro discos en dos años. Era un promedio de dos discos por mes, muchos son muy conocidos”, resume. “Prácticamente vivía en el estudio de grabación. En varios estudios, en realidad. La de Travesti es una etapa que no recuerdo mucho, las sesiones a las que venían los músicos deben haber sido aprovechando que estaba grabando con cada uno, como pasó con Carca, Diego Foser de Suárez o Gabriel Guerrisi de Los Brujos. A Carlos Cutaia lo llamé específicamente. Gabo Manelli o Diego Tuñón de Babasónicos venían en los ratos en los que estaba en mi casa trabajando en el disco”, cuenta.

“Primero lo armé en un sampler, puse todos los teclados, algunos ritmos. Y después grabé la guitarra acústica. Tiene una cantidad de capas. El procedimiento del disco es de hip-hop, aunque el resultado es más glam espacial”, define. ¿Es su trabajo más guitarrístico? “Todos los temas tienen guitarra acústica. Sí, en definitiva sí”, concede. “Siempre ha habido discos de guitarra, como Conga o Vaquero. La guitarra es un instrumento con el que todavía compongo. Es más, en el último disco, Titanes del tiempo, fui al estudio con una caja de ritmos y una guitarra. Y el instrumento del que hablo es el mismo con el que hice Travesti: una Yamaha acústica que me compré a los dieciocho años. Yo soy zurdo y la guitarra tiene que padecer el hecho de estar al revés. También uso mucho mi primer sintetizador, un Yamhaa CS-5 monofónico. En los 80 tuve que vender todos mis instrumentos: no tenía nada de dinero, pero la guitarra y el sintetizador se salvaron. Tienen un carácter único, no lo digo por una cuestión afectiva”.

Si el método de elaboración se anclaba en el presente inmediato, las fuentes de inspiración estaban fechadas en los primeros setentas. “Está verdaderamente enraizado en música que había ocurrido hacia veinticinco años, porque abreva en el primer Bowie, el primer Marc Bolan”, dice. “El espíritu de las canciones está enraizado en el rock nacional de los 70, definitivamente. De hecho, lo sampleo: están “El parque” de Billy Bond y la Pesada y “Génesis” de Vox Dei”, precisa. ¿Qué le atraía en particular de esas piezas fundacionales? “Me gusta mucho cuando todavía no se sabe qué es lo que estás haciendo y, al mismo tiempo, te resulta inevitable. Y en esa etapa de la música argentina había un principio de inevitabilidad: no podían eludir el impulso de ir hacia esas ideas que tenían. También me atraía mucho la confrontación extraña que había en “El parque”, porque estaban Billy Bond, Pappo, Spinetta y Pomo. Es un combo muy fuerte, son opuestos que conviven sin conflicto”.

Con el antecedente de Cuadro, el boxset fechado en 2012 que agrupaba a Cámara, Rocío, Piano y Tecno, la salida del vinilo de Travesti vino a completar una suerte de revisión de su discografía noventosa. Para un artista que hizo de su inquietud por lo contemporáneo un rasgo de estilo, ¿existió el riesgo de caer en la tentación de la nostalgia? “No, de ninguna manera, aunque a mi alrededor todos presumían que me podía pasar”, afirma, categórico. “Fue un lindo reencuentro con el pasado. Nunca me había detenido a mirar para atrás”, agrega. “Ahora me doy cuenta que era un disco que tenía un gran peso específico, pero estaba como olvidado. Si te fijás en esas encuestas tipo Los 50 discos del rock nacional, no figura”, dice. Tal vez haya sido el destino de un disco marginal y, a la vez, trascendente. “Sí, tuvo una estrategia extrañísima, que uno no la puede diseñar: es una consecuencia de los hechos. Tuvo es ese tipo de cosa que se genera cuando algo bello se repliega. Y lo hizo con mucha elegancia”.

