Tres días de encierro. Desesperación. Hace unos días, cuando esto todavía era confuso, estuve con una amiga recién llegada de Europa ¿Tendré el virus adentro mío, seré asintomática, habré contagiado a alguien? La pregunta me desvela. Busco información sobre formas de transmisión, entro a la página de la Organización Mundial de la Salud. Después de ese encuentro, estuve con dos personas que están en grupos de riesgo. No los saludé, no me acerqué, no tomé mates con nadie, me lavé las manos. Igual, el temor me atenaza. Estoy sola en casa.

¿Por qué la viste? Me pregunta un compañero de trabajo. Me encojo de hombros, ahora no vale autoflagelarse.

Le pregunto a una infectóloga, me dice que no hay prescripción de aislamiento obligatorio a menos que mi amiga tenga los síntomas, y yo haya estado en contacto con ella 48 horas antes de esos síntomas. Esta consulta es previa a la medida de distanciamiento social generalizado.

El domingo a la noche, lo escucho al presidente Alberto Fernández, decido salir lo mínimo indispensable. Tengo la enorme facilidad de poder trabajar desde casa. El lunes dispongo que no saldré por 15 días. ¿Alcanzará?

A la noche no puedo dormir. Me despierto preguntándome qué hago si mi padre, población de riesgo, se contagia por culpa mía. Me tomo la fiebre muchas veces por día. 35,5 dice el termómetro una mañana. Pensé que con esa temperatura era hipotermia, googleo, también me digo bruta. 

A la noche, saco mis juguetes sexuales del cajón, los dejo sobre la cama. Tengo dos. En épocas normales, no les doy tregua. Hace poco, uno dejó de vibrar, se le terminó la vida útil. Es fucsia, con tamaño y forma de pija. Lo estoy usando igual, está caro para reponerlo. Pienso que masturbarme me llevará directo a dormir mejor, siempre funciona. Pero no tengo ganas. Qué raro, yo, sin ganas de tocarme.

Sé que el aislamiento también es un privilegio. Otras no pueden aislarse. “Necesito la plata, pero quiero quedarme con mi hija Jazmín (de seis años). Igual tengo que ir a las otras casas en las que trabajo”, dice Mónica, empleada de casas particulares, sin relación de dependencia, con desesperación.

Quienes viven al día tienen terror por partida doble. La televisión taladra las 24 horas sobre la necesidad de distancia social, y muchas veces dan por descontada la posibilidad de parar unos días. Muchas saben que no pueden detener la actividad, porque de ello depende su supervivencia.

Las ferias de huerteros y huerteras de mi ciudad se suspenden, sus integrantes difunden por las redes un teléfono al que se puede pedir el bolsón. “Han decidido cerrar las ferias de verduras pero lxs huerterxs de #Rosario viven de la venta de sus verduras sanas. Lxs consumidores también queremos comprarlas”, se lee en varios muros de Facebook que replican la información. Son verduras agroecológicas.

La cantautora Dafne Usorach –inspirada en otrxs artistas- organiza recitales virtuales por las redes sociales, a la gorra, con la difusión de número de cuenta y CBU. La modalidad se generaliza. Algunes, por ahora, pueden hacerlo sin cobrar. Monotributistas en general viven momentos de zozobra.

Se organiza el teletrabajo donde se puede, se suspende la vida cotidiana: ni gimnasia ni natación durante quince días. Las ganas inmensas de ir a caminar al parque que se chocan con la decisión de no salir de casa. ¿Y qué pasa con quienes no tienen una casa para refugiarse? Más aún, quienes teniendo una casa no tienen agua potable, no tienen con qué comprar jabón o alcohol, ¿qué hacen?

Desde el gimnasio al que asisto dos veces por semana avisan que cierra hasta el 31 de marzo y que elaborarán clases virtuales para que podamos seguirlas desde una plataforma. Lo mismo en el taller literario al que voy los jueves. Las amo y les agradezco por tanto. Me pregunto cuánto durará esto, cómo saldremos de esta suspensión de la vida. Nunca volverá a ser igual, esta experiencia dejará sus marcas. Me ilusiono con que sean más amables con les otres y con el mundo. 

La pandemia nos pone a todes a pensar en vulnerabilidades propias y ajenas. ¿Cómo vamos a salir de esto en un país devastado, con las cuentas públicas en rojo, una deuda externa insostenible y dependiente de los commodities cuyo precio cae en picada?

Suiza destinará 10 mil millones de francos suizos a mitigar los efectos de la pandemia en su economía. Lo sé porque una de mis amigas más queridas vive en Ginebra y hace unos días, después de muchos años sin poder viajar porque no se lo permite su economía de trabajadora –sí, en el primer mundo- llegó al país.

Su ilusión era participar de la marcha del 24 de marzo. El origen de este viaje fue justamente una conversación conmigo. Me contaba lo tristes que terminan en Ginebra luego de la conmemoración de cada año, a las que asiste porque acá y allá siempre fue militante. “Vos tenés que venir a una marcha en Argentina, porque ahora es festiva. Hay multitudes de pibas y pibes en una apuesta a futuro, sin olvidar el pasado”, le dije hace unos meses.

Ahora, en Argentina, debe hacer una cuarentena que le demandará buena parte de los días destinados a ver amigues, familiares, y por supuesto, a asistir a una marcha que por primera vez en 37 años no se realizará. 

En el pueblo en el que se refugió, alguien la denunció por violar la cuarentena obligatoria y quisieron echarla. No soy jueza de nadie, aun así, entro en contradicción. Debieron intervenir la policía, y la jefa comunal, para indicar que no podía irse hasta que cumpla los 14 días de aislamiento. Mientras tanto, ella está encerrada, lejos de su familia, preocupada por sus hijas y su padre anciano. El dueño de un almacén de enfrente al lugar donde está alojada se acerca para ofrecerle la ayuda que necesite. Lo cuenta llorando por un mensaje de whatsapp.

Nunca sé quién tiene razón en casi nada, ni siquiera sé qué es tener razón. Pero estoy convencida de que tenemos que cuidarnos entre todes. Ay, las contradicciones, ay las obsesiones, ay los deditos levantados. 

Ni siquiera estoy leyendo más que de costumbre.

En el grupo de whatsapp del barrio aseguran que los dueños del súper chino violan la cuarentena. No los vi porque estoy encerrada, pero lo último que sabía es que habían quedado varados en China. ¿Cuánto hay de precaución, cuánto de xenofobia, cuánto de terror? Nunca supe hacer cocktails, la medida justa no es lo mío.

Como dijo la médica Mónica Müller en una entrevista en Revista Rea, “los virus nos dan una dura lección de humildad todos los días”.

No sabemos cómo seguirá, a quiénes atacará, ni cómo saldremos de esto. Intuimos que algunes saldrán mejor que otres, siempre es así: a mejores condiciones, más posibilidades de salir indemne.

Apenas podemos saber las pocas cosas que podemos hacer frente a esta incertidumbre: lavarnos las manos, mantener las distancias, no compartir el mate, quedarse en casa. En estos días me repito una fórmula como un mantra: más precaución y menos miedo.