Ya se sabe, la diferencia entre una soprano y un terrorista es que con este último es posible negociar. Angela Gheorgiu, que fracasó el mes pasado en el festejo de sus 25 años de apariciones en el Covent Garden con Adriana Lecouvreur, el melodrama de Fancesco Cilea, acaba de cancelar sus actuaciones en la apertura de la temporada de ópera del Colón de este año precisamente con ese título. Es una diva y las divas son imprevisibles, antojadizas, autoritarias y, claro, peores que terroristas. Pero son los directores de los teatros los que deben lidiar con ellas sabiendo de qué se trata. Gheorgiu ya no puede cantar bien este papel desde hace años y mucho menos en una sala de las dimensiones del Colón, cancela cada dos por tres y, para cualquiera que supiera algo del tema, era obvio que no cantaría en el Colón. Sin embargo, fue este teatro el que la contrató, la anunció y la vendió. Y eso no se llama divismo sino errores garrafales de programación.

Es cierto, tal como dice la cantante en su página de Facebook (habrá que reconocer que ese es un medio de comunicación válido y no exclusivamente un juego narcisista), que el Colón es de una desprolijidad llamativa en cuestiones contractuales y que no destaca (y no lo ha hecho en los últimos 10 años, por lo menos) por la cordialidad y el buen trato hacia los artistas. Es verdad lo que señala Gheorgiu cuando relata que la directora general del teatro, María Victoria Alcaraz, no quiso atenderla. Y no cabe duda de que debió haberlo hecho aunque más no fuera para escucharla en silencio. Pero lo que la terrorista –perdón, la soprano– no dice es que no se presentó a ninguno de los ensayos, que parte de sus condiciones –ya pagadas por el teatro, es decir por los contribuyentes– fueron cuatro pasajes en primera, para ella, su novio y dos asistentes, más una suite doble en un hotel de lujo, y que el nuevo director artístico del teatro –aunque aún misteriosamente no asumido–, el director de orquesta Enrique Diemecke, intentó infructuosamente reunirse con ella. El Colón tenía más de un motivo para alegar incumplimiento de contrato por parte de la cantante pero, ingenuamente, se quedó esperando lo que cualquiera bien informado sabía que no sucedería. Y Gheorgiu hizo lo que muy probablemente había venido a hacer: encontrar un pretexto, primerear al teatro y dejar planteada la situación como para llevarse un generoso emolumento sin tener que cantar (o que poner en evidencia que no podía hacerlo).  

Angela Gheorgiu es intratable. Hace mucho que no canta una nota que pueda desarmarle su peinado y su rendimiento vocal nada tiene que ver con el de hace un cuarto de siglo, cuando cantó su primera Adriana Lecouvreur. Por eso los teatros de ópera tienen directores artísticos. Son los que deben conocer esas cuestiones. Los que están obligados a separar la resonancia de los nombres de sus méritos artísticos reales. Los que, sobre todo en teatros estatales, tienen la responsabilidad de cuidar y asignar con criterio los fondos públicos que manejan. Podrá echársele la culpa del desaguisado –y del perjuicio económico– a la cantante. Pero hubo un director artístico en el medio: alguien que apenas conocía el título de esa ópera –de hecho lo dijo mal cada vez que intentó pronunciarlo en su conferencia de prensa anunciando la temporada 2017–, que, seguramente, no estaba informado de la actualidad artística de la soprano ni de las dificultades de ese papel para esa sala en especial, y que, con su impericia y falta de conocimiento específico, arrastró al erario público en un desatino mayúsculo. La culpa, qué duda cabe, no la tienen ni los chanchos ni las sopranos.