ESCUELA DE ROCK

Si se piensa en la obra de Melero, la figura de los padres fundadores del rock argento no es lo primero que viene a la mente. Tampoco lo segundo. Sin embargo, todo tiene una explicación. “Yo crecí con esa música. Y a los once años ya había visto a Almendra por primera vez”, recuerda. Hay que imaginar a un pibito del barrio de Flores correteando detrás de Luis Alberto Spinetta antes de un recital de la banda en el Club Comunicaciones. “Yo corría alrededor de él como correría un perrito. Observaba todo: sus zapatillas, su pantalón. Orbitaba alrededor de él: para mí era increíble verlo en persona. Lo traían desde el fondo de club para que tocara en el festival del día de la primavera de 1969. Ese día vi a Manal, Los Gatos y Almendra, no sé si me explico”, dice con una sonrisa orgullosa. “También estaba el primer Vox Dei, porque todavía tocaba Godoy. Me acuerdo porque los volví a ver al toque y ya había entrado Nacho Smilari”, completa, con el grado de precisión de un fan de la primera hora.

La fascinación que un chico de esa edad podía encontrar en una película o una historieta, en su caso era despertada por los héroes de carne y hueso que subían al escenario. “Litto Nebbia también tenía un imán para mí: era la encarnación del presente. Cada vez que los escuchaba hablar al Flaco y a Litto en una nota, asimilaba conceptos nuevos: eran seres totalmente deslumbrantes para mí, no se parecían a naaada del contexto en el que yo vivía. Fue muy inspirador haber podido presenciar todo eso. Seguramente yo terminé en la música por haber ido a ver estas bandas de niño”, asegura. Curiosamente, esa influencia no es fácil de detectar en sus composiciones. “Yo la encuentro”, se desmarca. “Confieso que cuando hice “Trátame suavemente”, estaba tratando de hacer un tema como “Viento, dile a la lluvia”. O sea, el modelo del que partí eran Los Gatos. Me salió una canción no tan buena, pero dentro de todo salió algo. Hoy me dicen que es un clásico de los 80, tocada por Soda”.

El pequeño Daniel tenía amigos quinceañeros, que lo consideraban una especie de “mascota” y lo introducían en el mundillo del rock. “Estamos hablando de un tiempo en el que la banda más grande, que podía ser Los Gatos, no llenaba teatros. Y después la escena se achicó más. Pescado Rabioso llenaba dos veces en la misma noche el Teatro Olimpia: era lo máximo a lo que llegaban”, recuerda. “Yo era el único que se quedaba en las dos funciones. En algunos casos, con la impunidad que me daba ser prácticamente un niño, colándome. En el Olimpia los vi varias veces, pero ahí ya tenía que pagar: tenía quince años. Ya no podía hacer de niño desorientado, ese truco lo gasté. Me sirvió para meterme en el micro de gira de Los Gatos. Casi no me daban bola, pero hice tres bailes de carnaval. Los vi tocando en Comunicaciones, Gimnasia y Esgrima de no sé dónde y otro lado más. Fue increíble. Me dejaron en el borde de la Capital en algún momento y de ahí tuve que volver a mi casa, en Flores, solito”.

“Esas experiencias me construyeron como persona”, sintetiza. Al igual que su canción más popular, la veta de fogón que recorre Travesti conduce al mismo capítulo de su biografía. “En “Quiero estar entre tus cosas” estoy pensando en Pescado 2, lo mismo que en “Nena Mía”. También en Durazno sangrando de Invisible: hasta la progresión de acordes es un juego alterado de eso”, dice. “En general, no creo que haya compuesto nada que no provenga de otro tema que escuché. Desconfío de la gente que cree que es muy original en lo que hace”, agrega. La vanguardia, ese impulso artístico con el que se lo suele asociar, no existiría escindida de su propia memoria. “Para mí la historia es el trampolín”, coincide. “No podés saltar hacia otro lugar si no estás apoyado en un punto histórico. Si no, empezás a quedar atrapado en un loop pequeñísimo de seudo presente. Por eso hay que tratar de preservar las cosas que a uno lo ayudaron a llenarse de fantasías en la vida, porque verdaderamente son la fuente de todo”.

