El primer beso entre Marianne Héloïse  tiene lugar en una playa rocosa, cuando Retrato de una mujer en llamas ya ha transitado más de la mitad de su recorrido narrativo. Algo similar ocurría en Naissance des pieuvres (2007), la ópera prima de la realizadora francesa Céline Sciamma: la adolescente Marie lograba finalmente posar los labios sobre los de su compañera Floriane cerca del final de la historia. Antes de esos dos besos, la atracción, los miedos, algún rechazo, el conflicto. Otra similitud relevante: ambas películas, separadas por doce años de distancia, están coprotagonizadas por la actriz Adèle Haenel, una de las voces y rostros jóvenes más potentes del cine francés contemporáneo, además de pareja de Sciamma en la vida real. La colaboración artística entre ambas mujeres en Portrait de la jeune fille en feu dio como resultado uno de los largometrajes galos más reconocidos por la crítica internacional en la temporada 2019. Un film que recorrió los mil y un eventos cinematográficos y terminó de posicionar a su directora como un talento destacado de su generación. Su cuarto largometraje recupera diversas referencias totémicas del relato romántico tradicional, reconvertidas para una película en la cual las relaciones amorosas heterosexuales permanecen en un total y absoluto fuera de campo (para Héloïse, de hecho, el matrimonio no es otra cosa que una amenaza inminente). Una historia de crecimiento personal que es también una fábula sobre la educación sentimental, la más inesperada, tierna, explosiva e imposible de olvidar. Abandonando por el momento la furiosa contemporaneidad de sus tres esfuerzos previos, la realizadora se embarcó (como Truffaut muchos años antes) en la aventura de trasladarse a tiempos pretéritos, a finales del siglo XVIII, para iluminar aspectos de la vida actual. De las mujeres de hoy en día. La película es, al mismo tiempo, una reconstrucción de usos y costumbres del pasado, un cuento de amor sin moraleja y el resultado de un espíritu de época. Esta época. Retrato de una mujer en llamas llegará a los cines argentinos el próximo jueves 19 de marzo y en sus superficies más visibles y pliegues más ocultos permite descubrir una luminosa, excitante y triste historia de amor para todos los tiempos.

Hace poco más de una semana, durante la ceremonia de entrega de los premios de la Academia del Cine Francés, conocidos como César, el galardón obtenido (en ausencia) por el cineasta franco-polaco Roman Polanski generó una respuesta potente, inusual en eventos de ese estilo: una treintena de asistentes se retiraron ofuscados de la glamorosa fiesta. La primera persona en pararse y caminar hacia la salida fue Adèle Haenel, al grito de “vergüenza”, seguida de cerca por Céline Sciamma. La “polémica” por el caso Polanski, acusado y condenado en los Estados Unidos por cargos de abuso sexual y violación, no ha hecho más que crecer desde que las acusaciones contra Harvey Weinstein comenzaron a marcar un cambio de época sin posibilidades de dar marcha atrás. 

La actitud podría interpretarse como un simple rechazo a que la figura del director de Repulsión y El bebé de Rosemary haya obtenido nominaciones y premios –ejemplo de la discusión eterna y muy difícil de saldar sobre la separación entre artista y creación, entre persona y obra–, pero en su caso las razones tienen también una raíz de índole personal. Hace poco menos de un año, Haenel –que supo ponerse a las órdenes de cineastas de la talla de Jean-Pierre y Luc Dardenne, Bertrand Bonello y André Téchiné, por nombrar apenas a tres– declaró que durante el rodaje de su debut cinematográfico , Les diables (2002), cuando ella contaba apenas con doce años, el director Christophe Ruggia tuvo comportamientos inapropiados que sólo pueden ser interpretados como acoso sexual, agravados desde luego por la edad de la entonces niña actriz. En una entrevista republicada en todo el mundo, la protagonista de La chica sin nombre le pidió al presidente Macron que tomara las medidas necesarias para frenar la violencia contra las mujeres y generar cambios en el sistema judicial, para poder así contener y ayudar de una mejor manera a las víctimas de la violencia sexual. En esa misma conversación con la prensa, Haenel fue muy clara respecto de su visión sobre Roman Polanski: “Distinguirlo con premios es escupir en la cara de todas las víctimas e implica que violar mujeres no está tan mal”. Ante esas declaraciones previas, la reacción física durante la entrega de los César tiene toda la lógica del mundo. Esas batallas extra cinematográficas tienen un correlato indirecto en la historia que cuenta Retrato de una mujer en llamas, un film que no contiene elementos de violencia de género –prácticamente no hay hombres en pantalla, con la excepción de algunos marineros poco amables al comienzo y un aplicado paje sobre el final–, pero que muestra de manera indudable, en el cuerpo y en la psicología de los personajes, las consecuencias de una sociedad comandada con mano firme por ellos (y por la mujeres que siguen a pie juntillas sus reglas).

