--¿Quién es el que grita “¡Vamos, Alberto!”? Por la voz parece el del 4°, el de los perritos pekineses—dice ella, después de salir al balcón de su edificio del barrio de Palermo.

--No, qué va a ser ese, si es re gorila -- contesta él desde el sillón, colocando el prejuicio ideológico por sobre la percepción auditiva. Y arriesga, como alternativa, porque no hay tanto para elegir en el edificio: “Debe ser el del 3°, ¿te acordás que la otra vez lo vimos en una marcha?”

Pero no, un nuevo grito, idéntico, termina de confirmar la presunción inicial. Es el del 4°, el que saca a pasear los perritos a las 10 de la mañana y a las 10 de la noche. El “gorila”. El tipo que, sin tener más confianza que la conferida por los protocolos de todo buen vecino, no perdía oportunidad para referirse a la yegua, a los k-chorros, etc.

Al día siguiente, otros amigos ofrecen testimonios similares. Fulanito de tal “se convirtió”, dice uno con el mismo extrañamiento. “En mi trabajo había mayoría de macristas –apunta otro por WhatsApp-- y ahora están casi todos con Alberto, menos uno que antes se la pasaba hablando disparates políticos, repitiendo todo lo que decía la tele, y ahora no dice ni mu”.

Estas frases se desparramaban entre la noche del domingo y la tarde del lunes. A la espera de interpretaciones sociológicas más fundadas, aquí va una breve hipótesis alimentada en el encierro: en los momentos verdaderamente difíciles, en los que todo parece venirse abajo, muchos meritócratas medio pelo se sienten indefensos porque, efectivamente, no pueden salvarse solos. En esa indefensión tienden puentes de solidaridad con sus pares y se activa una suerte de identificación con el que se compromete a acompañarlos y protegerlos. No se trató (no se trata) de una afinidad ideológica sino del instinto de supervivencia.

Es probable que el establishment haya tomado nota –acaso con el mismo estupor-- de este aparente cambio de humor de un sector de la sociedad que asume como “propio”. Que es, tal vez, un desvío pragmático activado por el miedo. Se sabe que el poder económico concentrado tiene reflejos rápidos. Quedó demostrado apenas unas horas más tarde de aquel “aplausazo”.

Bastó que Alberto instara a los grandes empresarios a ser solidarios y "ganar menos" para que los voceros mediáticos y los trolls residuales del macrismo fogonearan un cacerolazo para que "los políticos se bajen los sueldos". Un slogan efectista. Es mínima la incidencia real que tendría esa baja en comparación con los recursos extraordinarios que los dueños del poder económico en la Argentina podrían volcar para paliar los efectos de la pandemia. Pero el jingle modo Twitter activó las células dormidas de un sector de la clase media que se había quedado sin hashtags para militar la anti política.

La movida, queda claro, apunta a romper la idea de un apoyo monolítico de la sociedad a las medidas adoptadas por el gobierno para enfrentar al coronavirus. Para no alentar falsas expectativas ni entregarse a inútiles decepciones, conviene asumir que esa gente –la que activó y la que salió a los balcones a cacerolear--, siempre estuvo y siempre estará.

Pero mientras los voceros mediáticos de Techint tienen al menos el orgullo de saberse cómplices/socios/empleados (según los casos), los renacidos caceroleros trabajan sin saberlo para los verdaderos privilegiados que les han metido la mano en el bolsillo en estos últimos años.

El miedo es tan poderoso y la manipulación anti política es tan intensa que cierto comportamiento social puede ir y venir –sin ceñirse a la parábola creada por Marx—entre la tragedia y la farsa: tal vez el mismo vecino que el domingo gritó “vamos Alberto”, el lunes salió al balcón a pedir que “los políticos se bajen los sueldos”.