Las subjetividades deshilachadas son controladas por un capitalismo que despliega su poder omnipresente en todo el planeta. “El intento de transformar a cada uno de nosotros en un empresario de sí mismo chocó con la imposibilidad de ampliar el mercado para todos”, escribe Alejandro Galliano en ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro (Siglo XXI), por ahora solo publicado como ebook, un texto fundamental para el debate en estos tiempos donde el empleo asalariado disminuye y el trabajo se precariza. El capitalismo siempre se las ingenia para seguir soñando más -plantea el autor del libro, docente en las carreras de Historia y Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires- mientras que el pensamiento de izquierda, portavoz de las utopías del siglo XX, parece arrinconado y sin capacidad de imaginar un mundo radicalmente alternativo.

Galliano, colaborador de la revista Crisis -en la que escribe sobre ideas políticas, el impacto social en las nuevas tecnologías y las diferentes concepciones sobre el futuro-, advierte que es “muy difícil pensar nada constructivo a partir del confinamiento más allá de una especie de estrés post traumático colectivo; es una situación excepcional imposible de perpetuar”, dice sobre el impacto que está teniendo la pandemia de coronavirus. “De esta experiencia en general es posible imaginar, no cambios dramáticos, pero sí la intensificación de algunas tendencias previas bastantes pesimistas: una sociedad más vigilada o más inestable, por ejemplo. Otras son las que traté de desarrollar en el libro: a grandes rasgos, crear lazos más solidarios entre las personas y entre humanos y no humanos, sea aprovechando la escasez de recursos, sea acelerando y reorientando las transformaciones tecnológicas. En cualquiera de los dos casos, no son futuros predeterminados sino horizontes hacia donde dirigir la acción política”, explica el historiador a Página/12.

-¿Cómo será el capitalismo pos pandemia? ¿Será un capitalismo con trabajos más precarizados, más “uberizados” y desigual?

-Soy bastante escéptico sobre un reseteo total del capitalismo. La historia de este tipo de crisis demuestra que la salida sólo acentúa tendencias previas, las sociedades no sacan soluciones de la galera. A la salida de la “peste negra” del siglo XIV, por ejemplo, se consolidaron la centralización estatal y el desarrollo mercantil que ya se venían dando. Esta crisis puede estimular mayor automatización de la producción y los servicios, mayor desregulación de las relaciones laborales y mayor centralización de datos, sea de parte de estados o de empresas. Nada nuevo, sólo otra intensidad. Desde la izquierda es necesario entender las tendencias previas para darle un sentido progresista a esos cambios: no buscar retornar a un pasado de oro sino trabajar con lo que hay para armar una sociedad más vivible. De última, las plataformas de delivery que tanto combatimos, hoy facilitan el confinamiento; el “capitalismo de vigilancia” que tanto condenamos permitió rastrear contagios en China y Corea. Se pueden usar los males presentes para bienes futuros.

-¿Qué peligros implica no poder movilizarse en las calles? ¿Se está en las vísperas de una suerte de “totalitarismo 5.0”?

-Es cierto que la cuarentena desmoviliza pero, al menos en un país tan conflictivo y poco institucionalista como la Argentina, dudo que frene por mucho tiempo la movilización. Más bien la veo cediendo por ese lado. Y quedan las formas digitales de movilización. Cualquier tecnología de comunicación es un arma de doble filo que hay que saber usar. La radio era la herramienta para alienar a las masas hasta que aparecieron las emisoras independientes, la web 1.0 era un invento de DARPA para controlarnos hasta que el open source y la tecnología p2p permitieron socializar conocimientos y crear comunidades. La web 2.0 en principio privatiza con plataformas a la vieja internet y facilita la minería de datos. Hay que aprender a domarla con leyes estatales y prácticas civiles. Más que un totalitarismo 5.0, me preocupa el avance de formas nada nuevas de vigilancia y autoritarismo, muchas de ellas avaladas en nombre de la pandemia incluso por sectores aparentemente progresistas.

-Hay una frase muy repetida y gastada que recordás en el libro: “Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. ¿Cómo opera esta frase ahora, encerrados y consumiendo información?

-Esa es una frase que se memificó sin que nadie se hiciera del todo cargo de su autoría (¿es de Fisher, de Zizek o de Jameson?). Sirvió para describir la cerrazón de alternativas posthatcherista, en especial en los países anglosajones. Creo que en América latina la sensibilidad fue distinta. El problema hoy sería más bien que el fin del mundo no nos deje pensar el fin del capitalismo: que la parálisis que produce este clima apocalíptico (y que viene a cumplir las fantasías morbosas de décadas de cine catástrofe y distópico) nos impida pensar el día después como algo bajo nuestro control.

