Una lección de teatro. Eso es, por sobre todas las cosas, La terquedad, el demencial espectáculo de Rafael Spregelburd que el viernes pasado se estrenó en el Cervantes. Una lección “de” y “sobre” el teatro, y acaso también “para” y “a pesar” suyo. Pero antes que eso, y aunque suene a contradicción, es una enseñanza sobre lo que el teatro no es ni nunca fue: ni sólo un texto dramático, ni sólo una puesta en escena, ni la suma de esas dos cosas, sino un proceso que las contiene a ambas y las funde, sin jerarquías, con inteligencia, con criterio, con sentido. Al servicio de una estética y, por lo tanto, necesariamente, de una ideología.

Después, sí, una lección de teatro, por su calidad: porque propone una forma excepcional de resolver problemas teatrales. Como el de contar una hora en la vida de un grupo de personajes con distintas y opuestas ideas políticas durante la Guerra Civil Española, agravado por el hecho de contar esa hora tres veces, dentro de la misma obra, desde distintas habitaciones de la casa que los reúne. O el de hacerlo en un teatro clásico como el Cervantes, a priori incompatible con la modernidad que se supondría inherente a un experimento así. O el hecho de que sea el propio autor quien dirija el espectáculo, algo posiblemente más difícil por la dificultad de extrañarse del material para luego ocuparlo. 

También es una lección sobre el teatro y sus posibilidades en cuanto práctica: sobre los alcances del realismo y su flexibilidad; sobre la potencia de una dramaturgia sólida de autor; sobre la relación entre los distintos sistemas significantes. Una lección ineludible sobre escenografía teatral, aunque en este caso, más que escenografía, de lo que se trate es de una verdadera arquitectura. Una clase magistral sobre el tiempo en escena. Y por sobre todo eso: una clase sobre el tiempo. Sobre todo lo que se puede hacer en relación con él, sobre cómo a su tiranía se le puede armar juego.

La terquedad es también una lección para el teatro público: una muestra de que el Estado puede y debe correr riesgos estéticos, que puede y debe poner a disposición sus instituciones para albergar materiales de riesgo y experimentación, que puede y debe cobrar entradas baratas y ofrecer espectáculos de calidad, y que puede y debe contratar a un seleccionado de actores de primer nivel: Paloma Contreras, Analía Couceyro, Javier Drolas, Pilar Gamboa, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Mónica Raiola, Lalo Rotavería, Pablo Seijo, Alberto Suarez, Diego Velazquez y el propio Spregelburd. 

Y La terquedad es, por último, una lección a pesar del teatro: Spregelburd pensó la obra con una duración de tres horas a la que defendió y defiende enérgicamente porque, según dijo a este diario, “sino habría cosas que no pasan”. En cierto modo, el dramaturgo y director, se equivocó. En su afán por investigar sobre el tiempo se olvidó de un detalle fundamental: que una obra como esta dura siempre más que el tiempo de la representación, porque queda en el imaginario del público. Y en este caso, en cualquier discusión sobre el quehacer teatral.