Desde Río de Janeiro.El día en que los números oficiales – que están muy por debajo de la realidad, por la demora en confirmar los resultados de exámenes – de muertos alcanzó la marca de los 10.627 muertos, 730 entre el viernes y el sábado, más de 30 por hora,  y 155.939 infectados, más de cinco por minuto, el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro adoptó por la mañana una decisión drástica y radical: suspendió el asado para 30 invitados que había sido confirmado por él en la tarde del viernes.

Ese mismo día, un sábado fatídico, el Congreso decretó duelo nacional oficial por los diez mil muertos. Cuando se alcanzó, el 28 de abril, la marca de cinco mil víctimas fatales del covd-19, la reacción de Bolsonaro fue bizarra: “¿Y qué?”. Al promediar la tarde, bolsonavírus se fue a pasear en jet-ski por el lago de Brasilia, divirtiéndose mucho.

Ha sido también el día en que alrededor de dos mil seguidores fanáticos del ultraderechista se reunieron precisamente frente al Congreso en otra manifestación antidemocrática.

Pedían lo mismo que en manifestaciones anteriores, prestigiadas y aplaudidas por Bolsonaro: el cierre del Congreso y de la corte suprema. Los más exaltados pedían otra vez intervención militar ya.

Frente a un cuadro trágico, en que varias provincias están al borde del colapso y se multiplican las escenas dantescas de pilas de cadáveres al lado de lechos de emergencia en hospitales que tuvieron su capacidad superada, el gobierno nacional sigue inerte, sin presentar un programa mínimamente consistente y viable.

Pasados más de veinte días desde su conducción al puesto de ministro de Salud, Nelson Teich sigue mudo. Y cuando abre la boca, no se entiende lo que dice, porque la verdad es que él tampoco entiende lo que pasa.

Los puestos clave de su cartera fueron regalados a militares reformados. Así que Teich, que no sabe nada de salud pública, además de inerte está tutelado por gente de la confianza del desequilibrado que a cada mañana deposita sus ancas en el sillón presidencial.

Nada de ese pandemónium es nuevo, y nada indica que semejante y absurdo panorama mejore.

Bolsonaro va a seguir defendiendo que todo vuelva al normal, mientras los muertos se cuentan por miles y la curva ascendiente de víctimas fatales se acerca a una línea vertical.

La economía ya está arruinada, y la única política pública de auxilio a los más desvalidos ha sido la entrega de un bono de 600 reales, unos 105 dólares. Hubo la distribución de miles de millones de reales a la banca privada para conceder créditos a grandes empresas.

A las pequeñas y medianas, esa misma banca no se mueve. Y cuando lo hace, impone intereses astronómicos.

Mientras el país se concentra en intentar sobrevivir en medio a las acciones demenciales del presidente, en dos meses la destrucción de la Amazonia brasileña aumentó 94 por ciento. Las comunidades indígenas están, más que nunca, totalmente abandonadas, a merced de invasores.

Por esas y muchas otras razones, la revista médica The Lancet, una de las más importantes y respetadas del mundo, con influencia directa en la toma de decisiones de muchos gobiernos, publicó en su más reciente editorial que Bolsonaro es “la mayor amenaza a la respuesta de Brasil al covid-19”. También afirma, en el mismo editorial, que mi país se convirtió en un obstáculo para que el mundo pueda dar combate a la pandemia.

O sea: un atestado mundial de insalubridad al Brasil de Bolsonaro.

Es fácil imaginar el grado de aislamiento (en todos los sentidos) que Brasil alcanzará cuando el horizonte empezar a despejarse.

Pero Bolsonaro está lejos de cualquier vestigio, por más microscópico que sea, de lucidez y equilibrio.

Es un psicópata, y no hay nadie capaz de contenerlo en sus ímpetus bestiales.