Hay muchos temas de los que ocuparse en nuestro dramático presente histórico. Claro está que nos referimos a la pandemia que devasta el planeta de un modo no sólo temible sino alarmante. Pero hay otros horrores que no debemos olvidar. La pandemia nos evoca los tiempos sombríos del genocidio argentino. “A cualquiera por cualquier cosa”, se decía en reuniones herméticas de quienes querían enterarse acerca de qué ocurría y cómo buscar seguridad o, sin más, irse del país. El virus letal de estos días también mata a cualquiera y sin motivo alguno. Crea, así, un miedo totalizador. Todos temen morir. Si bien castiga a los más pobres y a los llamados “adultos mayores” todos están en riesgo del contagio mortal. Todo genocidio instala un terror ineludible. Se sabe que los procesistas argentinos mataban en cantidades escandalosas, que desaparecían los cuerpos, que torturaban. Lo hacían para generar un terror social absoluto que les permitiera dominar el país sin escollos. El coronavirus mata también en cantidades que alarman. Es un genocidio totalizador. No ataca a un grupo nacional, a una etnia, a una raza. Mata a cualquiera. A cualquiera por no sabemos qué. Nuestro insoslayable tema (hoy) es recodar otro genocidio, el primero del siglo XX. Este sábado, 25 de abril, se cumplió un nuevo aniversario de su feroz perpetuación. Es el genocidio contra los armenios. Se le llamó “el genocidio olvidado”. Aquí, ahora, hoy vamos a recordarlo.

Si bien transcurrió entre 1915 y 1920 hubo etapas anteriores de matanzas de armenios que lo precedieron. La más importante fue perpetrada por el sultán Abdul Hamid II, a quien se llamó el “sultán sanguinario”. Lo fue: bajo su reinado murieron 200.000 armenios. La aparición en la escena política de un grupo fervoroso que se dio el nombre de Jóvenes Turcos entusiasmó a los armenios. Los Jóvenes impusieron una nueva Constitución y levantaron las banderas de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad. Fraternidad. Pero –dentro del estruendo cambiante, caótico de la Primera Guerra– el nuevo grupo hegemónico se inclinó hacia Alemania, cuya complicidad en el genocidio de los armenios aparece cada vez con mayor claridad. No es casual que –durante la Segunda Guerra– Hitler haya recurrido a su memoria –o mejor dicho: a su no-memoria– para justificar el de los judíos. Escribe Vahakn N. Dadrian: “En los años ’20 y ’30, Hitler hizo numerosas declaraciones donde dejó entrever que tenía un conocimiento general sobre el caso de los armenios y los turcos, sobre los antecedentes históricos de persecución de los armenios y su ‘aniquilación’ en Turquía. En uno de los documentos escritos más antiguos que se conservan, que contiene declaraciones o discursos hechos por Hitler hacia 1924, el futuro líder nazi aludió a los armenios como víctimas de su falta de espíritu de combate” (Vahakn Dadrian, Historia del Genocidio Armenio, Imago Mundi, Buenos Aires, 2008, p. 372). Ese “espíritu de combate” era el que el pueblo alemán debía tener en su lucha contra los judíos, parásitos del cuerpo de la nación, a los que si no se exterminaba terminarían por dominar. Hitler, que admiraba a Gengis Khan, decidió emprender las grandiosas matanzas del mítico guerrero. “Claramente, Gengis y sus hazañas de conquista impresionaron no sólo a los turcos sino a otros muchos líderes nacionalistas que aspiraban a ser conquistadores. Sobrecogidos por el tamaño de su enorme éxito, tales líderes buscaban la influencia de los sanguinarios y feroces métodos que llevaron a Gengis a asegurar tales victorias” (Ibid., p. 375). Tanto los Jóvenes Turcos como Hitler se vieron impulsados por el ejemplo del Khan: las grandes matanzas aseguraban éxitos perdurables. Parece que Hitler se topó con un libro sobre Gengis cuando estaba preso en Landsberg (entre febrero y diciembre de 1924) junto a su fiel Rudolf Hess, quien habría de escuchar y anotar el dictado de Mi lucha. Ahí se enteró adecuadamente del Genocidio Armenio. De las masacres que el Imperio Turco Otomano (en busca de la “turquificación” total de la nación) descargó sobre ese grupo étnico. Más tarde, buscando convencer a su Estado Mayor de la solución final acerca del problema judío, habría de decir su frase fatídica: “¿Alguien recuerda el Genocidio Armenio?”

 

Tenía razón. Nadie lo recordaba. Se le llamó, dijimos, “el genocidio olvidado”. Tuvo tres etapas. La primera fue la aniquilación de los intelectuales. Consideraron, los Jóvenes Turcos, que debían empezar por la cabeza. “El Genocidio Armenio comenzó su plan de exterminio cuando en una sola noche, del 23 de abril al 24 de abril de 1915, en todo el territorio de la actual Turquía, millares de armenios (...) como pensadores, eclesiásticos, escritores, políticos, artistas, docentes, médicos, etc. fueron arrestados y posteriormente deportados” (Rita Kuyumciyan, El genocidio armenio, p. 50). Luego mataron a los hombres y luego a las mujeres, a los niños y a los ancianos. La descripción de los horrores que estos hechos implicaron ha sido hecha. Lo que no se ha producido es el reconocimiento por parte de los turcos. Este “negacionismo” es una herida infranqueable entre la relación de ambos pueblos. Mientras el negacionismo continúe, mientras un periodista sea asesinado, como lo fue en 2008 el turco Hrant Vink que denunciaba el genocidio y el negacionismo, mientras el mundo permanezca dentro de una indiferencia sólo atenuada por gestores diplomáticos, las heridas no cerrarán. Aquí, el juez de La Plata Carlos Rozansky incluyó, en su acusación contra el genocida argentino Etchecolatz, el Genocidio Armenio como antecedente del nuestro. Las Naciones Unidas, incluso, han reconocido el genocidio contra los armenios. (Ver: El Derrumbe del Negacionismo, AAVV, Planeta). Pero no sus perpetradores, no los turcos. Esto impide una realización adecuada del duelo. Como lo impide la figura del desaparecido, siempre. De aquí que sea una tarea permanente para los que luchan a favor de los DD.HH., como fundamento de una vida menos tanática entre los hombres, como un avance constante del Eros sobre la pulsión de muerte, el recordarlo.