En 1965 Pizarnik escribe “Violario”, un pequeño texto que no circuló demasiado, intertexto o cita del cuento “Caperucita roja” y, posiblemente, antecedente de La condesa sangrienta -ese texto que partió las aguas en su escritura. Dice un fragmento: “De un antiguo parecido mental con Caperucita provendría, no lo sé, el hechizo que involuntariamente despierto en las viejas de cara de lobo. Y pienso en una que me quiso violar en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto.... Abrazándose estrechamente a mí, que a mi vez temblaba de risa y de terror permanecimos unos instantes, sacudidos los cuerpos por distintos estremecimientos, hasta que me quedó muy poco de risa y mucho de terror.” Hay tradiciones, genealogías, de las que Pizarnik quiso evadirse. No pretendió escribir palabras que alimentasen las fantasías felices y estructurantes de inocentes niñitas, ni buscó darle persistencia a los almibarados continuums lesbianos de la Rive gauche -y esas flores envueltas en poemas que se enviaban Vivien y Barney-. Por el contrario, y contra el imperativo (categórico, sobre todo para las señoritas): qué lindas las flores, la mirada de quien narra no queda allí capturada: queda, en cambio, prendida de la muerte, aferrada al horror. Y es en ese momento que la escritura de Pizarnik va a dar el paso que va  hacia la melancolía espantada. Justo en ese instante va a hacerse cargo de un exceso de deseo que no puede ser expresado; de una efusión erótica reprimida pero preservada; de una intensidad que se vuelve productiva y transformadora. Si la literatura argentina es siempre producto de un crimen o de una violencia tal vez sea esta, la versión pizarnikeana de la violación que da origen a su obra. El cuerpo de quien narra es vejado pero, justo ahí, aparece la resistencia. El pater y las tradiciones se encuentran muertas, lo que resta es el abrazo entre mujeres. Sin embargo, como el de la “Virgen de Hierro” de la Condesa sangrienta, este tampoco es seguro: porque no se puede evitar la violencia cuando se convierte en objeto de abrazo aquello que debería solo ser contemplado. l

“Violario” en Prosa completa, Lumen, 1965.