El cineasta mexicano Fernando Frías de la Parra empezó a trabajar en su película Ya no estoy aquí hace unos siete años, en el contexto de la autoproclamada guerra contra el narco iniciada por el presidente Felipe Calderón (2006-2012). Al mismo tiempo, en el noreste de México, más específicamente en la ciudad de Monterrey, se acercaba a su fin un movimiento de fanáticos de la cumbia colombiana “rebajada” (es decir, ralentizada) llamado “kolombia”. Sus integrantes, también llamados “cholombianos” por los medios, lucían orgullosos sus cabezas rapadas con larguísimas y pronunciadas patillas y sus bermudas y camisas oversized.

Radicado desde hace 10 años en Nueva York, el director de la serie de HBO Los Espookys encontró en la historia de este movimiento contracultural ya extinguido la excusa perfecta para mostrar en su segundo largometraje la discriminación y la violencia imperantes en México en particular (y en América Latina en general), que expulsa a muchos de sus habitantes más allá de la frontera.

El resultado es Ya no estoy aquí, una película de una sensibilidad social y estética notable que, tras su estreno en el Festival de Cine de Morelia y su paso por la sección Nuevos Autores del Festival de Cine de Mar del Plata, podrá verse entre este jueves 27 de febrero y el martes 3 de marzo a las 19 horas en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Avenida Corrientes 1530).

Filmada en Monterrey con un grupo de talentosos jóvenes no actores con realidades muy similares a las que muestra la película, pero sin golpes bajos, con escenas de baile exquisitas y hasta con pequeñas y gratas dosis de humor, Ya no estoy aquí es la historia del joven “kolombia” Ulises. Al igual que el personaje de la mitología griega, Ulises se ve forzado a emprender una dura odisea –en este caso, a la vecina Estados Unidos- que lo alejará de su grupo de pertenencia, la pandilla de Los Terkos conformada por sus amigos Pekesillo, La Chida, Isaí, Jeremy y Sudadera, y pondrá a prueba su identidad. De visita en Buenos Aires para acompañar su película, Frías de la Parra dialogó con Página/12.

-El guión de la película es tuyo. ¿Por qué sentiste la necesidad de contar esta historia relacionada con la juventud, la identidad y la música?

-Cuando conocí la cumbia ‘rebajada’ en 2005 por un CD pirata me volví loco. Me apasionan este tipo de manifestaciones difíciles de predecir. Siento que vivimos en un mundo cada vez más uniforme, por eso me apasionan la espontaneidad, la posibilidad del accidente cultural, los sincretismos. Que se escuchara cumbia colombiana en Monterrey ya me resultaba fascinante. Luego leí un artículo sobre estos chicos ‘kolombia’ en una revista y no me gustó nada. Sentí que los explotaba, que apelaba al exotismo, una cosa de "miren este nuevo espécimen que encontré". Y también me pareció que a la hora de contar sus historias se aprovechaban de la tragedia nacional sabiendo que eso funciona y que vende. Hay formas de contar las cosas de manera más humana, simplemente contando el contexto de lo que sucede.

-Si bien tu película toca un tema muy duro como la forma en que la violencia narco afecta a amplios sectores en México, también es luminosa. ¿Cómo manejaste el equilibrio entre no maquillar la realidad y, a la vez, no convertir la película en algo miserable, casi pornográfico?

-Más que una decisión de equilibrar, hay un respeto por el tema, y eso va marcando la pauta. La verdad es que no hay una técnica: es conexión humana, acceso emocional de ambas partes, confianza. Estoy en contra de la pornomiseria. En muchos festivales a los que llevé la película observé que eso es lo que se espera de países como México o con realidades similares, y me entristece un poco. Llegan a mostrar cómo le queman los genitales a un chico en pantalla, apelan al shock o a una cosa contemplativa, pero esnob, excluyente, una forma de ver las cosas que nunca le llegaría a la gente que estás usando para hacer esta tipo de historias. Si yo, interesado en estos mundos, iba a hacer una película con chicos no actores, quería ir mucho más allá y hacer una película que principalmente les gustara a ellos. Creo que hay que contar el contexto y la cuestión humana, y sobre todo hay que contar que ser joven es ser joven donde sea.

-Si bien Ulises siente el desarraigo de su México natal en Estados Unidos, pareciera que, antes que mexicano, se siente ‘kolombia’. ¿Es más fácil para un joven identificarse con una música que con un Estado que le da la espalda?

-La pertenencia es una necesidad humana y la identidad es la base de la pertenencia. Juan Daniel García, que interpreta a Ulises en la película, es albañil, se cambió el nombre y se hace llamar Derek. Cuando estás estigmatizado o marginado, es una oportunidad de reinventarte. Algo así como: "La sociedad no me quiere porque me considera feo y pobre, pues entonces voy a hacer más estridentes mi aspecto y mis gustos". Los chicos que participan en la película son discriminados. Cuando llegué con ellos a la presentación en Monterrey, la policía los detuvo y los revisó. ¡E iban al estreno de su película en el centro de la ciudad! Volé con el protagonista de Ciudad de México a Monterrey, en el mismo vuelo, y cuando llegamos la policía y los militares fueron por él y lo interrogaron. Ya hay una discriminación sistemática. No quiero contribuir a eso para tener una película que me haga quedar bien.

-¿Qué es lo que más te marcó de esta experiencia?

-Darme cuenta de que la falta de oportunidades en Latinoamérica es una constante, que no hay movilidad social, que si vienes de cierto mundo es casi imposible salir de ese mundo. Yo solía darle talleres a unos chicos en la frontera, en Reynosa, en el estado de Tamaulipas, no muy lejos de Monterrey. Cuando me preguntaban qué edad tenía y les decía 33, me respondían: "Uy, a tu edad yo voy a estar muerto". Eso me impresionó muy fuerte. Era la guerra entre cárteles, había balaceras todo el tiempo. He estado en Irak, en la guerra, y juro que no era nada comparado con lo que se veía en esos lugares en esa época.


En Monterrey

¿Qué es la cumbia colombiana “rebajada”?

El polo industrial de Monterrey se encuentra en el noreste de México, cerca de la frontera con Estados Unidos. Cuando comenzó a desarrollarse, a fines del siglo XIX, fue necesario atraer mano de obra de otras partes del país. Ese desarraigo explica, en parte, el gusto de sus habitantes por las cumbias colombianas, que prendieron fuerte en la zona en la década del ’60. Entre otras cosas, sus letras hablaban de la añoranza por la propia tierra. “Por otra parte, la influencia más fuerte en Monterrey es Texas, que representa la cultura del cowboy y del pragmatismo protestante. Entonces esa gente, que era gente de abajo, mano de obra, no quiso relacionarse con eso”, explicó Fernando Frías de la Parra, quien añadió que la cumbia que más arraigó fue la que incluye el acordeón, “la voz del lamento”.

Sin embargo, la cumbia “rebajada” con la que se identifican los “kolombia” surgió al parecer por un simple error, cuando a Gabriel Dueñez, el sonidero más destacado de Monterrey, se le calentó el motor de la cassettera en una fiesta. La música empezó a sonar más lento. Y fue un éxito.

Si bien este tipo de cumbia sigue teniendo adeptos en Monterrey, sus seguidores ya no ostentan su llamativo look: en una ciudad que se volvía cada vez más violenta, mejor pasar inadvertido. El ataque del cártel de Los Zetas al grupo Kombo Kolombia, en 2013, en el que murieron 17 personas, terminó de profundizar el estigma y marcó el final de esta cultura urbana.