El modelo vivo

El título de la película es justificado en la primera escena, cuando un grupo de estudiantes de pintura, todas ellas muchachas jóvenes, observan atentamente a su maestra mientras intentan llevar al lienzo sus impresiones. La docente y eventual modelo es Marianne (Noémie Merlant), cuyas facciones delicadas pero algo rígidas comienzan a transformarse al descubrir, apoyada en una pared del estudio, una obra de su autoría. En ella puede verse a una mujer en medio de un paisaje despojado. De fondo, el horizonte y un grupo de nubes iluminadas por la luna llena, aunque la particularidad más destacada de la composición no es un elemento natural, sino el hecho de que el vestido de la figura humana está prendido fuego. Esa brevísima introducción es la puerta de entrada al extenso flashback que da forma a Retrato de una mujer en llamas, cuya historia transcurre en una aislada casona cerca del mar, en una isla poco poblada de Bretaña. Hacia allí viaja Marianne, hija de un reconocido pintor y retratista por derecho propio, con la extraña misión de confeccionar un retrato sin posibilidades de acceso al modelo en vivo durante las sesiones creativas. La mirada es esencial a la pintura y también al cine, pero en el film de Sciamma se transforma en uno de los temas centrales de la historia: Marianne deberá observar a la bella y joven Héloïse y recordar sus rasgos, la forma de sus orejas, la luminosidad de sus ojos, la manera exacta en la cual apoya una de sus manos sobre el brazo contrario, su elusiva sonrisa. Antes de encontrarse por primera vez con la joven (y futura esposa de un noble italiano), su madre, una condesa francesa interpretada por Valeria Golino, le anticipa que la tarea deberá ser llevada a cabo en el más estricto secreto, precaviéndola de que el anterior artista que intentó traficar las facciones y la figura de su hija fracasó estrepitosamente. En tiempos pre fotográficos, esa pintura no será otra cosa que la demostración cabal de la belleza de la futura esposa, una suerte de reaseguro contra la posibilidad de una sorpresa indeseada. A los ojos de Héloïse, Marianne será una dama de compañía, la joven que conversará y leerá con ella durante los paseos, las primeras caminatas al aire libre luego de un extenso tiempo dentro de las paredes de un monasterio. Hay una tragedia familiar reciente, una vida que fue quitada por deseos propios, y el aire en las habitaciones de la casa no son precisamente alegres. Así comienza la historia de amor y deseo más inesperada.

