D espués de días de consenso, la grieta encontró su lugar en la pandemia. Frente a un Presidente que anuncia ayudas y compensaciones, opositores y oficialistas se preguntan en coro “¿Quién paga?”. Pocos negarían que quienes tienen fortunas exorbitantes están llamados a contribuir mucho más que el resto. Las situaciones de excepción reclaman acciones extraordinarias y propician, como fue el caso de Europa durante la Primera Guerra Mundial, la adopción de tributos progresivos que serían resistidos en tiempos de paz. El enfrentamiento del Presidente con Paolo Rocca y la posibilidad de hacer tributar a los ricos apuntan en ese sentido.

La mayoría de los cálculos sobre riqueza se basan en datos de la revista Forbes o en estimaciones de consultoras internacionales. Tienen la virtud de evidenciar la enorme disparidad de ingresos y patrimonio pero presentan fallas tanto en la descripción de los ricos como en las estrategias que proponen para comprometerlos. Vayan tres alertas para abrir la discusión y pavimentar el camino entre la denuncia y el alcance de los efectos esperados.

Lo primero es romper una equivalencia: ya no puede identificarse rico a empresario y empresario a empleador. En la Argentina actual, esta confluencia es más la excepción que la regla. Varios de los ricos que aparecen en Forbes son herederos de fortunas originadas en empresas vendidas hace rato. Lejos de ser empresarios o empleadores, son seres epicureos dedicados tiempo completo a la dolce far niente. Asimismo, las actividades económicas que mejor atraviesan las crisis (las extractivas pero también otras con tecnologías de punta) son las que generan menos puestos de trabajo. No sorprende entonces que, como contracara, la abrumadora mayoría de los trabajadores en relación de dependencia se desempeñen en empresas pequeñas y medianas.

La segunda alerta es que los Estados carecen de información confiable sobre la riqueza de sus ciudadanos. Los perfiles de las revistas de negocios o los cálculos de las consultoras presentan graves problemas de registro. En algunas actividades, la publicidad apuntala buenos negocios, en otras, los arruina. Las fortunas “meritorias” son más fáciles de registrar y medir mientras se subestiman patrimonios heredados o diversificados. La subdeclaración impositiva, las guaridas fiscales, las ingenierías financieras hacen el resto. El mundo del capital se volvió mucho más opaco, sobre todo en países como el nuestro donde la discreción tiene recompensa.

La tercera alerta es que si algo caracteriza al capitalismo globalizado es que erosionó la nacionalidad del capital y arrojó a los países a una competencia encarnizada para conquistarlo. ¿Son los dueños de Google, L’Oreal, Telecom parte de la elite argentina porque desarrollan aquí sus negocios? ¿Lo es Lionel Messi que hizo su fortuna afuera y enfrenta juicios impositivos en España? La situación del capital es todavía más compleja porque no necesita pasaporte. La mayor parte de las grandes empresas del país son extranjeras, los principales empresarios argentinos tienen inversiones en otros países y los miembros de las clases altas locales desplazaron al menos una parte de su patrimonio al exterior. El capital es global y 4G, los sistemas tributarios nacionales, emparchados y vetustos.

Es auspicioso que la agenda pública y política incorpore al capital en la lucha por disminuir las desigualdades. El tema es que del mismo modo que con el trabajo, regularlo requiere comprender sus complejidades. La mayoría de los análisis comparten una definición contable y ahistórica: la valorización financiera, industrial, comercial, inmobiliaria se confunden sin distinciones y sin consideración de las relaciones que establecen y las consecuencias que provocan. Para pasar de la denuncia a la transformación hay que sofisticar los datos y afilar las herramientas. Sin ellas, el capital más salvaje seguirá desentendiéndose de un mundo que domina, a la vez que conduce ciegamente al desastre.