EL CUENTO POR SU AUTOR 

 Rudyard Kipling, al que Borges consideraba “el más ilustre de los escritores comprometidos”, dijo que a un escritor le está dado inventar una fábula pero no la moralidad de esa fábula.
Es el caso de este cuento que empecé a imaginar a partir de una discusión sobre lo políticamente correcto y sus alcances corrosivos y entumecedores. Estábamos varios amigos reunidos en torno a la mesa de Año Nuevo el año pasado y no pudimos ponernos de acuerdo en los términos que expresan lo monstruoso. Ninguno se animaba a pensar en la propia experiencia. Los recuerdos o asociaciones aparecían con flaca definición, como si estuviéramos intentando divisar una mota minúscula en el mar. ¿En qué circunstancia…? Condicionados por. En reacción a. La memoria caprichosa producía todo tipo de modalizaciones que nos alejaban de la vida más próxima. Los ejemplos que hicimos aparecer eran casos extremos, casi todos ajenos. Por supuesto, hay grados, tonos, y no es lo mismo la materia oscura que la crueldad o lo monstruoso. “Finalmente todo es una cuestión de estética”, dijo uno como si esa definición nos contuviera a todos y cerrara la discusión.

En “La gallina degollada”, de Quiroga, el marido acusa a la mujer de que los hijos ——cuatro varones— son retrasados mentales por los antecedentes tísicos de ella, por su “pulmón picado”; y ella atribuye el mal al padre de él, que ha muerto “de delirio”. Ninguno de los dos reconoce a sus hijos como propios, son exclusivamente del otro. Se desencadena la tragedia.

Creo —sin esbozar ninguna moralidad— que el mundo del espanto es el más cercano.


EL FULGOR LILI

Difícil explicar cómo pasó.

Sus padres, dedicados dueños de un bodegón en La Boca, pasaban el día entero inmersos en una actividad incesante. Estaban los dos ahí, ella supervisando la cocina y los platos, él en la caja y las compras. Cuando Lili empezó a gatear eligió el comedor como su campo de exploración y allí se quedaba durante horas en silencio para que no la corrieran los comensales en la hora del almuerzo; pasaba el día debajo de las mesas entre las piernas de desconocidos. Años después también, volvía del colegio, elegía una de las del fondo y se arrodillaba en el piso para hacer los deberes con el banco como apoyo; desde allí observaba la manera en que los hombres y las mujeres ubicaban los pies, si los movían con algún tic nervioso, si cruzaban o no las piernas, si tenían los zapatos lustrados o descosidos, y si eran nuevos notaba cómo algunos aprovechaban a descalzarse para liberarlos de la opresión a la que los sometía un cuero demasiado duro o que no había considerado las protuberancias de los huesos que traen los años.

Muchas veces la encontraron dormida, acostada sobre el banco de la mesa contra la pared. Cuando creció ya no era fácil deslizarse entre una y otra sin ser vista, se las arreglaba para escurrirse debajo de la que casi siempre quedaba vacía y seguir observando los movimientos de las piernas aparentemente inmovilizadas tan solo por ubicarse debajo de la línea de visión. Los torsos erguidos en la mayoría de los casos, los brazos y las cabezas expresaban lo que era necesario, podían ser tullidos o padecer malformaciones de la cintura para abajo y nada en sus gestos los habría delatado. Desde ese observatorio inferior adoptó un hábito que la acompañaría siempre: mirar los pies de hombres y mujeres, adolescentes y ancianos. Captaba una escisión, si el atuendo lograba alguna armonía en general, terminaba de manera abrupta en la pantorrilla baja; las medias y los calzados mostraban que allí se había acabado la relación de contigüidad y quedaban separados del conjunto como miembros disfuncionales de una familia que no pueden evitar algún tipo de desidia.


No tenía hermanos y su principal entretenimiento no reclamaba compañeros de juego.

