Es un hombre como cualquier otro. Si es que esa categoría existe.

Como cualquier otro dentro de su escondida particularidad. Generalizando se podría decir que lo habitan profundos mutismos de vez en cuando. Y si esto resulta demasiado exagerado, podría cambiarse por lo habitan ausencias de palabras de cuando en vez. Aunque eso significaría quedar alojado en una paradoja, o más aún, un oxímoron.

Como sea, y puestos a definir a ese hombre, un hombre, se detallaría: a veces habitando terremotos de silencio, exacerbando humores en las pocas cuestiones que pueden apasionarlo, utilizando de forma exagerada la razón cuando con todo el cuerpo intenta apartar los dolores. Distante con los sentimientos, pero extrañamente lloroso ante alguna película melodramática. Demandante en su genitalidad, pero muerto de miedo ante la certeza de abrir el camino para ejercerla. Eso sí, haciendo todo lo posible para que esto no se note. Impregnado (en secreto) por la idea de encontrar el amor ideal, esperando a diario la presencia de esa pasión sublime que venga a salvarlo de los sufrimientos irrevocables de la existencia. Anhelando a otra mujer, la mujer, que, casi como por un pase de magia, pueda llegar a rescatarlo de esa otra mujer que tiene al lado, y que de tan conocida ha perdido esa magia que busca. Obsesionado con su deber cotidiano de hacer sudar su frente para obtener el pan de cada día. Sosteniendo en rituales obstinadamente pueriles, su miedo atroz a la muerte. Ese hombre que a pesar de mostrarse tan seguro en el envase corpóreo que la naturaleza le designó, soporta cada día la duda de ser agradable, la incertidumbre de ser suficiente en tamaño y forma ante la falta de certeza de no ser lo que otro, sobre todo una mujer, podría esperar que sea. En definitiva un hombre. Un hombre confundido, a perpetuidad, al tratar de imaginar lo que espera una mujer de él. Lo que espera el mundo de él. Ese hombre.

Ese hombre que, frente a una separación ya consumada, intenta vérselas con el dolor del fin eligiendo una nueva casa para vivir. Con todo lo que siempre quiso disfrutar y nunca se animo a pedir. Una pequeña casa a su medida, con un espacio necesario pero limitado. Sabiendo, porque es perspicaz, que los espacios grandes solo sirven para acentuar la pequeñez del sí mismo. Una casa cómoda, luminosa. Donde el sol entre desde temprano para que no se note el gris otoñal del propio desamparo.

Una casa adecuada, con un televisor grande en su corazón que contribuya a evitar la presencia de los gusanos del pensamiento que lo ocupan todo, esos mismos bichos que cada tanto lo hacen volver al padecimiento de haberla perdido a ella. Un televisor y nuevos libros que lo ayudan a retomar con alegría esa costumbre de leer, perdida detrás de la eficiencia laboral y de la falta de agujeros ociosos en su tiempo. Esos libros que le prometen que, por unas horas, no se sentirá tan solo.

Y en esa nueva casa sobre todo. ¡Ah, sobre todo! Un espacio verde, un escaso jardín, que pueda donarle algo de paz a su ánimo -algunas veces tan cansado- y algo de fresco en las noches tórridas del verano donde comienza a ser un hombre separado. Separado de qué, todavía no logra descubrirlo.

Ese jardín que le otorga la posibilidad de dejar su cabeza en verde y silencio, pero también le entrega la otra parte, la que corresponde a la de cal y arena, esa parte que no es tan placentera. El costado aquel que rompe con el ideal pero también lo conforma. El lado oscuro de toda cosa. Todo ser. Un jardín, un jardincito que contiene en lo profundo de su dominio: hormigas. Hormigas invasoras, que arrasan con todo nomás meterse los últimos rayos de sol. Hormigas destructoras que despojan de hojas todo elemento verde que intente emerger victorioso, pleno de fuerza casi natural.

En tiempo record, entonces, establece como problema primordial aniquilar al enemigo. Tarea central que lo ocupa todo. Cotidianamente al volver de su trabajo se calza ojotas y pantalones cortos, su vestimenta de guerra, y munido de sendos aerosoles venenosos en cada mano sale al jardín a perpetuar aquella función ancestral que lo habita. Cazador, guerrero.

Y así cada día, ni siquiera con un respiro de fin de semana. Así, inclemente, obsesivo, matador, exterminador de hormigas.

Y con franqueza - para cualquiera que lo esté mirando desde afuera- esa puede parecer una conducta absurda, excedida y hasta hilarante. Sin embargo, si ese que lo mira hiciera el esfuerzo de mirar más allá -o más acá-, podría preguntarse qué sentido lo empuja, qué lo lleva a sostener esa guerra contra ínfimos seres que transitan por el ámbito natural.

Tal vez solo una referencia ofrecería una pista para orientarse - a pesar de que una referencia no entrega certeza-. Con el hábito retomado de la lectura, este hombre ha visitado una y otra vez al escritor Ítalo Calvino. Y según se lo ve ahora, tendido en una reposera de su jardín, y antes de que baje el sol y comience la cacería, tiene un relato de ese autor en sus manos: La Hormiga Argentina. Leyendo, tal vez sin saber, que Calvino, como algunos hombres, estuvo casado con una mujer. Una mujer argentina.

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