La enfermedad es perfectamente humana,

pues ser hombre es sinónimo de estar enfermo.

Thomas Mann, La Montaña Mágica.

En la vorágine pandémica es inevitable la sorpresa: todo lo que era implícito, y explicito también, pasa a estar de cabeza. Si siempre hubo virus que fueron y vinieron ¿por qué éste ahora viene para no irse así como así? De repente tienen que cerrar las imprescindibles cervecerías, el trabajo no es tan importante, el dinero de un país no sirve para comprar respiradores, y el dinero del bolsillo se esfuma desaforadamente en los líquidos de una química o en góndolas afines. ¡Más! Los que no solían acatar directivas siguen sin hacerlo, pero ahora dejan su anonimato en alguna cámara de seguridad, y esa misma directiva de hoy se vuelve obsoleta mañana.

Excesiva información, infoxicación e infodemia consecuente, saturación. O para decirlo de manera cool, Information Fatigue Syndrome se transforman en el segundo virus, parásito a su vez del otro, ese que tiene puesta la corona y está merecidamente en el centro de la escena. Cientos de textos, miles de opiniones, jornadas radiales y televisivas de par en par para explicar todo lo nuevo que sucede.

Nada de esto puede, ni debe, obviarse. Ni apagando el celular, ni desconectando el wifi, ni tratando de improvisar una huerta en las macetas que nos quedaron, en el terror al desabastecimiento. Es oscilar entre la indiferencia y ser un Prepper. Entonces, es imposible frenar lo que sucede pero sin embargo, es imprescindible poner un freno sin ingenuidad.

Allí es donde entra la literatura. El arte tiene esa cualidad (y otras también), esto es, pone claro sobre oscuro y detiene el tiempo. Y en ese arte la literatura agrega su plus, no nos deja solos en esta novedad. ¿Cómo logra esto? De manera sencilla, simplemente no hay novedad. Para la literatura todo es como en el verso de Cazuza cantado por esa banda de pura argentinidad, la literatura siempre ve “un museo de grandes novedades”. Es que por más esfuerzo narcisista colectivo que intentemos, aun con las sustanciales sutilezas coyunturales y de que este tiempo sea nuestro tiempo, hubo siempre tiempos anteriores. Quiero decir, más allá de la obviedad, que esto no nos quita una exclusividad histórica que creemos con justicia tener, pero sí, la pone en perspectiva. Sin embargo, ni siquiera creo que sea ese el aporte primordial de la literatura para un tiempo como este, o en verdad para cualquier tiempo, sino que la virtud que más aprecio es que la literatura no nos deja solos. Es un acompañante silencioso y atemporal. Al repasar algunos textos, puedo, podemos, darnos cuenta de que como homo, ya nos pensamos muchas veces. Y al habernos pensado en el pasado, el ahora se vuelve menos extraño. Los escritores no solo han hecho esto, sino que lo han escrito con la prosa que cada uno supo dejar. Ellos no hicieron un compendio histórico, una crónica de un hecho, sino que reconstruyeron en su imaginación lo que en otros tiempos sabían, volvería a suceder. Propongo aquí hacer ese ejercicio de reconstrucción con algunas novelas tomadas tanto con criterio arbitrario como con pertinencia ante las circunstancias.

En la gran novela La montaña mágica, Thomas Mann relata la historia de Hans Castorp. Hans va a visitar a su primo Joachim Ziemssen, en el Sanatorio Internacional Berghof, en los apacibles Alpes suizos. Allí los pacientes tuberculosos podían tener alguna esperanza de cura en el fino aire elevado de las montañas. La tuberculosis, esa pandemia eterna. Transcurre en la lejana era pre antibiótica (que ahora se vuelve familiar ante un virus sin antivirales eficaces), en algún momento previo a la primera guerra mundial. Las tres semanas de visita de Castorp se transforman por el efecto mágico de la enfermedad en siete años, ya que sin saberlo, él también estaba enfermo. Primero hay incredulidad, la anemia, la fiebre. El duelo, la vida previa en Hamburgo, la ingeniería naval. Lentamente todo se vuelve natural en la montaña. Esa es la magia. Como en nuestra cuarentena, en los Alpes la rutina es lenta, hay monotonía, la tuberculosis lo es y su eventual cura aún más. Desayuno, tumbona, almuerzo, tumbona, paseo, tumbona, cena, habitación. Día tras día, pero no catorce, sino cientos, sin fecha final. El primo de Castorp se harta, quiere volver a la vida real, salir de la insoportable magia. El Dr. Behrens le aclara que aún no está curado. Tienen una discusión, “No puedo esperar más. Al principio, dijo tres meses. Luego me fue alargando el tratamiento en intervalos de tres y seis meses, y resulta que todavía no estoy curado”. La enfermedad es así, ella decide los plazos, no solo eso, sino que los va modificando sobre la marcha, esto exasperaba a Joachim, también lo hace hoy. No entendió, no era el doctor el que alargaba los plazos, era la enfermedad. No maten al mensajero. Ziemssen descree, subestima (¡Ay, Carmela!), decide irse de todas maneras. Al año vuelve, más grave. Muere.

