Alberto Fernández es un gran creador de escenas comunicacionales.

Una de ellas, en el contexto de la pandemia, ha sido clave: el Presidente en el centro, a un costado el Kirchnerismo representado por Axel Kicillof, al otro Juntos por el Cambio expresado por Horacio Rodríguez Larreta. Una segunda: el Presidente junto a Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kicillof, Omar Perotti y Gerardo Morales, dos gobernadores de Juntos por el Cambio y dos del Frente de Todos. Fueron escenas con las que Alberto Fernández le arrebató al Macrismo la bandera de la unidad de todos los argentinos y argentinas y de la finalización de “la grieta”. En paralelo, con el lanzamiento de una serie de políticas expansivas, claramente populistas y con intervención del Estado, continuó expresando a su Coalición de Gobierno.

Ello hizo posible una fórmula imposible: un populismo pospolítico o una pospolítica populista. Ello explica la imagen positiva del Presidente de alrededor del 90 por ciento.

¿Por qué imposible? Porque el principal postulado de la pospolitica es la supresión de los conflictos y la principal premisa del populismo es intensificarlos.

¿Y por qué esa combinación imposible se mantuvo en una primera etapa?

Hay varias razones. Pero nos referiremos a una.

Porque el componente populista –el componente del conflicto– fue orientado, desde que comenzaron las medidas contra la Pandemia, hacia adversarios precarios que podríamos llamar “identidades residuales”: sujetos de “baja intensidad”, identificables sólo en términos negativos, que detentaban el grado cero del discurso ante el relato consensual del aislamiento. Fueron los idiotas, estúpidos, bobos, entre otras denominaciones. Lo bizarro adquirió estatuto político: fue uno de los modos de equilibrar pospolítica y populismo. El surfer, el personal trainer que golpeó al guardia de seguridad porque le reclamó que no cumplía con el aislamiento obligatorio, el chico que perseguía pokemones en San Telmo, el señor que se disfrazó de Barney para ir a visitar a la novia, el otro señor que buscaba travestis en Constitución, entre otras construcciones mediáticas.

Paradójicamente, la escenificación del conflicto estaba en manos del espectáculo televisivo. Mientras, Alberto Fernández diversificaba adversarios cuidando el equilibrio imposible entre unanimidad y gobierno: entre ellas, las críticas a los formadores de precios y sus remarcaciones vertiginosas.

Todo ello se aceleró con el último discurso del Presidente: allí éste le arrebató al espectáculo televisivo la escenificación del conflicto, desplazó a las identidades residuales como adversarios principales y colocó en su lugar a una identidad central de la estructura económica y social de la Argentina, el gran empresariado concentrado en la figura de Paolo Rocca, tras el despido de más de 1400 trabajadores.

Se pasó vertiginosamente de un escenario dominado por la pospolítica –la unanimidad del discurso sobre la pandemia con adversarios de baja intensidad– a otro donde se profundizó una tendencia que ya se veía venir: la reaparición del conflicto populista clásico.

Alberto Fernández dijo y les dijo: “Voy a ser duro con los que despiden gente, si algo nos tiene que enseñar la pandemia es la regla de la solidaridad (…) acá de lo que se trata para muchos de estos empresarios es de ganar menos, no de perder más.” “Bueno muchachos, les tocó la hora de ganar menos, y así lo voy a hacer respetar.”

No tardó en llegar la respuesta: cientos de flyers en las redes llamando a un “cacerolazo nacional” con la leyenda “Políticos bajen los sueldos. Es injustificable el sacrificio de millones para el beneficio de unos pocos”. Otro decía: Bueno muchachos, les tocó la hora de ganar menos. A partir de hoy, 21 y 30, minuto de cacerolazo para que los políticos se bajen sus sueldos a la mitad.”

Juntos por el Cambio, parte activa de la operación, intenta de ese modo activar y rescatar una porción de las clases medias que, por lo menos hasta esta semana, integraban el 90 por ciento de imagen positiva de Alberto Fernández.

Por supuesto: como siempre, protagonizan el conflicto proponiendo el fin del conflicto. En este caso, intentan suplantar una identidad marginal –el chico que cazaba pokemones– por otra que ellos imaginan igual de marginal: la política. Por eso, la pospolítica, en última instancia, es el último de los conflictos: el conflicto contra el conflicto, es decir contra la política. Los troles, otro tipo de identidad precaria y ficcional, arribaron a la escena para disputar nuevamente el destino de la indignación: para dirigirla desde los empresarios que despiden personal o que aumentan los precios, hacia ese otro sector, la política, tan improductivo que debería ser reducido y ajustado.

Por ello, la contraofensiva sucedió en “los balcones del aguante”, tal como los venía llamando Canal 13.

¿Quién ocupaba estos balcones? La “gente”. La gente aplaudiendo sin mediaciones a los médicos, los enfermeros, el personal de seguridad, los recolectores de basura. La gente aplaudiendo a la gente. Son balcones pospolíticos. Donde se insiste con reducir o hasta eliminar la mediación política, justo en el contexto de la pandemia donde el principal dirigente político del país alcanza una imagen positiva cercana al 90 por ciento.

El balcón pasó de ser la gran escena de los líderes a la escena de los vecinos de las zonas ricas de la ciudad de Buenos Aires, los mismos que mutaron estos días del aguante al ajuste.

(*) Daniel Rosso, Sociólogo (UBA) y Verónica Torras, Licenciada en Filosofía (UBA).