Cuarentena. Día 1.

Hoy volví de Madrid a mi departamento de CABA. Cambié el pasaje para volver tres días antes porque en España ya había estallado la crisis del coronavirus. Tengo que estar dos semanas solo sin salir a la calle por volver de un país donde la pandemia ya explotó. Podría tranquilamente estar contagiado, pero igual estoy contento del mes que pasé en España. Hace dos días, aún en Madrid, había escrito esto en mi muro de Facebook:“En lo que va de mi estadía en España ya me acosté en diez camas, en ocho de ellas también dormí, en tres tuve sexo. Ayer dormí en una cama donde pasé unas ocho horas con un tipo que vino de otra ciudad en tren de alta velocidad a visitarme a Madrid. Ocho horas de no despegarse de la piel del otro. Perdí la cuenta de los orgasmos, de los chistes, de las guarradas, de las veces que nos fuimos a pegar una ducha para volver a empezar. Si me mata el coronavirus que está prendiendo fuego Madrid me van a tener que partir la cara con un ladrillo para borrar la sonrisa de mi cadáver.”

Cuarentena. Día 3.

Aunque me siento incluso mejor que antes del viaje, cuento los días para descartar que tenga algún síntoma. Tranquilo, sin mucha paranoia, pero por momentos algo ansioso. Y entonces, en la soledad de mi aislamiento, el sexting o sexteo aparece como la única solución para calmar mi deseo y para olvidar mi ansiedad por saber si traigo o no el coronavirus desde España. Comencé a buscar sexo virtual como una manera de escaparme de pensar todo el día en la muerte, porque soy grupo de riesgo y si tuviese el virus probablemente pueda aniquilarme. Sin wi-fi, solo con los datos de mi celular, mientras leía las cifras de muertes por Covid-19 en el mundo también buscaba quién podía hacerme calentar la sangre. Otra vez Eros & Thanatos, el morbo y la parca, principio y fin ahora mezclados en las pantallas de mi celular. Aunque había siempre descartado el sexting, y durante más de una década no tuve nada de sexo virtual en cualquiera de sus variantes, a fin del año pasado accedí a grabar por primera vez un video en el celular para sextear con alguien de España que me había producido un temblor cuando me mandó una simple foto de su bulto. Hoy estuve hablando con esa misma persona y comencé a pajearme. Y le envié fotos de mi evolución, de las fases de mi paja. Me desconozco. No soy puritano, pero lo que antes me parecía poco erótico, desmotivador, ahora me está haciendo calentar como nunca. Hasta hace poco creía que cualquier forma de sexo con el celular era igual a lo que escribía Susan Sontag sobre las cartas en uno de sus cuentos de los 80: “Las cartas son a veces una manera de mantener alejado a alguien. Pero si el propósito es este, uno debe escribir infinidad de cartas: cuando menos una o dos al día. Si te escribo no tengo por qué verte. Tocarte. Posar mi lengua sobre tu piel”. Casi todos los intercambios que tenía en la única app para buscar sexo funcionaban de la manera que lo describe Sontag: largos chats pero ningún encuentro, toda foto o texto que me mandaban era un paso en la paradoja de Zenón, parecía que te acercaba pero te alejaba. Gente escribiendo para crear una distancia infinita, para mantener separadas las lenguas de los cuerpos. Hoy, en medio de la pandemia, no me queda opción mejor: sexting o no sexo, esa es la cuestión.

Cuarentena. Día 5.

