La voluntad de poder del virus coronado y mi voluntad de frenarlo me arrojaron al encierro. Pertenezco al grupo de riesgo. Vivo sola.

Justo cuando se empieza a demandar reconocimiento jovial y goce para las mujeres de más de 60 deben encerrarse en casa. También deben enclaustrarse los varones. Aunque la sociedad, que encierra a la vejez por razones sanitarias, no provee cuidadores para el aislamiento. Se cuida la salud colectiva, pero se descuida a ciertos sectores. ¿Cómo es el aislamiento social a partir de los 65?

El COVID-19 ataca a la población en general. Pero prefiere a los adultos mayores, que caen como moscas en una campana de vacío, sin oxígeno. Esta hecatombe semeja una versión virósica del Diario de la guerra del cerdo (1969) de Bioy Casares. Una narración que devino profecía. Los “cerdos” en esa distopía son personas que han traspasado los cincuenta años de edad. Hay que exterminarlos. Medio siglo más tarde acontecería una guerra del cerdo 2020 real y viral.

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Nacen más mujeres que varones y viven más años. ¿No es sorprendente la resistencia del género? Las mujeres han sido discriminadas desde los arcanos del tiempo. La división del trabajo doméstico las condenó al cuidado de sí y de los demás junto con la explotación sexual y antes que la laboral. Las mataban (o matan) al nacer. Las encerraban (y encierran) en prostíbulos. Las quemaban acusándolas de brujas (y queman por qué sí). Las violan y asesinan. Mueren en abortos clandestinos.

No obstante, siguen siendo numerosas y haciéndose cargo de las tareas de cuidado además de las lucrativas y/o creativas. Los trabajos a los que accedieron tradicionalmente fueron de atención al otre antes que a sí mismas. Pero ni el Estado, ni las prepagas, ni otras instancias designan oficialmente cuidadores para las mujeres que, condenadas al gran encierro, siguen una y otra vez cuidando o quedan abandonadas.

¿Se pensó, acaso, quién se hará cargo de las necesidades cotidianas de las personas de más de 65 años recluida por pertenecer al grupo de riesgo? No aparece entre las preocupaciones políticas ni solidarias. Eso sí, todos los que se comunican por medios remotos, les dicen ¡cuidate!

Las autoridades evalúan los efectos colaterales del encierro preventivo. La primera alarma es la economía que, según dicen, será mayor que el costo de la enfermedad. De inmediato se previene por el costo enseñanza-aprendizaje; para amilanarlo ya se han puesto en marcha dispositivos de educación a distancia. Se conmina a otorgar licencias al personal con hijos en edad escolar. También se tiene en cuenta la necesidad de conexión con unidades sanitarias para consultas desde los domicilios. Las prepagas asedian las casillas de correo y los teléfonos para ofrecer servicios on line. No sin exigir un pago adicional sumado a las elevadas cuotas que se les deposita mensualmente. En fin, se pondera (y explota) la magnitud del desastre sin mencionar siquiera cómo se arreglará la ancianidad amurallada.

Nunca, en la historia de la humanidad se habían clausurado las fronteras del mundo. Nunca había habido una cuarentena planetaria. Esto representa un cambio de paradigma. Un acontecimiento global irreversible. Un antes y un después que lo está transformando todo. ¿Se cumplirá el sueño nietzscheano de la transmutación de todos los valores?

Hemos salido de la zona de confort, todo cambia. Sin embargo, hay algo que no, es la idea de que -encerrada o no- la que cuida es la mujer. ¿Y quién cuida de ella? No por cierto la mayoría de quienes dicen “cuídate” (igual se gradece). Tampoco quienes instauraron el autoencierro sanitario (se agradece en serio, ¿qué sería esto con los neoliberales al mando?).

Si vive sola, tendrá que cuidarse sola o esperar ayuda aleatoria o dejarse morir. No hay disposiciones que hayan extendido una red de cuidados para asistirlas. Entre las cataratas de decretos, consejos, alarmas y otras inquietudes que invaden el pantallismo que nos rodea, no existe ninguno que refleje preocupación por la condición de les mayores en situación de encierro en general, ni el de las mujeres (que son mayoría) en particular. Si la vejez debe aislarse, ¿quién se ocupa de atender sus necesidades básicas? Provisión de alimentos, medicamentos, pago de servicios, cobro de jubilaciones, tareas domésticas.

Integro el grupo de riesgo. Como dije antes, vivo sola. Quien trabaja en mi casa no está viniendo, sus hijos no tienen clases por disposición oficial, a ella le toca licencia con goce de sueldo. Hace unas horas desee comer atún. Me subí a una escalera para rastrear un abrelatas aunque no tengo fuerza para abrir envases. Cuando logré clavar las cuchillitas en el borde de la tapa me sentí la mujer maravilla. Pero me desencanté tan pronto como intenté girar la manivela. ¡No lograba moverla! Apreté y apreté. No avancé ni un milímetro. Busqué una cuchilla. Coloqué la punta en el borde de la lata y con la tabla de picar que tenía en la otra mano martillé sobre el mango de la cuchilla. La punta penetró y saltó aceite cual chorro de petróleo. Rostro, cabello, manos, cocina. No me di por vencida. Logré hacer un tajo en la tapa, abrí una grieta. Di vuelta el envase y lo sacudí sobre una fuente. Solo salió aceite. Escarbé con la punta de un cuchillo y fui sacando el atún en hilachas. Tardé más que si hubiera ido a pescarlo. Agregué arroz. Pensé en arvejas, pero intuí que si horadaba otra lata terminaría en terapia intensiva. Desistí. Antes de cenar me bañe con cuidado (¡cuidate!). El agua aceitosa corría, llegaba a mis pies, me resbalaba, trastabillé, pero conseguí salir airosa. Limpié la cocina. Cuando me senté a comer me temblaban las piernas. Sonó el celular, era un spot reafirmando la necesidad del encierro. Miré el plato que me había preparado y no comí. Corrí -es una manera de decir- a la computadora y comencé a escribir este artículo. Ahora que me desahogué, quizás pueda comer el atún en mi prisión solidaria y solitaria, pero eso sí, segura y saludable.