Foto: Nora Lezano

NUESTRA FE

Antes de revisar en plan solista los cimientos del género, Melero se había involucrado en la concepción de Canción animal, esa obra maestra de Soda Stereo que también se puede escuchar como un homenaje a las raíces. ¿Pudo haber sido un modelo, una referencia? “Gustavo influyó en mi vida y todavía lo hace, casi a diario”, reflexiona. “Me parece igual que Travesti ya lo tenía diseñado conceptualmente cuando empezamos a hacer Canción animal, aunque todavía no tenía ninguna canción. Lo que sí hubo, sin saberlo, entre los dos, fue una convergencia, una sintonía en la mirada hacia el rock nacional de los setentas. Siempre entendimos que esas cosas eran trampolines, no se trataba de terminar siendo Lenny Kravitz, digamos, una réplica. Gustavo tenía una propensión a reconvertir: ‘¿Cómo podemos operar esto para convertirlo en otra cosa?’. O sea, la apropiación, pero transformándote vos en el proceso. Y, como quien moja una galleta en el té, él sabía embeber la información de una manera muy interesante”.

La sociedad artística que construyeron Cerati y Melero en aquellos años levantaba vuelo sobre el suelo de lo cotidiano. “Hay todo un bagaje, un montón de discos que me supieron pasar otros amigos. En esa época, lo mismo que ahora, la música nos la traficamos entre nosotros. Y hay discos que no se los querés mostrar a cualquiera. Hay una actitud de ‘mirá esta preciosura’, pero sabés que hay gente con la que no la compartirías”, dice, con la mirada conspiradora de un eterno enfant terrible. El rumbo inesperado que tomaría el trío en Dynamo mucho tenía que ver con ese intercambio proteico que se estableció entre el compositor del trío y su compinche creativo. “Tal vez ahí sí fui el portador de una cantidad de músicas e ideas”, admite. Si Canción animal reelaboraba el pasado, tanto Dynamo como el álbum gestado por la dupla Cerati-Melero, Colores santos, se erigieron como faros que iluminaban el presente pero también el futuro de la movida sónica en el corazón de los 90.

“En ese momento, lo que sucedió fue que habían quedado mis instrumentos en su casa después de hacer Canción animal. Entonces con Gustavo empezamos a construir partes de lo que fue Colores santos. Y Dynamo también comienza a fermentar ahí”, cuenta. “¿Vos qué estás haciendo?”, preguntaba alguno de los dos. “Mirá, yo tengo esto”, contestaba el otro. Y esa fue la base del diálogo que, según recuerda, prendió la mecha de una bomba artística. “Yo tenía mis instrumentos ahí, al lado estaban los de él. Nos juntábamos todos los días a improvisar. Y al poco tiempo ya teníamos el disco terminado. Después de grabar Colores santos, empezó a venir él a mi casa. Y al final ya íbamos a Supersónico, el estudio que se había armado Soda. Estábamos todo el día con los instrumentos ubicados en su lugar. Solo había que encender los equipos y ponerse a hacer música. Y a la vez, cuando no estábamos escuchando música de otros, estábamos creando la nuestra. O hacíamos las dos cosas, en el mismo día”.

El resultado de la colaboración se puede ver como un hito del rock nativo. “Estábamos inspirados porque estábamos juntos: era una retroalimentación constante. Había un feedback que, pienso, era muy estimulante para ambos. Y además no había mucha gente con la que hablaras de música que te resultara interesante lo que te iba a decir. Yo sentía: ‘Con este sí’. Y a él le pasaría lo mismo”, desliza. “Gustavo apreciaba mucho mi trabajo en lo microscópico. Y él era un gran artista macroscópico, pero también de gran detalle. Y se extraña eso. Lo extraño mucho. Por eso estoy contento de tenerlo presente, porque con un amigo pasa como con los padres: una vez que no están más físicamente, te das cuenta de que siguen estando adentro tuyo. Y si los buscás, te hablan. Te dan consejos, que muchas veces son nuevos. Eso es lo más curioso que hace la mente humana: cómo tal vez resolvemos, a través de falsos recuerdos, situaciones de los que estamos vivos, con la colaboración del más allá”.