Chateo con un español que vive en México. Tenemos una amistad profunda a distancia que mantenemos durante años pero nunca nos pudimos ver en persona. Me parece uno de los hombres más lindos del mundo: larga barba canosa, bien gordo y tierno. Un papá noel libertino que anda más desnudo que vestido. Él fue pionero en sextearme porque me había enviado fotos desnudo ya varias veces. Era el dibujo perfecto de mi fantasía. Yo le había enviado muy pocas fotos porque casi no tengo: mi cuerpo desnudo lo veo tan feo que pienso que no puede gustar a nadie. Aunque amo y me excitan la gordura y los rasgos físicos que muchísima gente considera antiestéticos, eso no lo puedo aplicar a mi mismo. Chateamos con mi sex symbol para saber cómo estamos y me propone hacer un “encuentro virtual”. Me aclara: “Aunque soy un desastre con las videollamadas. Se me da mejor ir enviando fotos y videos. También soy un poco voyeur, y la fantasía se me rompe si la pantalla me mira a mí y me responde. Disfruto más viendo una foto o un video”. Le digo que a mí me pasa lo mismo y que puede que sea por la misma razón, soy tan o más voyeur que él. Tal vez por eso me avergüenzo tanto de la cámara que me mira en toda mi desnudez.

Cuarentena. Día 7.

Me crucé dos noches en Madrid con un andaluz que tengo de amigo en Facebook desde hace años, y con quien intercambiamos fotos en 2019 sin llegar a tener sexo. Una bestia tan linda que todo el mundo, en el primer lugar donde coincidimos, se daba vueltas para mirarlo y solo habló conmigo toda la noche. Me sentí una estrella. Él estaba junto a su pareja, quien lo vigilaba porque era muy celoso. Igual, esa noche y otra dos días después, pude tener con el andaluz un roce profundo, que alcanzó a poco más que lenguetearnos y manosearnos con las braguetas bajas en un baño; fue bastante para al menos calmar un poco el deseo del cuerpo del otro. Ahora chateamos para preguntarnos si estamos bien en medio de la pandemia. Y el sexting se impuso. Él prendió la cámara y se paseó en bata mostrándome su casa, luego se acostó en la cama y me mostró todo su cuerpo desnudo. No estaba excitado. Me pidió que me levante y gire frente a la cámara desnudo. Me puse muy nervioso, le dije que nunca hice eso, y le adelanté que tengo un cuerpo horrible, aunque él ya me vio (y manoseó) vestido. Me sentía muy avergonzado pero igual lo hice: di la vuelta que me pidió frente a mi celular. Cuando lo vuelvo a ver me muestra su pija en todo su esplendor. Y la cantidad de sangre que se necesita para que esté así es tanta que parece un milagro. La sacude sin tocársela, moviendo la cadera: es desproporcionada, como la de un caballo en celo. Si mi cuerpo provocó eso, y lo hizo atravesando un océano para llegar a Andalucía, entonces sí soy un monstruo: soy Godzilla saliendo del mar desde el centro de la tierra y haciendo temblar las ciudades. Pierdo toda vergüenza y me empiezo a masturbar frenéticamente ante su mirada: él ni se tocó, dijo que ya había acabado hacía un rato. Eso hizo más increíble y más morboso que igual estuviese así de excitado por mí. Comenzó a tocarse solo para estimularme, su pecho peludo, su barba y su lengua, su pija casi grotesca, todo para mí, nada para él que no buscaba su orgasmo, solo mi placer, mi excitación. Primera vez en mi vida que acabo filmándome desde la cámara de mi celular. El andaluz se lo merecía. Al otro día hablamos de nuevo y me regala un video donde se masturba hasta acabar. Lo guardo en el celular como si fuera un recuerdo mío. Ya soy una mascota del sexting.

Cuarentena. Día 13.