En el colegio se replegaba en el banco que compartía con una compañera al fondo del aula y encontraba mucho más interesante aprender observando y escuchando en silencio que sumarse a los extrovertidos o interesados en hacerse notar. En el centro del patio del recreo había un árbol al que se trepaban como monitos dúctiles. Era un aguaribay mediano, con copa globosa, tronco grueso y corteza persistente, rojiza, que habían plantado los dueños originarios del lote. Decían que de noche en sus ramas paraban lechuzones, ahuyentaban a los murciélagos que colgaban cabeza abajo y pretendían afincarse en el mismo territorio o en los techos de la escuela. De día, el aguaribay concentraba la actividad de los recreos. Los chicos y las chicas, como aspirantes a monitos, se disputaban las ramas más grandes para hamacarse un gran momento antes de dejarse caer. A Lili le divertía. Ocupaba su lugar en la fila sin hablar con nadie, se columpiaba, se reía sola y al tirarse sobre la tierra seca volvía corriendo a esperar su turno. Pero un día un compañero la apuró y en el afán de adelantarse le pisó la mano mientras ella empezaba a descolgarse; ella retrajo el brazo y cayó mal sobre la pierna derecha mientras oía el crujido de sus huesos. Cuando quiso incorporarse la pierna había quedado contraída y por más que se esforzara no alcanzaba a estirarla. Contuvo las lágrimas de dolor y no se quejó ni denunció al chico. Rengueó el resto del día. Cuando llegó al restaurant su madre la besó de costado y siguió amasando la pasta; el padre no sacó la vista de la pantalla de la computadora y después hundió la cabeza en las heladeras. Despotricaban porque un mozo les había robado unas botellas de vino y, al ser descubierto, había delatado a otro que volvía al local en la oscuridad de la madrugada una vez por mes para llevarse de la despensa una pieza de jamón. En el equilibrio siempre inestable de los intercambios, la ferocidad de la venganza se estranguló en un arrebato. Vino la policía y el acusado fue empujado hacia la comisaría para ser sometido a interrogatorio; tal vez lograran una confesión.

Lili compuso su cara lívida —el labio superior le temblaba— y se refugió debajo de la mesa del salón comedor; cuando se movió para ir a dormir, la cojera se había adueñado de su cuerpo. Creyó que se le pasaría en el sueño pero a la mañana estaba peor; sus padres lo notaron, un médico dio su veredicto: una fractura de talón, solamente con una operación y una sostenida rehabilitación lograría recuperar el pie. Se demoraron en operarla y después en dar con un terapeuta; la cojera se instaló.

Lili no podía doblar la pierna derecha, con su cuerpo menudo la arrastraba como si se tratara de algo ajeno; encubría el dolor y asumía una forma de la resignación. En un primer momento los compañeros del colegio la señalaron con crueldad, algo de esa anormalidad los incomodaba y durante un tiempo la tuvieron en el centro de sus burlas. A pesar de la desvalidez, el accidente la afirmó de una manera nueva y no solo dejó de esforzarse por pasar inadvertida sino que se mostró sin temor al murmullo de las miradas. Sintió que, así como sus padres la ignoraban, si no se agenciaba algún yeite podía ser invisible para el resto del mundo el resto de sus años.

La cojera como su punto de apoyo la distinguió por sobre todas las cosas porque no intentaba disimularla y tampoco enrostrarla, como sucede a veces con los que te ofrecen su deformidad para confirmar la aversión a la que han sido condenados. En una época en que en Buenos Aires existía la lepra, y en que también era común que los hombres y las mujeres usaran guantes, corría la historia de que muchxs leprosxs te ofrecían la mano enguantada para que respondieras el gesto cordial y cuando se la estrecharas encontraras que en un movimiento veloz y disimulado habían dejado al descubierto una mano supurosa, que extendía con impudicia el ánimo de contagiarte. En la Antigüedad los leprosos y todos los que sufrían enfermedades deformantes eran expulsados fuera de la ciudad; los condenados a vivir extra muros deambulaban por los caminos y se refugiaban en cuevas, lejos de la norma “Aquí los puros, fuera los impuros”. La estigmatización pervivió hasta hace muy poco tiempo. Están los enfermos que se apartan y están los que necesitan salpicar a los supuestos sanos para no quedar aislados con su mal. Y están los que prefieren no marcar territorios adentro y afuera —lo mismo y lo otro— que pretenda fijar una definición siempre mutante.

Lejos de replegarse en su lesión o de adoptar un modo esfinge, Lili apretó las mandíbulas, se vistió con un enterito negro humo y se lanzó a la calle donde los chicos y las chicas del barrio copaban la esquina, se juntaban durante tardes enteras a fumar, escuchar música y rapear. Tenía buen oído y los sorprendió con el ritmo de sus pasos de baile que hacían de la cojera su dolor y su punto de apoyo, con movimientos acompasados de la cabeza, de los hombros, los brazos, los pies descalzos y un tarareo que los contagiaba a medida que inventaba la coreografía. Su armonía y expresión brotaban imprevisibles. Pronto la siguieron con palmadas y festejaron su ánimo. Tal vez el accidente y la imposibilidad marcaran un punto de inflexión en Lili, que entendió que si no se lanzaba hacia el exterior con un gesto expansivo y vertiginoso podía atrofiarse para siempre o deshacerse como una mariposa recién salida de la crisálida que no logra afincarse en territorio propio. Había llegado al límite de su pensamiento y la inestabilidad la obligaba al movimiento. Lili se convirtió en la mayor atracción en los bailes y en las kermesses. En muy poco tiempo, “el fulgor Lili” se había afirmado en sus pasos y su baile lograba la máxima atención en un público ávido porque cada vez le introducía relumbres y variaciones nuevas. Aunque Lili no llegaba a capturar un sentido, las posibilidades la provocaban.

