Había en Palermo, capital de Sicilia, allá por el año 1901, un microclima especial: el siglo diecinueve no se decidía aún a convertirse en el veinte, reinaba el Art Nouveau en palacetes y villas, se hacían traer a los mejores de Europa en cada rubro para perfeccionar el paisaje y frenar a toda costa el avance del tiempo. Y había en Palermo, en aquella época, una dama de sociedad legendaria por su belleza. Cuando digo legendaria quiero decir esto: en la inauguración del Teatro Massimo de la ciudad, Toscanini dejó el escenario en medio de una salva de aplausos. Cuando terminaba de secarse la transpiración en bambalinas oyó que los aplausos revivían así que volvió a saludar, creyendo ingenuamente que las palmas eran para él, pero en cuanto pisó el escenario vio que toda la platea le daba la espalda y aplaudía hacia el palco principal, donde Franca Florio acababa de ponerse de pie para irse en toda su gloria.

Era de no creer el orgullo de los palermitanos por Doña Franca, baronesa de Vilarosa. No hablo de los diarios, porque hasta los diarios eran propiedad de su marido, en Palermo. Hablo de la gente común. Al marido de Doña Franca, en cambio, al millonario Ignazio Florio, empresario naviero, pesquero, fabricante del mejor marsala de la región, dueño de minas de azufre, fábricas de vidrio y de cerámica, además de diversas mansiones, enormidad de tierras y el diario L’Ora, que lo elogiaba día y noche, no lo querían nada los palermitanos. No lo querían por sus infidelidades a Doña Franca, sus amoríos con la ordinaria, estridente Bella Otero. Y lo querían menos todavía porque había privado a todos los palermitanos de un retrato de Doña Franca que la inmortalizaba en toda su gloria.

La historia es así: en el frenesí de ampulosidad con que Florio autocelebró su ingreso a la nobleza vía nupcias con Doña Franca, le regaló a su esposa un collar de perlas de siete metros de largo: 365 perlas, una por cada día del año (una por cada infidelidad, decían las malas lenguas) y contrató al francés Boldini, el retratista más caro de la época, para que pintara a la dama y al collar. Mientras el resto de los invitados en Villa Florio paseaban por los naranjales o se aventuraban hasta la playa de L’Arenilla, pintor y modelo se quedaban en el palacete, con una chaperona sentada entre los dos. Aun así, Boldini la pintó tan hermosa y sensual, en un lienzo de dos metros veinte de altura, que dejaba sin palabras al espectador. Para el estupor general, Florio se enfureció y se negó a pagar por el retrato. Boldini volvió sin honorarios a París y comenzó un áspero cruce de cartas. “Veo que el arte es frágil en Palermo”, escribe el pintor. “Una obra debe satisfacer los gustos de los que pagan”, contesta Florio. Boldini: “Págueme, entonces, y yo estaré más que listo para hacer todas las modificaciones, siempre que sean compatibles con mi dignidad de artista. Pero sea específico en sus objeciones”. Florio exige, sin pelos en la lengua, que el escote sea más recatado, que los brazos estén cubiertos, lo mismo que los tobillos de su esposa (“¡Una dama nunca exhibe sus tobillos!”) y que elimine del retrato el inaceptable aire “serpentino” de la figura femenina.

La furia que le dio a Boldini fue tal que, sí, redujo el escote, y cubrió de tul aquellos brazos maravillosos, e hizo más largo el vestido para cubrir los excelsos tobillos y pies de la retratada. En cuanto a las sinuosas corvas, pintó una silla contra la cadera de la modelo y presto: la sensualidad anterior mutó en austeridad, corrección, tedio. Ese es el cuadro que vuelve a Palermo. Pero antes de rebajarlo de esa manera, Boldini lo exhibió tal cual lo había pintado originalmente, en la Bienal de Venecia de 1903, y causó sensación. El efecto llegó hasta Palermo, corrió de boca en boca y, cuando por fin arribó el cuadro a la ciudad, la gente acudió en masa a verlo --o, mejor dicho, a tratar de vislumbrar, en la versión castamente retocada, a Doña Franca en todo su esplendor. Florio mascó bilis hasta que lo hizo retirar de exhibición y se desentendió del retrato, además de dejarlo impago. Boldini logró recuperarlo y lo conservó en su atelier hasta el año 1924, cuando Maurice Rothschild, que había quedado hipnotizado por la tela original, veintiún años antes, en Venecia, quiso comprarla... si Boldini aceptaba eliminarle los agregados que la habían arruinado.

El chisme llegó hasta los oídos de Don Ignazio. Pero para entonces los Florio habían ido perdiendo su fortuna. ¿Alcanzan veinte años para dilapidar semejante riqueza? Lo cierto es que Florio no tenía ya ni el dinero ni el poder para evitar aquella transacción. Tampoco pudo evitar que Rothschild exhibiera el enorme cuadro, junto con el resto de su colección, en Nueva York y París. Los nazis se lo quedaron poco después, cuando le expropiaron la pinacoteca a Rothschild. Corrió por entonces un rumor en Palermo que decía que la esposa de un jerarca nazi había mandado serruchar por la mitad el cuadro, para eliminar aquella pecaminosa sensualidad de caderas de Doña Franca. Eran puras habladurías. El cuadro volvió intacto a manos de los Rothschild, o de una de sus empresas, para ser más preciso, y esa empresa lo mandó colgar en el gran salón del hotel cinco estrellas que el grupo acababa de inaugurar con bombos y platillos en la antigua Villa Florio. Pero hasta el día de hoy ningún palermitano que se precie va a verlo. Dicen que ese cuadro no es más que una deslucida y pobre versión de algo irrepetible y sagrado. Dicen que Boldini no logró recuperar ni una pizca de la mossa, la magia que estremecía a quien se paraba delante de aquel cuadro, cuando borró los tules y demás recatos que sofocaron su gloria original.

 

En cuanto a Doña Franca, poco y nada le importó el accidentado derrotero de su retrato, porque en los cuatro años siguientes a posar para Boldini había tenido cuatro hijos, de los cuales tres se le murieron en brazos. Cuando la fortuna económica de los Florio comenzó a declinar, Doña Franca supo aceptar su descenso social con resignación y dignidad. Abandonó Palermo y nunca más quiso volver. Mientras su marido intentaba sin éxito recuperar su fortuna en las salas de juego de Europa, ella encontró cobijo en la hermosa villa toscana de su hija Igiea. Siguió yendo a la ópera y a conciertos junto a ella, hasta que su salud se lo impidió, pero ya nadie registraba su salida de la sala al finalizar la velada. Hay, sin embargo, un cruel registro de esa escena, que el gran Leonardo Sciascia vio con sus propios ojos: es un dibujo hecho a lápiz, en una pequeña cartulina del tamaño de una tarjeta de visita. Es un rostro de vieja. Todos los trazos del dibujo convergen hacia abajo, hacia un punto invisible fuera del papel. Retratan con mezquina crueldad a alguien que comprende de golpe que su rostro, minuciosamente maquillado durante horas, comienza a desmoronarse. En su reverso, con caligrafía infantiloide, puede leerse: “Franca, anoche, al retirarse”. Se lo encontró entre los papeles que dejó al morir Vincenzo Florio, el supuestamente inofensivo, inocentón hermano menor de Ignazio, que carecía de su vanagloria pero, como se ve, compartía su mala sangre.