Hace varios días, Facebook me sugirió amistad con un uruguayo que sigo en Instagram y con quien había tenido un pequeño intercambio en Growlr, la app para buscar sexo entre osos. Ya siento que las redes sociales estimulan el sexting como forma de crecer y ganar adeptos. Son un parque de diversiones de la cuarentena. O tal vez ya formo parte del algoritmo del sexting. El uruguayo es tan guapo que me cohíbe, me da un poco de miedo hablarle por miedo a un rechazo. Igual lo agrego a Facebook, él me acepta y me agradece por mensaje privado. Le seguí la conversación y parece muy afable. Me pasa el whatsapp: le mando selfies de lo que hago en casa, de lo que leo, y él también me responde con fotos. Cuando me voy a la cama le mandé otra selfie desde allí y me respondió con un “sexy”. Le agradecí y hablé de generalidades de la vida y no quise ir directo al sexo un poco por cautela y porque igual me sentía bien hablando de cotidianidades. Hoy me dejó un comentario en una foto de IG. Le volví a agradecer y la conversación nos llevó para el lado del sexo. Cuando ya todo se puso muy caliente él me aclara que recién se pajeó con un amigo de New York. Ahí me doy cuenta del principal problema del sexting: tenés al mundo todo como competencia. Miles de millones de celulares de todo el globo buscando sexo. Y el uruguayo, lo sé por seguirlo en IG tantos años, viaja al menos la mitad del año, por lo que debe tener lujuria y amores en muchos puertos. Pensar que se hizo la paja recién con alguien no me decepciona sino que me excita más, y le pregunto si no tiene una foto de su sesión de sexting anterior. Lo que me faltaba, cartonear el sexting ajeno. Generoso, me manda una selfie regia de su momento genital más esplendoroso: su entrepierna es como un paisaje, como una de las postales con miles de likes de su cuenta de IG de las playas que visita alrededor del mundo. El sexting es también turismo sexual. Y cada quien se convierte en un pornógrafo, aprendés en poco tiempo el arte de fotografiar tus genitales para que parezcan un lugar habitable. La foto que me manda fue usada con otra persona pero sirve igual, y más porque después de la foto seguimos hablando y me comenta qué le gustaría que le haga cuando finalmente podamos encontrarnos. ¡Dijo que quería encontrarse conmigo! ¡Tengo mi primera cita de sexting! (insertar aquí su onomatopeya de orgasmo favorita)

Cuarentena. Día 20.

Le tiro los galgos a un escritor por Instagram que conozco desde hace diez años, pero que él siempre me respondía con risas incómodas y nada más. La cuarentena pareció romper un poco la distancia que ponía y ahora me sigue el juego desde la literatura. Me dora la píldora contándome fantasías eróticas evocando al Gulliver de Jonathan Swift. “Torturo tres liliputienses, los hago juguetear. Eran fachos homofóbicos y ahora son míos. Los corrijo. Es lindo para ellos tener un puto colosal. Lo disfrutan. Hay uno que grita y no me acuerdo en qué agujero está. Era patovica. Ahora me suplica que no me siente otra vez. Dos me como seguro, patalean. Los sostengo en el aire y la boca gigante se abre y sale la lengua. Los siento temblar en mi mano. Tan poderosos que parecían y ahora son un bocadito. Los dientes los aterran, cierran las nalgas cuando la lengua los moja.” Todo era una versión estilizada del sexo oral. Nunca nadie había plagiado la literatura para calentarme por chat. “Con la ayuda de Swift todo es mejor. Hay fantasías que no fallan. Jugar con un liliputiense es un mambo común de poder”, me dice el escritor. Y sigue: “Querés que te saque de la jaulita del hamster y te suba a mi panza. Te quedás ahí y te miro. Mi panza es gigante, te dejo trepar y después te guardo en algún lado. El liliputiense elige, soy gentil. A veces decido yo y hay que bancársela. Mi bigote enorme te roza. Tranqui, tengo buen aliento. Si usted se queda tranquilo y descansa en la palma, las yemas de Gulliver saben qué hacer. En mis manos ni tu nombre te acordarías: un jaboncito serías. Me siento desnudo y te tiro entre mis muslos altos como muros. Y jugueteo ahí con los dedos. Y cuando no des más te acerco a la entrepierna… Me cansé de vos. En penitencia adentro de mi calzoncillo hasta que se me antoje. A jugar ahí.” Acto seguido me envía una foto de su calzoncillo blanco con su dedo aprentándo el bulto. No era metáfora ni alegoría: tenía encerrado un liliputiense ahí. La foto podría ser la tapa de una compilación de ensayos sobre sexting y literatura. O de este diario.

Cuarentena. Día 33.