La relación entre Héloïse y Marianne no comienza de la peor manera, pero los resquemores de la primera y el miedo a ser descubierta de la segunda no permiten que aflore una amistad a primera vista. Para la visitante la libertad de poder elegir los pasos que ha dado y seguirá dando en su vida es algo casi natural; para aquella que está a punto de casarse con un desconocido, las posibilidades de elección son tan escasas como predeterminadas. Son dos mundos diferentes y, si bien Sciamma –también guionista del film– visita a lo largo de la película temas que resultan muy pertinentes en estos tiempos, jamás hace que los personajes actúen o reaccionen de forma anacrónica. Héloïse sabe que ningún acto de rebeldía le permitirá escapar de su destino y Marianne, por su lado, conoce a la perfección las limitaciones que toda artista mujer debe enfrentar a lo largo de su carrera. Los paseos diurnos dan paso a las sesiones de pintura nocturnas, durante las cuales los cuadernos de anotaciones visuales se transforman en el mejor cincel para tallar la memoria. Las jornadas transcurren con normalidad y el lienzo comienza a poblarse de líneas y curvas, primero, de tonos y trazos, después. Finalmente, los colores, dominados por el verde chillón del vestido que Marianne eligió para vestir a la figura del cuadro. Retrato de una mujer en llamas es también una película sobre rostros: la realizadora hace un uso al mismo tiempo racional y expresivo de las facciones y miradas de las dos actrices, no necesariamente partiendo del uso del primer plano, poco frecuente en el montaje. También es una película de manos: manos que se miran para ser transportadas a la tela, manos que se esconden para ocultar la presencia de pintura, manos que comienzan a tocar, a explorar otros cuerpos, de manera íntima e intensa. Pero nada redunda en un tono superficialmente “romántico”. Sciamma no se abandona a la sensiblería, como tampoco echa mano a la música incidental para reforzar las emociones. Cuando la música aparece en escena lo hace de manera estrictamente diegética, profundamente ligada a la emocionalidad de Héloïse en particular, de su deseo no satisfecho de acceder a esas melodías vedadas en la vida en el claustro. El melodrama en la película está presente como subtexto, nunca como soporte narrativo. Finalmente, es una película de mujeres hecha por mujeres, en la cual los hombres sólo aparecen de manera marginal o secundaria. En una entrevista con la revista Film Comment, la cineasta aclaró que “no es que no haya hombres en esa isla, es sólo que no están en cuadro. Históricamente, en sitios cercanos al mar, los hombres solían ser navegantes, por lo que las mujeres podían estar solas. No quería transitar los límites, el conflicto, la vergüenza. No sentí que fuera algo necesario ni siquiera en esos tiempos –donde todavía no existía una palabra para definir un amor lesbiano–, así que esa es la razón por la cual no hay hombres, aunque sabemos que están ahí”.

Libres por un tiempo

No es la primera vez que Céline Sciamma retrata un amor lésbico en pantalla. O el despertar de una identidad que no se asemeja a los mandatos culturales. Sí es la primera vez que se sube a una máquina temporal y se enfrenta al desafío de entroncar una película en una tradición (el relato romántico) con miles de raíces profundas y ramas frondosas. Pero Retrato de una mujer en llamas también descubre el velo sobre otras cuestiones, entre otras las relaciones (no necesariamente de fácil identificación) entre las mujeres. Es el viaje obligado de la matriarca en medio del proceso de creación del cuadro el que permite la construcción de un ambiente ideal para el desarrollo de esos vínculos. Marianne, Héloïse y Sophie (Luàna Bajrami), la empleada con cama adentro, se ven de pronto solas en la casa, dueñas de las habitaciones y de todos los elementos y ornamentos que forman parte de ella. Por un lado, desde luego, llegará ese beso entre las protagonistas. Y todo lo que ese primer contacto traerá aparejado. Pero también la noticia de un embarazo no deseado –tal vez la subtrama tejida alrededor de intereses contemporáneos más transparente– y una secuencia en un bosque cercano en la cual un cónclave de mujeres temporalmente libres (algún hombre, en aquellos tiempos, podría pensar en un aquelarre) dejan que sus voces y sus cuerpos se eleven sin ningún plan celestial de por medio. Allí también aparecerá el fuego literal del título, el de la película y el de la pintura. Pero también otra clase de ardor. Un fuego interno que nunca consumirá a las mujeres, pero que nadie podrá apagar por completo hasta la llegada de la muerte. En ese último tramo la película coquetea con la posibilidad de la fantasía e incluso lo fantástico, siempre dentro de los límites de la imaginación de la artista. Porque, ¿qué otra cosa es la imagen de esa Héloïse vestida de un blanco refulgente si no un fantasma, la premonición de un recuerdo, un recuerdo del futuro, la constatación de que esa persona de carne, huesos y piel sólo podrá ser, a partir de ese momento, una figura idealizada por el recuerdo o por los trazos estilizados de una obra pictórica?