Cuando todo sale razonablemente bien, algunos buscan excusas para que la situación empeore. No importa por qué. Si por la maldad de los inteligentes o la bondad de los tontos. Pedro Saborido suele citar una frase del dramaturgo Alberto Ure: “Los boludos son menos pero su capacidad de daño es mayor”. La reflexión se aplica a los que piden estado de sitio. Con un régimen de excepción en la Argentina, nada relacionado con la prevención del coronavirus estaría mejor.

Dice el artículo 23 de la Constitución: “En caso de conmoción interior o de ataque exterior que pongan en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella, se declarará en estado de sitio la provincia o territorio donde exista la perturbación del orden, quedando suspensas allí las garantías constitucionales”. Otra parte del artículo faculta al Presidente, respecto de las personas, “a arrestarlas o trasladarlas de un punto a otro de la Nación, si ellas no prefieren salir fuera del territorio argentino”.

El último presidente que aplicó el estado de sitio fue Fernando de la Rúa en 2001. Para reprimir. Y para colmo, lo hizo mal: interpretó que las fuerzas de seguridad podían detener a mansalva e indiscriminadamente a cualquiera. Alicia Oliveira, que en ese momento era defensora del pueblo porteña, y su adjunto Héctor Masquelet, ya fallecidos ambos, se dedicaron a sacar gente de las comisarías sin necesidad de mucha argumentación jurídica. Decían, sencillamente, que el estado de sitio obliga a que en todo caso el Poder Ejecutivo emita un decreto por cada persona a detener. La facultad de arrestar es del propio Presidente.

Tras el declive tremendo de 1974, Triple A mediante, y después con la dictadura, la Argentina vivió bajo estado de sitio. Las cárceles se llenaron de presos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Pero que Isabelita o los dictadores aplicaran con prolijidad el estado de sitio no legitima esa figura.

Hoy la Argentina está lejos de la Triple A y los parapoliciales. Más lejos está todavía de una dictadura. El Presidente no solo no necesita arrestar. Tampoco quiere hacerlo. Ya dijo que “vamos a perseguir a los imbéciles con el Código Penal”.

En cuanto a la respuesta a la orden de distancia social, basta recorrer cualquier calle de la Argentina para constatar que este país parece Suiza. Los periodistas pueden confirmarlo. Están exceptuados del aislamiento. Solo un grupo de energúmenos en la tele --pocos, molestos, transversales a cualquier pensamiento político-- eligen hacer foco en las excepciones para poder gritar, levantar su dedito acusador y exigirle al Gobierno medidas inútiles como el estado de sitio.

El mayor universo de irresponsables no está dentro de las fronteras sino afuera, en los que dejaron la Argentina cuando la Organización Mundial de la Salud ya había decretado la pandemia. Esa situación no se resuelve con estado de sitio. Basta con dejarlos en el exterior o ponerlos bien al final de la lista de repatriables. Su integridad física no vale más que la de un médico o un tripulante de cabina, que no son profesiones militares y por lo tanto no están obligados a arriesgar su vida.

Más allá de la cuestión sanitaria, el peor peligro no es el desorden sino el hambre. O el invento de razones de fuerza mayor por parte de empresas que tienen resto pero quieren ampararse en la Ley de Contratos de Trabajo para no pagar costos, o sea salarios. Ni estos problemas, y tampoco la especulación con el alcohol o a lavandina, se resuelven con estado de sitio.

La distancia social establecida por decreto el 19 de marzo evita la necesidad de cualquier estado de excepción. El estado de sitio, en cambio, estaría enviando a la sociedad otro mensaje: que el Presidente no puede afrontar la crisis con la vigencia plena de las libertades constitucionales. Un mensaje peligroso cuando, al menos hasta ahora, el Presidente puede y quiere bastarse con la normalidad legal y la sociedad reaccionó con calma, paciencia y organización porque entendió que está en juego su salud. Más concreto, imposible.

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