Adaptarse al nuevo y cambiante escenario siempre será difícil, tomar dimensión en la incertidumbre aún más. En El amor en los tiempos del cólera, perseguir caso por caso se había transformado en una misión. García Márquez lo describe, “Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado para Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el trayecto del río que aún les faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en los puertos siguientes, sino aun en los lugares despoblados donde arrimaba a cargar leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los pasajeros contrajeron hábitos carcelarios”. Si el propio Camus lo relata en La Peste, “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”, y agrega: “Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”. Se toman decisiones, las pautas cambian, es dinámico. Esa es la esencia de cualquier epidemia, la tuerca se va ajustando, siempre hay riesgo y certezas esquivas. Nuevamente Camus lo cuenta, “Aquel mismo día, durante una reunión, los médicos abrumados, ante el prefecto, lleno de confusión, habían pedido y obtenido nuevas medidas para evitar el contagio que se establecía de boca a boca en la peste pulmonar. Como de ordinario, nadie sabía nada”. Hoy sí sabemos; al menos lo suficiente como para tomar medidas que atemperen. Esa es la palabra, tomarle el tiempo, volverlo manejable. Hay epidemiólogos, sanitaristas, infectólogos; créanme que saben, y saben lo que no se sabe. Este último es el mayor saber de todos. Está claro que nuestra pandemia no es de novela, es real. No habrá un héroe singular, un Dr. Rieux o el Dr. Juvenal Urbino de García Márquez. En la globalización se impone la prueba de globalizar la responsabilidad, se trata del colectivo. En los infinitos memes, audios, videos suele haber voluntarismo, pero no alcanza, de nuevo Camus: “El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad”. Y a riesgo de antipatía propongo sensatez en lugar de aplausos, ¿acaso no es eso la clarividencia? Sensatez en las personas de a pie, sensatez y conocimiento en las decisiones y en quienes la ejercen.

Sí, son otros tiempos, hay whatsapp, redes cambiantes, cuando entendí que facebook no iba más, que la pertenencia era Instagram, pero que era preferible la fugacidad de SnapChat, aunque hoy todo está virando a Tik Tok, siempre hay que estar atento. En cualquier caso todas explotan. ¿Y los vínculos pandémicos? Repito a Camus: “Así, la enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad. Esto era desconcertante”.

Y ahora a Mann otra vez. La montaña mágica es una novela compleja, tiene múltiples lecturas. Unas mil páginas lentas en las que sin embargo la calidad jamás decae. Allí están todas las dualidades propias de toda la obra de este gran escritor, lo latino versus lo germano, la contemplación y el arte literario versus el desprecio a la burguesía alemana a la que el mismo pertenece, es constante la lucha de lo apolíneo y lo dionisíaco. El Sr. Malher se enamora silenciosamente de un italiano en La muerte en Venecia, y el inocente mozo Mario es víctima de la psicopatía de un mago que deja pasmado al predominio de la razón del norte europeo.

Hay un personaje singular en La montaña mágica; Lodovico Settembrini. Antepongo aquí nuevamente mis sesgadas preferencias, pero Lodovico sin ser protagonista, está en mi lista de intocables con Ulises, Rodion Romanovich Raskolnikov (mi debilidad absoluta, confieso. Aunque no corresponde aquí, no evitaré un texto sobre él cuando la ocasión me lo permita), el Hidalgo de la Mancha y El hombre Ilustrado de Bradbury. La historia de Lodovico es la traducción de cómo la enfermedad es trágicamente democrática, recursivamente impiadosa y horizontal en su alcance como la línea más lejana a la que la vista del menos miope puede alcanzar en cualquier océano. Lodovico vestía un traje ahora raído, pero que en algún tiempo fue alta costura. Su origen notable no lo había salvado en nada de la tuberculosis. Era como el Rocinante, “...antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo". De un buen humor que exasperaba, de una aparente frugalidad y frivolidad en el día a día, poseía los pensamientos más profundos y sólidos a los que cualquier discusión podía hacer relucir, “mezcla de dejadez y encanto”. A diferencia de Hans Castorp, un aparente protagonista en forma de un adolescente algo chato, casi a propósito una excusa para contar otra cosa, se le antepone el falso actor de reparto Lodovico. Es él el que dice lo que hay que decir.

Y también hay otro lado, el lado de los que atienden a los enfermos, sin dejar ellos de ser pandémicos también. Va a haber acción, incluso hay que actuar sin saberlo todo. La medicina es incertidumbre, el trabajo del médico es reducirla al máximo. El médico es un “tiempista”, el equilibrio entre esperar y actuar. La única forma de estar completamente seguro de que un apéndice está podrido es sacándolo de la panza, pero para hacerlo primero hay que abrir. El Dr. Rieux lo sabía en La Peste: “¡Ah! --dijo Rieux--, no puede uno al mismo tiempo curar y saber. Así que curemos lo más a prisa posible, es lo que urge”. El mismo Dr. Berhens aparece como misterioso y con intervenciones limitadas pero contundentes, una radiografía en el Sanatorio Berghof era un evento que generaba ansiedad. No era un acto ligero, podía ser la bisagra hacia la salud. En su aura Berhens era “...un virtuoso tan consumado que era capaz de auscultar a un paciente, hablar de otras cosas y dictar los resultados de su examen a su ayudante al mismo tiempo”. Los médicos, la comunidad de la salud también se enferma, se enferman sus familias. “Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años antes, y con él había muerto el espíritu de la casa”. Con esa mochila llegaba el Dr. Juvenal Urbino.

Hay otros libros, lo sé. La historia del Dr. Andrew Manson en el clásico La ciudadela, de A. J. Cronin, el bello texto póstumo de Enrique Bolaño, Literatura+Enfermedad=Enfermedad, en el libro El gaucho insufrible, o el simpático y entretenido Un mundo sin fin de Follet que muestra muy bien la vida mundana en el medio de la peste bubónica del siglo XIV. Pero en todo caso, unas muestras de textos son elocuentes para entender que nos hemos escrito de algún modo. Esto es lo que las letras tienen para aportar. No, la literatura no matará ningún virus, pero sí traerá clarividencia. No es poco.

Pablo Ioli es médico neurólogo. Jefe del Servicio de Neurología, Hospital Privado de Comunidad, Mar del Plata.