Desde Río de Janeiro

El ultraderechista Jair Bolsonaro viene de cumplir poco más de 400 días como presidente de la nación más extensa, poblada y económicamente poderosa de América Latina, Brasil.

Tiempo suficiente para imponer un retroceso que alcanza a todos, absolutamente todos, los aspectos de mi país. No hay un único sector, un mísero segmento, que no haya sido blanco de su furia devastadora.

La educación pública está destrozada en todos los niveles – inclusive en los que no dependen directamente del gobierno federal –, el medioambiente experimenta una destrucción incomparable, el patrimonio público está siendo subastado a precios ridículos y en condiciones vergonzosas, la política externa construida a lo largo de muchas décadas ha sufrido un vuelco sin antecedente, inclusive si se considera la dictadura militar (1964-1985) que Bolsonaro niega que haya existido.

El espacio consolidado desde hace al menos veinte y cinco años dejó de existir, abatido por muestras vergonzosas de vasallaje ilimitado frente a Washington y un dar de espaldas a lo que se construyó por décadas.

Los programas sociales creados a lo largo de los últimos 30 años, antes inclusive de la llegada de Lula da Silva a la presidencia, son vaciados de manera silenciosa e implacable.

Actuando en nombre de ‘desideologizar’ el gobierno, Bolsonaro y compañía han impuesto una ideología de ultraderecha radical, que abarca todos los sectores de la vida cotidiana, lo que incluye la imposición de un neoliberalismo fundamentalista en la economía a manos de Paulo Guedes, ministro de Economía.

Una de sus frases refleja exactamente su pensamiento: ‘Si dependiera de mí, yo privatizaría hasta el Palacio da Alvorada’, en mención a la residencia presidencial.

A propósito, el modelo soñado por Guedes, exfuncionario de Pinochet instalado por Bolsonaro en el ministerio de Economía, es el mismo que hundió Argentina en el pantano heredado por Alberto Fernández, y que a la vez llevó a la explosión social que mantiene desde más de tres meses al derechista Sebastián Piñera arrinconado en un Chile paralizado.

El gobierno de Bolsonaro teje autoelogios mencionando la creación de unos 640 mil puestos de trabajo en 2019.

Se olvida de que son puestos en condiciones mucho inferiores a las que tuvieron alguna vez los más de once millones de brasileños que no tienen empleo alguno, y de los otros 34 millones que lograron subempleos o trabajos precarios e intermitentes.

Cuando viene de cumplir el primer mes de su segundo año como presidente, Bolsonaro da hartas y amplias muestras de que pretende concentrar fuego en uno de los blancos más detestados por él, los derechos de los indígenas brasileños. Y el ataque, que promete ser implacable, viene siendo armado desde hace mucho.

Documentos internos de la Funai, la Fundación Nacional del Indio, que bajo Bolsonaro pasó a manos de un comisario de la policía, indican la develación de una "antropología de línea trotskista", un "marxismo ortodoxo" y una "amenaza comunista" en las ocupaciones, por parte de pueblos originarios, de áreas que ya fueron determinadas, luego de exhaustivos exámenes, por la Justicia, para ser demarcadas, pero que el gobierno desoye impune.

Es decir: mientras manda al Congreso un proyecto de ley indicando que áreas de preservación sean dedicadas a la agricultura – agrotóxicos inclusive – o a la pecuaria, totalmente ausentes de las culturas originarias, Bolsonaro pretende que se libere la minería, que contamina ríos y arroyos con el mercurio utilizado.

Hay que reconocer, en todo caso, que el ultraderechista no hace más que pretender legalizar todas las ilegalidades que estimula desde que depositó su humanidad en el sillón presidencial.

Lo que falta constatar, o al menos calcular, es qué país restará luego de que Bolsonaro y compañía logren imponer su saña devastadora.

La misión básica del ultraderechista brasileño es dar combate final a un comunismo que él detecta, amenazador, hasta en su heladera cada vez que procura un agua fría, y que hace que duerma poquísimas horas a cada noche, y siempre con una pistola en la mesita de luz.

Una obsesión o tara que lo lleva a ver un enemigo a ser abatido al precio que sea cualquiera que no coincida con sus ideas delirantes.

Que hace que su gobierno impida a funcionarios de la Funai, la entidad encargada de proteger a la cultura y la vida de los indígenas, que visiten áreas llevando canastas básicas.

Y que describa a los ambientalistas como ‘esos tipos que viven en departamentos, tomando whisky y fumando cigarrillos, mientras defienden al medioambiente lejano’.

De mesiánico, Jair Messias (en portugués se escribe con doble ‘s’) no tiene nada.

Bueno, será un mesiánico destrozador.

Nunca, nunca – vale reiterar –,ni siquiera en tiempos nefastos de una dictadura cuya existencia él reniega, mi país ha sido tan violado, destrozado.

Nunca.