Cuando la dinastía Ming entró en decadencia al establecerse la República de China en 1912, se descubrió que el último emperador Puyi le había ofrecido los tesoros imperiales acumulados a lo largo de mil años al banquero norteamericano J.P. Morgan por cuatro millones de dólares. Al ser expulsada la familia real de la Ciudad Prohibida de Pekín –donde cumplía un papel decorativo- aquellos 600.000 objetos de arte se nacionalizaron para crear en 1925 el Museo Nacional del Palacio, la colección de arte asiático más vasta que existe.

El origen de esos tesoros remite a la dinastía Sung (960-1279), cuando el emperador confiscó en todos sus dominios pinturas, cerámicas, bronces, jades, rollos caligráficos, tallas y libros manuscritos: las siguientes dinastías continuaron en esa línea acumulativa. En 1406 el emperador Yong Le ordenó levantar “el palacio más maravilloso que haya existido y que existirá sobre la tierra”, la Ciudad Prohibida, donde reunió todos esos tesoros para su deleite personal, que parecen hasta hoy condenados a una eterna odisea: desde sus lugares de origen fueron a Nanjing y luego a Pekín. Cuando los japoneses ocuparon Manchuria en 1931 se los trasladó a Shanghái, luego a Nanjing otra vez y después a Chengdú como resultado de la guerra. Pero las bombas japonesas se acercaban y las 10.000 cajas partieron en secreto al pueblo de Emei y por último a un barco fondeado en el río Yangtze. 

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial la colección se abrió al público en Nanjing, pero ante el avance maoísta en la guerra civil, el general nacionalista Chiang Kai Shek embarcó los tesoros hacia el puerto de Keelung en Taiwán: los tesoros son parte del orgullo nacional, un símbolo de legitimidad política muy disputado al margen de su valor económico. Una parte quedó en China continental y se hizo un museo que aún existe. Pero la mayoría fue a parar a un depósito temporario en Taiwán, unos túneles secretos donde estarían hasta que los nacionalistas invadieran China continental. Pero al quedar claro que eso no sucedería, se inauguró en 1965 en Taipéi el edificio de estilo chino clásico del Museo Nacional del Palacio, para exponer la colección de arte chino y asiático más completa del mundo. 

Aun con exposiciones rotativas, es imposible exhibir en el museo de Taipéi más que una pequeña parte de tan vasto tesoro: por eso se inauguró hace un año y medio la nueva sede de Taibao en el sur del país. La de Taipéi se centra en el arte de las dinastías chinas mientras que la sureña ofrece una mirada global del arte y la cultura asiáticos. Además, piezas fundamentales de una y otra sede se intercambian temporalmente, como es el caso de la obra maestra de la colección: el Repollo de jadeíta. Esta talla en jade verde y blanco de 18 centímetros de largo es de una manufactura tan fina que tiene hojas transparentes y dos ínfimas langostas en el interior. La otra pieza célebre que rota entre las dos sedes es la Piedra con forma de carne, un trozo de cerdo tallado en jaspe tan realista que dan ganas de hincarle el diente.

LAS MIL FORMAS DEL BUDA El arte tuvo un papel clave en la difusión de las religiones antiguas, sobre todo en el caso del budismo cuya estética parece reflejar con agudeza la idea de la calma plena del estado de Iluminación. Monotemático y con sutiles pero refinadas variaciones, el arte budista alcanzó un vuelo asombroso a lo largo de 1700 años con estilos propios para cada rama en diferentes regiones. Ese virtuosismo y su diversidad se ven en este museo con una completa exposición dividida en las etapas de la vida de Buda en su camino al nirvana.

El recorrido comienza con tallas que remiten al nacimiento de Buda, que según la leyenda llegó al mundo como el Príncipe Siddartha y caminó siete pasos mientras brotaban del suelo flores de loto. El niño señalaba al cielo con una mano y a la tierra con la otra: esa imagen de un Buda infantil está en muchos templos y en las vitrinas del museo en la forma de un virtuoso bronce de 20 centímetros creado en el siglo XVI durante la dinastía china Ming. 

Una de las piezas más admiradas es un dorado Buda sentado en posición de loto con las manos en el pecho, creado en el año 645 en Kashmir con el típico estilo hindú de la región de Ghandara, actuales Pakistán y Afganistán. 

La tercera parte de la exposición se refiere a un Buda que ha entrado en la etapa de la “compasión”, conocido como Bodhisattva, cuyo pensamiento evoluciona hacia el altruismo buscando no solamente la salvación individual sino la de todos los seres. Este Buda –de pie con una mano levantada como diciendo “detente”- está representado por una talla en piedra de la zona de Ghandara: es del siglo III y fue creada bajo la dinastía Kushanque, que tenía relaciones diplomáticas con el Imperio Romano.

En cuarto lugar hay una sección dedicada a la transmisión de los saberes budistas a través de la escritura. Originalmente el budismo se predicaba de manera oral en la India, pero para desperdigarlo en otras regiones se usó la palabra escrita. Existieron millares de monjes dedicados a copiar los libros sagrados a mano y traducirlos para enviar a otras tierras. Los lenguajes más utilizados fueron el sánscrito, el pali indoeuropeo, el chino, el tibetano y el birmano escrito en hojas de palma. En el museo hay una muestra de esta diversidad caligráfica que denota refinamiento y dedicación contemplativa en el acto de escribir. Algunos de estos manuscritos están hechos con tinta dorada y envueltos cuidadosamente en telas de seda bordada.  

EL TÉ CEREMONIAL La exposición más original del museo es la dedicada al origen del té en China y su desarrollo por el continente hasta convertirse en parte de la ritualidad zen en Japón. Esta infusión se popularizó en China hacia el siglo VII. En el siglo VIII Lu Yu publicó El Clásico del Té, donde hace un estudio de sus variedades y técnicas de preparación. Durante la dinastía Tang –618-907 d.C.- se acostumbró a reducirlo a polvo y de aquel tiempo se exhiben teteras y cuencos de porcelana. 

En un sector se ha reproducido una casa de té de la dinastía Ming –siglos XIV al XVII- en base a una famosa pintura de Wen Zhengming.

En el área dedicada al té durante la dinastía manchú de los Qing, el arte en los artefactos para saborear esta infusión se refinó aun más, convirtiéndose en uno de los soportes favoritos para los pintores más talentosos. La gran novedad fue que los manchúes mantuvieron su costumbre de beber leche y la agregaron al té.

En Japón la cultura del té siguió sus propios senderos. El maestro zen Eisai Zenji -1141-1215- llevó desde China a la isla una bolsa de semillas introduciendo así la bebida en relación al ceremonial budista y la meditación, que a la larga fue parte del mundo samurái.