-Si “el capitalismo no alcanza para todos y quizás el planeta tierra tampoco”, ¿qué consecuencias tendría el hecho de que el pensamiento utópico tiene como frontera la lógica de la escasez y como horizonte un deseo “ilimitado”? ¿Hacia dónde te parece que se dirige esa tensión?

-Supongo que el pensamiento utópico siempre vivió con esa tensión y va a seguir haciéndolo. La historia pasa por cómo cada época la calibró. La escasez hoy tiene dos caras: la finitud de los recursos naturales, que es un dato hace al menos cincuenta años, y nuestra capacidad para gestionar esos recursos, que ha mejorado gracias al mayor volumen de información y las nuevas posibilidades tecnológicas. Lo que faltan son nuevos formatos políticos (instituciones, identidades) acordes con esas nuevas capacidades. Esos nuevos formatos políticos deberían ser la dirección que tome un pensamiento no tanto utópico sino, como dice Ezequiel Gatto, “posutópico”: que no sea un camino recto hacia el futuro sino que deje espacio para la improvisación y la contingencia. Las utopías demasiado cerradas y direccionadas salieron muy mal.

-Ante la pandemia de coronavirus, con parte de la población que no puede trabajar, el ingreso familiar de emergencia, ¿puede ser una herramienta para volver a plantear el rol del Estado en la distribución de un ingreso básico universal?

-Sí, obvio, y en el libro me ocupo del tema. Aquí hay que hacer una distinción entre dos versiones del IBU (ingreso básico universal). Una de ellas es la sostuvieron personas como Milton Friedman: entiende que hay que desmontar todo el Estado de Bienestar y reemplazarlo por un pago de subsistencia calculado según el mercado, sin fuerzas sociales capaces de negociarlo. La otra, que con variaciones encontramos desde la Atenas clásica hasta Keynes, supone que es un derecho ciudadano sobre la riqueza compartida. En un momento en que el capitalismo se estructura sobre bienes como los datos, las energías renovables o el suelo, es dable pensar un IBU como renta sobre esa riqueza colectiva, contando con todo el abanico de organizaciones sociales como fuerzas negociadoras.

-“Pensar el futuro hoy requiere pensar después del fin del mundo, porque el apocalipsis ya llegó y nosotros seguimos aquí”, escribiste en ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?. ¿Cómo resuena esta frase hoy?

-Cuando la escribí, obviamente no esperaba una pandemia así, pero esta crisis terminó reforzando el sentido de la idea. La humanidad ya pasó varios apocalipsis. Los treinta años que van de 1914 a 1945 fueron lo más parecido a un colapso civilizatorio: genocidios, pestes, crisis, guerras totales, revoluciones. Pero al día después los sobrevivientes siguieron estando en este mundo y debieron reconstruir sus vidas en gran medida sobre las ruinas de lo anterior. Son momentos de sacrificios colectivos pero también de cierta creatividad y oportunidades. El sentido de la frase es que no nos paralicemos ante el apocalipsis que nos tocó y veamos cómo organizarnos colectivamente para aprovechar esas oportunidades. Y tener en vista horizontes de sociedades alternativas es un primer paso, si no para alcanzarlas al menos para acercarse a ellas.

-Hacia el final del libro te preguntás cuál es la política postapocalíptica para el tiempo y lugar que toca vivir. ¿Sigue en pie tu propuesta de parasitar al capitalismo luchando por un ocio civilizatorio, por el control social de las rentas naturales, digitales y financieras?

-Sigue en pie. Cuando escribí el libro pensaba en las “nuevas derechas”, que son preapocalípticas: proponen acantonar a toda la sociedad ante un riesgo siempre inminente: los inmigrantes, el comercio chino, la “ideología de género”. El efecto era paralizar a la sociedad ante un riesgo que nunca se concretaba. Son esas nuevas derechas justamente las que peor afrontaron la amenaza concreta de la pandemia, negándola. Entonces, sí, hoy una izquierda posapocalítpica tiene aún más sentido, porque la página de la sociedad pospandemia está por escribirse y la nueva derecha finalmente no estuvo a la altura: no portaban ninguna idea de futuro, solo resentimiento y nostalgia. Es una oportunidad para que una izquierda últimamente defensiva, nostálgica o melancólica vuelva a apropiarse del futuro.