Es algún mes de la primera mitad de 1978 y estoy en uno de los dos cines (Monumental o Español, no me acuerdo cuál) de Saenz Peña, provincia del Chaco. Tengo ocho años y estoy siendo expuesto a Encuentros cercanos del tercer tipo. Asisto con la boca abierta a un momento que se está imprimiendo en mi cabeza y la está marcando para siempre. En la pantalla, el viento levanta la arena del desierto de Sonora, en Méjico. Recortados contra la arena que se mueve, un grupo de hombres inspecciona unos aviones depositados en el desierto. Parecen recién aterrizados, lo que es imposible puesto que estos aviones desaparecieron hace mas de treinta años, sin dejar rastros, sobre el triángulo de las Bermudas. Es imposible que estén ahora, ahí, como recién salidos de los años cuarenta. Están intactos, tienen el combustible que deberían tener cuando desaparecieron. Arrancan uno, funciona perfecto. No hay rastro de los pilotos. Un viejito que vive ahí cerca ha visto algo. El viejito tiene la cara toda quemada. Parece delirar. Lo único que repite es que el sol salió en la noche, y cantó para él.

Hacía poco también se había estrenado otra película que me había llevado de las narices a otro mundo: La guerra de las galaxias. Pero si bien Star Wars era (es) una fantasía hecha a la perfección, compartía terreno con los films clase b de ciencia ficción que se podían ver por tv en Sábados de super acción. Sólida, soberbiamente construida y perfectamente llevada a cabo. Pero en el mismo nivel de imaginación. Encuentros cercanos me parece que está un escalón por encima de ese nivel. No cuenta una aventura humana con locación en galaxias lejanas, sino la aventura de humanos comunes puestos en contacto con lo extraordinario. Se genera constantemente la idea de que algo maravilloso va a suceder. La gente, en vez de huir, se reúne para esperar la aparición de las luces en la noche. Presiente algo asombroso y va a su encuentro.

Existe en inglés la palabra lachecism. No tiene traducción al castellano, y define un estado de ánimo: “el deseo de ser golpeado por el desastre, sobrevivir a un accidente aéreo, perder todo en un incendio, arrojarse por una cascada, de alguna manera introducir un punto de inflexión en el suave arco de la existencia y convertirlo en algo mas flexible y agudo, algo mas que una línea que cubre la distancia entre el nacimiento y la muerte”. Su etimología está relacionada con Lachesis (una de las tres parcas de la mitología griega, la encargada de medir la longitud del hilo de la vida). “Lachecism” también designa un trastorno mental: el síndrome de adicción al estado de excepción. En Encuentros cercanos del tercer tipo este concepto se encarna especialmente en un personaje, un deficitario inaguantable llamado Roy Neary (Richard Dreyfuss). Neary ha visto algo, y ahora es preso de la obsesión. Constantemente está pensando en una forma cuya naturaleza desconoce. No puede pensar en otra cosa, pero no sabe qué es eso en lo que no puede dejar de pensar. Intenta sacar la cosa de su cabeza esculpiéndola en crema de afeitar, puré de papas, arcilla, en una enorme montaña de tierra que mete adentro de su casa. Su obsesión está por delante de todo. “No puedo describir lo que siento y lo que pienso. Esto es importante, esto significa algo”, alcanza a explicar a su familia poco antes de que lo abandonen. Todavía no lo sabe, pero está siendo convocado por los alienígenas a un punto geográfico (la Montaña del Diablo en Wyoming) donde se producirá el encuentro.

Hay en Neary una elección subversiva: entre la cotidiana, pedestre vida familiar y la probabilidad de lo extraordinario, Neary opta lo extraordinario.

Poco tiempo después ver Encuentros cercanos me encontré con Playa terminal, el trascendente, extrañísimo y absoluto cuento de J.G. Ballard. El impacto de esos dos cascotazos en mi cabeza infantil me arruinó bastante la capacidad de apreciación. Me resultaba muy difícil interesarme en algo. Disfrutaba de otras cosas, claro, pero siempre sintiéndolas un poco cortas, inferiores, poco interesantes. Me había contaminado un poco de ese deseo por el estado de excepción.

En la vida real, la única vez que sentí algo parecido, la probabilidad de algo extraordinario, fue durante el ataque a las Torres Gemelas. Fue la única vez en mi vida que sentí que ALGO estaba SUCEDIENDO. Después, todo eso fue también un poco una desilusión.

Recién ahora, en estos confusos días en que la una peste porcentualmente letal se cierne sobre el planeta, vuelvo a sentir algo parecido. La inminencia de algo grande y trascendente que está por pasar. Y frente a esto, una bola confusa de sensaciones y sentimientos. La mayoría lógicos: temor, ansiedad, un creciente estrés ante lo desconocido que se aproxima. Pero en un rincón del estado de ánimo hay también un cosquilleo de emoción ante la probabilidad de que se vaya todo a la remierda, de que se acabe el motivo para obedecer, para saludar, para poner cara de que se está interesado en cosas, para prestar la atención que se nos pide.

En el final de Encuentros cercanos, Roy Neary es invitado a abordar la nave alienígena y parte con ellos. Tiene la fortuna de abandonar la vida pedestre y conocer mundos desconocidos. Lo que se nos viene encima a nosotros es un evento mucho menos amable que la amistosa visita de una civilización superior, claro: un organismo sin conciencia de sí mismo que podría matar a un montón de gente (a mí mismo, sin ir mas lejos) o destruir nuestra vida tal como la conocíamos. Lo mismo, el cosquilleo de emoción ante el fin del orden permanece. Sería mas lindo liberarnos de él por la vía del evento maravilloso. Pero con el mismo fin, la catástrofe también sirve.

Carlos Busqued nació en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco (Argentina), en 1970 y actualmente vive en Buenos Aires. Produjo los programas de radio Vidas Ejemplares, El otoño en Pekín y Prisionero del Planeta Infierno. Es autor de Bajo este sol tremendo (Anagrama 2009), llevada al cine por Adrian Caetano bajo el título El Otro Hermano, en 2018 y Magnetizado (Anagrama 2018).