En materia económica, se presenta específicamente un problema profundo en cuanto no existe una corriente de pensamiento única que englobe y robustezca la disciplina. Esta diferencia esencial con las ciencias duras introduce un sinfín de revisiones, bifurcaciones teóricas o refutaciones categóricas donde los laberintos pueden conducir a puntos muertos.

Un simple ejemplo histórico puede graficar que el refinamiento y la aceptación canónica de un cuerpo teórico no siempre refleja una verdad incuestionable. En los años treinta, la reconocida economista Joan Robinson, colega y colaboradora de John M. Keynes en Cambridge, comentó que mientras el profesor Arthur Pigou, otro prestigioso economista de la casa, enseñaba que el desempleo era un fenómeno voluntario porque en el mercado operaba la plena flexibilidad de los salarios, los millones de desocupados en las calles contradecían todos y cada uno de los volúmenes escritos hasta el momento. En definitiva, teoría económica y realidad social marchaban escindidas.

En el año 2000, estudiantes de economía franceses produjeron un hecho cultural de singular importancia al revelarse contra la enseñanza de la economía “neoclásica” (léase liberal u ortodoxa) que monopolizaba el contenido de la carrera y que, paralelamente, juzgaban irreal y desactualizada. 

Si bien esta revuelta no revistió rasgos violentos en términos físicos, el planteo al cual también se plegaron profesores, ocasionó repercusiones en el ámbito académico, incluso en la Argentina. El movimiento se bautizó como “postautismo” porque partían de la base de que los conceptos neoclásicos impuestos como doctrina única y sagrada actuaban por sí mismos.

Esta postura religiosa vedaba la posibilidad de una crítica o relativización de los parámetros neoclásicos. A raíz de ello, la reacción de los estudiantes se materializó en un conciso pero potente Manifiesto.

La proclama gravitaba sobre cuatro puntos.

Primero: “¡Salgamos de los mundos imaginarios!”. El reclamo fundamental recaía en la eliminación de “modelos” económicos construidos sobre supuestos inexistentes, férreos e ilusorios que restaban poder explicativo. La historia de la sociedad (clases sociales, etapas del capitalismo, conflicto de intereses) era premeditadamente dejada de lado por una escuela neoclásica apegada a categorías difícilmente comprobables. 

Ahora, ¿qué estudiante francés o argentino no ha visto hasta el hartazgo en los manuales de microeconomía neoclásica el ejemplo de Robinson Crusoe para explicarnos la lógica del capital? Por tanto, según los estudiantes franceses, la teoría inerte bajo la cual se estaban formando carecía de bases sólidas. Con ello expiraban las posibilidades prácticas para la resolución de problemas económicos.

Segundo: “¡No al uso descontrolado de las matemáticas!”. Los estudiantes reconocían válidas las formulaciones matemáticas en ciertas coyunturas. Sin embargo, hacer frente a los recurrentes problemas económicos no guardaba relación con las complejas y enmarañadas ecuaciones múltiples, variables dependientes o independientes, matrices, integrales y demás artificios ya que parten de hipótesis que siempre tienen solución matemática. 

En esencia, el divorcio del álgebra con la realidad perpetuaba el distanciamiento entre el economista y la sociedad. Nuevamente, caben algunas preguntas: ¿quién no cursó en la universidad alguna materia donde se exigía calcular una variable sin rostro humano? Sin embargo, ¿alguien se preguntó si este resultado explicaba algún proceso relativo a la acumulación o distribución del ingreso? Los estudiantes franceses, muchos connacionales, sí.

Tercero: “¡Por un pluralismo de enfoques en economía!”. En este sentido, no se pretendía cerrar las puertas a la economía neoclásica como sí lo hacen los representantes de esta última. El reclamo se dirigía a incluir enfoques heterodoxos para quitarse las ataduras de los dogmas neoclásicos nutriendo el debate no escamoteándolo. En alguna oportunidad, Pablo Levín dijo que “no hay mejor experiencia que discutir con un neoclásico formado”.

