Lo hizo antes. Fue una de esas mujeres a las que el arrepentimiento tardío por la demora nunca las alcanza. Claire Bretécher trazó una línea de fuga mordaz, más efectiva que la ironía, y logró que sus personas dibujadas pusieran los pies afuera de la viñeta y salieran a la calle antes, como ella, de que lxs demás le pusieran nombre a los gestos de la época mientras se preguntaban si era posible que existiera una mujer capaz de hacer humor gráfico. Bernard Pivot la apodó "la divina" y Roland Barthes, “la socióloga del año" (1976), ella solía hacer onomatopeyas cuando le recordaban halagos que cargaban un título a cuesta y repetía en una galería de presencias resonantes que quería dibujar y comer gracias a eso. Después saludaba a los presentes, movía su pelo rubio corto y perfectamente despeinado y subía a su casa, en la colina de Montmartre no muy lejos de de la estación de Abbesses, donde en un quinto piso la esperaba el papel, su pluma Sergent-Major y el humor con el que despotricaba contra los mandatos - sazonados con celulitis y abdominales- de maternidad, pareja y embarazo.

El orden doméstico de la bien pensante clase media se desordenó gracias a las aventureras historietas de Claire (como en Cellulite o Les Frustés, que en Buenos Aires publicó a fines de los años setenta la revista Humor) que aparecían generalmente en una sola página dividida en ocho o nueve viñetas, salvo las celebradas ocho páginas de Suicidio, y con un remate final. Algunas eran mudas y otras decían textos de una “maldad” deslumbrante. Un conteo de expresividad salvaje, detalles y golpe de efecto que sus seguidorxs encuentran también en Copi, Charles Schulz y Jules Feiffer.

Nació en Nantes y fue profesora en escuelas secundarias hasta que solo se dedicó a vender sus dibujos a las revisas que quisieran comprárselos. Le Facteur Rhésus con guiones de Renés Goscinny para L'Os à Moelle, ilustraciones para Tintín, Le Sauvage y Spirou y también para L'Écho des savanes, la revista de historietas que en 1972 fundó junto a Gotlib y Mandryka. Sorteando –esquivando, desterrando– estereotipos de femineidad donde la desmesura siempre es un solecismo, Claire nos dibuja acostadas haciendo bicicleta con las piernas o subiendo la cola hasta el techo intentando meter la panza adentro para que el abdominal de buenos frutos antes de que un dolor de cintura nos deje en cama y con nutrida bandeja servida. 



Reírse de todo, de los decretos sobre el cuerpo, del sentimiento de culpa de la izquierda burguesa a la que pertenecía, de los adolescentes y sus familias, de todo, ella lo dijo antes de que alguien le hicieran la pregunta: “meterse en los cómics es escapar del aburrimiento". El viaje autoral de Claire de Gnangnan a Cellulite, de Frustrés a Agrippine, de Spirou a L’Écho des savanes, de Pilote al Nouvel Observateur, es como la gira de una compañía teatral, como la colonia Imprevisto que se ponía Clarice Lispector cuando estaba desanimada, o como una cena sorpresa armada al azar por Warhol y Paige, definitivamente es un viaje donde el instante de la fijeza está aislado y los protagonistas salpican la esquirla remendada de la cotidianeidad hincando vértigos. Una revolución que despabiló al humor costumbrista desde la mirada y la acción de una mujer con un enigmático don breviario de temeridad cómica y una traza que borraba la ausencia de la carcajada, la herida absurda y el día opaco.