EL JUEGO ETERNO

La política de buscar interlocutores idóneos a la hora de darle forma a sus intuiciones, inquietudes y obsesiones musicales lo ha acercado en los últimos tiempos a Diego Tuñón de Babasónicos y a Miguel Castro (ex Victoria Mil) de UN. “Es la misma dinámica que teníamos con Gustavo, sobre todo con Diego. Con Miguel hay menos contrastes, vamos orientados hacia el mismo lado: somos afines. Diego tiene el ‘no’ muy fácil. Y a mí me gusta eso, porque me desafía. La primera respuesta es ‘no’: tiene que ser algo realmente consistente para que sea un ‘sí’”, describe con una sonrisa cómplice. “Son gente que me estimula muchísimo y tengo la suerte de que también yo a ellos. Y es muy lúdico lo que hacemos. Porque a mí, verdaderamente, lo que me gusta es el concepto inglés de ‘play music’: tienen una gran ventaja los británicos, porque no tocan la música, la juegan. En Colores santos, tanto Gustavo como yo hablábamos de jugar. Yo trato de jugar con todas las personas con las que colaboro”.

Con Castro ya le dieron forma al proyecto UN con Melero; con Tuñón están a punto de estrenar oficialmente el disco La ruta del opio. Y siguen “jugando” en el estudio. “Mi actividad de grabación es casi incesante. Estoy grabando con Diego, con Miguel y también con Nahuel Berneri. Nahuel tiene un estudio de grabación en el que grabé mis dos últimos discos. Y empecé a trabar una relación y descubrí que es un músico muy talentoso. Entonces se me ocurrió hacer una serie de temas solo con el sintetizador monofónico. Ya grabé doce. Y nos dio ganas de llevar lo que hicimos al vivo”, cuenta. “Mi mujer considera que si estoy mirando la televisión, es que estoy componiendo. No importa lo que mire. Y creo que tiene razón. Todo el tiempo me pasa. Por ejemplo, esa persona que pasa lenta, en medio de una ciudad cargada de gente apurada, tiene un problema. Y ahí ya veo una composición. Todo me habla de eso y, a veces, se transforma en canción. Vivo en este lugar ilusorio desde los veinte años”.

Fue testigo del nacimiento de una escena, ¿cómo analiza su presente? “Diego Tuñón me dijo una cosa muy buena: que tal vez el rock como cultura cumplió con todos los paradigmas que tenía, sus ilusiones respecto de las libertades y demás. Igual creo que hay un estado cultural que es de rock, que persiste. Para mí Kraftwerk es una banda de rock, aunque mucha gente no la concibe como tal. Pero no tengo una preocupación sobre la música que se escucha hoy. La música que se escuchó siempre, en general, era una porquería. Los fenómenos más pequeños son los más interesantes, aunque ha habido grandes fenómenos que también lo fueron. Hay mucha música actual que los jóvenes que siguen a los artistas de trap no escuchan, pero deberían, porque contiene una violencia necesaria. Yo veo una carencia de violencia, no solo en el sentido auditivo: hay una meta de felicidad que no lleva a ningún lado. Y es mejor permanecer interesado en las cosas, no feliz. Desconfío mucho de la felicidad”.

 

Daniel Melero celebra el 25° aniversario de la salida de Travesti el próximo 1 de febrero a las 23.10 en el marco del festival Mar del Pop, en el Centro Cultural Villa Victoria Ocampo de Mar del Plata. Y el 7 de febrero a las 21 vuelve a centrarse en su repertorio solista más amplio en La Tangente, en la Ciudad de Buenos Aires.