Pasó ya más de un mes de mi regreso y ya estoy totalmente fuera de la posibilidad de infección en España. Pienso que tal vez podría hacer un video, algo así como una parodia de algunos videos de curas milagrosas que me llegaron, diciendo que el sexting es la mejor medicina para el Covid-19, que el sexo por el celular te hace eyacular el virus del cuerpo. A esta altura el sexting ya se volvió mi pandemia: mi celular vive tan caliente como yo recibiendo fotos y videos de España, Inglaterra, México, Uruguay y Argentina. Aparece gente sextiando por todos los costados. Una persona que ya ni me acuerdo cómo llegó a ser mi amiga en FB, y con la que nunca me encontré, me manda compulsivamente fotos de su culo en todas las posiciones posibles y con distinto grado de limpieza. También me pidió amistad alguien que conocí en el baño de un McDonalds y que no veo desde hace al menos cinco años. Lo acepté y no para de enviar selfies de su pija, videos masturbándose y una foto de su culo “virgen”, aunque casi yo no le respondo. Además reapareció un amante esporádico en el whatsapp que me pide que le envíe fotos todo el tiempo. Le mandé varias que hice en esta cuarentena para distintas ocasiones pero siempre pide más. Se le antojó que quiere ver mi pija a distintas horas del día; su último pedido fue esta mañana y era una sola línea: “mandame foto descabezada”. Leo que un amigo en Twitter dice que en la pandemia aprendió una gran traducción para el sexting: “garchatear”. Mejor nombre imposible. Mi cotidianidad ya se volvió totalmente permeable al garchateo y se comienzan a erotizar momentos inimaginables, porque eso es una de las características, sorprenderte en situaciones que nunca estuvieron dentro de las posibilidades del morbo: pelando papas, cortándote las uñas, anestesiado por la modorra; cualquier escena casera banal se puede condimentar con un zumbido del celular que trae ese cuerpo que nunca imaginaste que ibas a tener en directo para vos.

Cuarentena. Día 37.

Por estos días un tachero cincuentón es el más activo sexteador que tengo. Lo conocí a fines de enero, antes de viajar a España, y solamente garchamos una vez en casa. Recuerdo que cuando entró y vio tantos libros me contó que su hijo, quien estudia una carrera universitaria, se volvería loco si estuviese en mi casa. Me pareció muy tierno. El tachero me envía casi todos los días videos pornos por whatsapp. Son videos caseros de otras personas, porno amateur. Aunque la mayoría es sexo gay, hay de todo: tríos, sadomasoquismo, masturbadores solitarios, sexo con personas trans, etc. También, entre video y video, me envía fotos de su pija sacadas en el baño de su casa. Son todas fotos muy malas, hasta diría horribles: fuera de foco, encuadres torcidos, con una iluminación molesta. Cada defecto las hace muy atractivas para mí, tienen una crudeza muy personal y el pulso de la urgencia erótica. Hace unos días me envió un video masturbándose en su baño, sentado en el inodoro. Es coherente con las fotos que me envía, ya reconozco una línea estética muy clara; es de un feísmo muy atractivo. Mientras se hace la paja se oyen las voces de su ex esposa y del resto de su familia con quienes aún vive, y además se ven las manchas de humedad de las paredes, que ya conozco de memoria por las fotos. El tachero está haciendo un reality sexual sin estilización, con una potencia documental que me hace viajar a su baño, ser un inquilino atrapado en su intimidad. Es sexting neorrealista del conurbano, post porno puro. Y me fascina tanto que hasta lo imito: me saco fotos en mi baño, en mi inodoro, intento tener el impacto de su grado de realismo sucio. Y esas son las fotos que más reenvío por estos días.

En uno de los seis videos que hoy me envió el tachero, había un tipo usando una máquina masturbadora, una suerte de aparato dentro de un tubo transparente que subía y bajaba, como si fuese uno de esos respiradores que se conectan a los pacientes en terapia intensiva. Arriba del aparato había un arnés donde estaba encajado el celular pasando unos videos. Al principio me causó gracia, parecía ridículo, pero luego me di cuenta de que era más o menos parecido a lo que estaba convirtiéndose mi vida sexual. Mi genitalidad y mi deseo sobrevivían conectados al celular. El sexting finalmente me transformó en un cyborg.