Los balcones de la ciudad de Buenos Aires se volvieron trincheras durante la pandemia y en pocos días dejaron de ser el punto de una pretendida unidad. El aplauso al personal de la salud de las 21 ya no ocupa el centro de la escena. Vecinos luchan cuerpo a cuerpo y voz a voz por la construcción de una nueva hegemonía. Señoras paquetas de Recoleta y Belgrano golpean sus cacerolas con rabia. Señores sacan sus amplificadores que desparraman los acordes de la marcha peronista en barrios de clase media hostiles al gobierno. Una mujer con gola a prueba del virus se desgañita contra gorilas de distinto pelaje. No provienen de la selva y sí de las usinas de la oposición. En la trompeta del músico Miguel Angel Tallarita se adivina la estrofa de “mi general cuánto valés…” en un video que se tornó viral, nunca mejor dicho en estos días de covid-19. Cualquier recurso es válido para neutralizar al otro en cuatro o cinco minutos de pelotera nocturna. Los caceroleros tomaron la iniciativa pero perdieron el efecto sorpresa y les hacen sentir que no dominan la situación.

No es la guerra de los Balcanes, pero sí de los balcones. No hay flores que valgan por más que se esfuerce Baldomero Fernández Moreno. Los setenta balcones son muchos más y se convirtieron en un territorio de disputa que se extiende por los barrios de clase media y de las clases más pudientes, desde Núñez y Belgrano hasta Retiro y desde la Avenida del Libertador hacia Caballito. Es un fenómeno bien porteño aunque Buenos Aires no tiene la exclusividad absoluta. Con calles casi desiertas por la cuarentena obligatoria, la pelea se corrió de ahí a unos cuantos pisos más arriba. A balcones corridos con macetas o sin decoración, de estilo francés o metacrilato, cerrados y abiertos, con barandilla o red de protección, de tres metros cuadrados o para comer un asado con parrilla y todo.

La vecina que cada mañana riega y atiende a las plantas con esmero, ahora sale de noche en desaviyé y pantuflas con la sartén en una mano y la cuchara sopera en la otra a hacer ruido para que los funcionarios políticos se bajen el sueldo. Su planteo no es abstracto, hay que contextualizarlo.

Lo fogonea una derecha que primero se batió en retirada, después quedó agazapada y ahora está dispuesta a recuperar la iniciativa desde los balcones de Barrio Norte. Su agitadora de birrete y charreteras es Patricia Bullrich. Se apropió de una causa que debería discutirse con detenimiento, pero no con oportunismo: si un maestro o un enfermero gana diez veces menos que un político no es la ex ministra de Seguridad la persona legitimada para tomar esa bandera. Además, le redoblaron la apuesta. El gobernador peronista de San Juan Sergio Uñac decidió bajar los sueldos de unos 400 funcionarios de su provincia para alimentar un fondo contra la pandemia. Sin coronavirus de por medio ya lo habían hecho legisladores de izquierda como Myriam Bregman y Nicolás del Caño en 2015 cuando se bajaron sus salarios al nivel de un docente. “La piedra desnuda de tristeza agobia” escribió Fernández Moreno en su célebre poema aunque lo que agobia son las actitudes miserables de la presidenta del PRO, Marcos Peña y su tropa de trolls, cuestionados hasta por la propia Elisa Carrió.

A los balcones de la antipolítica empezaron a oponerse los balcones de la liturgia peronista. La noche que salió la señora de desaviyé con su cacerola una voz distorsionada se escuchó segundos después. Imperceptible en pleno repicar de ollas y más audible cuando perdió fuerza, desde un amplificador se arengó: “Atención cazadores, falta media hora para la hora del gorila”. Le siguió otra expresión más prosaica (“Cierren el orto gorilas”) y otra más “Se puede ser tan gorila”) y voces en la misma frecuencia política que partían desde otros balcones, entre sombras y siluetas dibujadas por la luz trémula de una lámpara led amarillenta.

Un vecino de Quesada y Amenabar --donde a una cuadra Belgrano dejó de ser Belgrano y se transformó en Nuñez--, fue más directo. Lo cuenta un amigo por wathsapp: “El flaco puso la marchita peronista una vez, dos, tres y hasta cuatro veces. Sonaban las cacerolas y volvía a taparlas”. En los próximos días se escucharán más acordes cantados por Hugo del Carril y más cacerolas dispuestas a sonar en una ida y vuelta. En esta grieta musical vuelven a pasar de largo, como si fueran ajenos al coronavirus y la crisis económica que va de su mano, los grandes bancos, los laboratorios cartelizados, los acaparadores de alimentos, las cadenas formadoras de precios. No están en la agenda de los cacerolazos que, dicho sea de paso, no nacieron en el 2001 ni con la pretensión moralizadora de la señora Bullrich.

Se originaron a comienzos de la década del 70 en el Chile de Salvador Allende y su vía democrática al socialismo. Los patentaron mujeres de las clases más acomodadas en Santiago y, contra lo que se supone, no fueron para protestar por la escasez de artículos de primera necesidad. En el libro de la investigadora Margaret Power, La mujer de derecha: el poder femenino y la lucha contra Salvador Allende, 1964-1973, la autora sostiene que nacieron en diciembre de 1971 contra la visita de Fidel Castro. Dos años después, en su álbum La fragua, Quilapayún les dedicó el tema Las ollitas que en su pegadizo estribillo recuerda: “La derecha tiene dos ollitas, una chiquitita, otra grandecita. La chiquitita se la acaba de comprar, esa la usa tan solo pa’golpear…”

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