Llegó a profesionalizarse, sedujo a otrxs chicos y chicas del barrio y juntos conformaron un grupo que desplegó su baile en clubes sociales de la capital y el conurbano. Salieron de gira por el interior y se hicieron un nombre. Una banda de músicos que empezaba a hacer sus primeras presentaciones los vio bailar y se prendó de ellos; la renguera de Lili los inspiró y la llevaron, como si fuera un fetiche, en sus giras.

Con astucia, presentaban el defecto como distinción y estandarte de otra estética. En poco tiempo muchxs chicxs empezaron a falsear una renguera como un gesto o una inscripción. Lili podía vivir sin buscar ni confirmar el abismo que la separaba de sus padres. De haber tenido dinero seguramente la habrían llevado a los mejores médicos del mundo en una peregrinación obsesiva por la perfección. Nadie podría haber adivinado que tenía grabada esa no mirada porque la de ella, siempre centrífuga, refractaba lo que veía en el mundo exterior. De una intocable se había transformado en una saltimbanqui desterrada que ignoraba al escritor que había advertido con prepotencia “Guárdate de los señalados de Dios”.

Se había inaugurado una época sin modelos y las generaciones renovadas iban adoptando insignias, marcas o inscripciones tan variadas que cada una se erigía en una forma diferenciada de intervención.

Lo de Lili no era ningún prodigio. Pero ella lo sabía, no pretendía transmitir nada extraordinario. Tampoco se trataba de una aptitud. ¿Quién hubiera podido determinar la aptitud en cualquier arte? Aunque esta coreografía no aspiraba a ser una expresión del arte, el efecto era enorme. En cuanto se conocía que iba a bailar, la noticia se propagaba por la localidad y el día del estreno llegaban cientos y miles en grupos, multitudes calurosas llenas de sentimiento. Esto sí presentaba un enigma. Su cuerpo, templado y vibrante, se expresaba como un instrumento que otro tocaba con genio y el público enardecido aplaudía cada vez que el contoneo de las caderas y su pierna coja acentuaban el compás. Tal vez porque existió desde mucho antes de que los humanos adquirieran la habilidad del lenguaje, el balanceo rítmico inducido por la música ganaba mayor arraigo en cada acorde. Lili alargaba la boca en posición de ensueño, se dejaba arrullar en un murmullo de cariño y aprobación. Abandonada a un movimiento único, empapada en sudor, habitaba solamente esa danza, como si no existiese otra cosa que ese fluir imparable, frenético, que sostuviera una vida.

Lo que Lili no imaginó fue que sus padres reaccionarían con indignación: no soportaron la incorporación del defecto a una danza contagiosa que glorificaba la anormalidad. La exhibición de la cojera les resultó revulsiva. Si no podían eliminar la falla había que hacerla desaparecer. La veían gótica; su estética, fascinante para sus seguidores, les resultaba incomprensible, monstruosa, no podían admitirla como hija propia. La encararon como parte de un sistema de supervivencia. ¿Cómo se largaba por ahí, sin consultarlos? Ella no era mayor de edad. ¿Cómo hacía de su falla algo público? ¿Cómo no tenía en cuenta el daño que les ocasionaba esa impudicia? Se sentían defraudados, abandonados, ofendidos. Ellos no habían advertido la seriedad de su sufrimiento pero ahora sí se ocuparían de ella. No era tarde. Además, la suya no era una gran danza, sino algo “del momento”. Además, en la caja o en la cocina la cojera pasaría inadvertida. Lili se dio cuenta muy pronto de que los dos de un mismo lado eran imbatibles. Intuyó que cualquier resistencia provocaría una destrucción mayor. Las sombras se presentaron cada día con más espesura.

Dispusieron la cueva extramuros en el fondo de la casa.

Lili no tuvo la fuerza para torcer el destino que sus padres hicieron caer sobre ella como una losa. La embestida furiosa consumió sus defensas. Calló, enmudeció y se recluyó en el salón comedor; la soledad de su vida invisible la cubrió con un manto inmóvil. Nadie se dio cuenta de lo que le pasaba. Su cuerpo desvalido ya no se expresó como un instrumento que otro tocó con genio. No la siguieron con palmadas ni festejaron su ánimo ni la aplaudieron enardecidos. No la invitaron a giras por el conurbano o el interior ni inspiró a nadie. Ya no habitó su danza.