Cuarto: “Despiértense antes de que sea demasiado tarde!”. Aquí exhortaba a la comunidad académica a plegarse a estas demandas pues de ello dependía el futuro de la disciplina y sobre todo su poder de transformación.

Ahora, un ejercicio de memoria local. La carrera de “economía política” se creó en la Argentina en 1958. Seguramente, vinculada a los nuevos aires teóricos que traía consigo el desarrollismo. Esta no era una simple nominación. Formaba parte de una concepción donde la disciplina estaba comprometida con la realidad y con la política

Esta dimensión política es el factor dinámico que liga a la sociedad con su historia, con su cultura. No son factores independientes sino, como argumentarían los estudiantes críticos, todo lo contrario.

En 1976, la dictadura militar, haciendo gala de su especialidad, hizo desaparecer la palabra “política” del título de grado dejando “economía” a secas. Desde allí, los programas fueron vaciados de contenido y los profesores, en su mayoría peronistas y marxistas, pasados a disponibilidad, removidos, encarcelados o exilados: Oscar Braun, Roberto Carri (sociólogo dependestista), Horacio Ciafardini, Alberto Barbeito, Fernando Porta, entre otros.

Por supuesto que la remoción o nombramiento de decanos y profesores evidencia tensiones. Éstas tienden a consolidar una ciencia aparentemente “aséptica” libre de condicionamientos políticos y sociales en contraposición a otra en la cual la historia y el tejido social fueran el sujeto indiscutido de estudio. Esta última es la postura de los estudiantes franceses. Incluso, restituir a la carrera el contenido teórico junto a su extensión “política” y enmarcarla dentro de las ciencias sociales es aún una deuda de la democracia.

La huella del manifiesto posautista marcó un quiebre que, con sus avances y retrocesos, hoy perdura. A nivel personal, el manifiesto me encontró realizando estudios de grado en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Bajo aquella atmósfera reformista, profesores como Porta, Gigliani, Astarita, Bonnet, Levín, Kicillof redefinieron un programa que develaba la existencia de una economía heterodoxa hasta aquel momento en las sombras. Hecho no menor porque reinaba un pensamiento único, paradójicamente el mismo que combatían los estudiantes franceses.

En la misma dirección, pero fuera de los ámbitos institucionales oficiales, en la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires se había reflotado una tradición al retomarse el espíritu de la “Escuelita de Economía Política”. En aquellos cursos, la visión crítica de los neoclásicos refrendaba la necesidad de aplicarla permanentemente. Para algunos sonaron por primera vez nombres como Kalecki, Robinson, Freeman, Kregel, Shaikn. En la actualidad, la UNQ ha tomado nota de la necesidad de desembarazarse de los autismos. Muestra de ello es la creación de la “Licenciatura en Economía del Desarrollo” impulsada por Patricia Gutti. Mismo énfasis pluralista podemos adjudicar a la Universidades de Avellaneda y General Sarmiento.

En el mismo sentido, notamos gratamente la proliferación de centros de estudios encargados de la divulgación y análisis de enfoques económicos alternativos y heterodoxos. Entre ellos podemos citar al “Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz” (CESO), “Economía Política para la Argentina” (EPPA) y el “Centro de Economía Política” (CEPA) que ha logrado incorporar en la función pública algunos destacados integrantes.

En síntesis, la economía debe estar supeditada a la esfera política, colectiva y nacional. No puede ni debe estar colonizada. Mucho menos podemos permitir una mecánica traslación de fórmulas de crecimiento desconociendo las particularidades internas. 

Si para algo nos sirve la historia económica es para identificar cuándo la Argentina fracasó por última vez. No volver a cometer los errores del período 2015-2019 depende de volver a revisar las viejas cuentas. Y uno de los objetivos más importantes de los centros de estudio es democratizar el conocimiento.

* Licenciado en Comercio Internacional, Universidad Nacional de Quilmes (UNQ); magister en Historia Económica y de las Políticas Económicas, Universidad de Buenos Aires (UBA); doctorando en Desarrollo Económico, Universidad Nacional de Quilmes. Miembro del Centro de Economía Política Argentina (CEPA).