El último relato del escritor carioca Sérgio Sant’Anna, “La dama de blanco”, da cuenta de un hombre “afortunado” por tener balcón. Asomado por este, en vez de observar el cielo –“ahora, con la reducción del monóxido de carbono en la atmósfera, con muchos menos automóviles circulando en Río, varias estrellas se han vuelto visibles”–, mira en cambio a una mujer pasearse sola, todas las noches, por el estacionamiento “a cielo abierto” del edificio, a las tres de la madrugada. Dice: “Entendí por qué ella siempre va a esa hora. Es porque no hay nadie a quien importunar, que reclame que ella no esté usando máscara, como se volvió obligatorio fuera de casa”. Este relato fue publicado en la revista Época el pasado 10 de mayo, el mismo día en que fuera noticia el fallecimiento de Sant’Anna por Coronavirus, a los 78 años –algunos días antes se supo que había sido internado con respirador artificial.

“La dama de blanco”, que exalta un deseo (“Imagino ver sus facciones, reparar en cómo es bonita. Una belleza singular, que no consigo describir”), cruza la nota lírica o melancólica en la prosa con referencias a Erik Satie y a sus Gnossiennes (en especial, el número 1), y puede servir también de indicador de algunas de las originales mixturas que componen la obra de Sant’Anna a lo largo de más de medio siglo de dedicación literaria. Nacido en Río de Janeiro en 1941, en un momento crítico de su vida tuvo que elegir y definir un camino, y abandonó las apuestas en las carreras de caballos y el póker para dedicarse a la literatura, lo que terminaría redundando en una veintena de títulos, entre cuentos, novelas, obras dramáticas y poesía, aunque se lo identifica con el primer género principalmente. Rechazando etiquetas y teorías académicas en torno a sus libros, prefirió ser llamado, contra cualquier “metalenguaje”, nada más que “un ficcionista”.

“¿Cuántas palabras así perdidas en el aire, en la vida de tantos, mi Dios? Billones, quintillones, cifras incalculables de palabras, en esa rueda continua de gente sufrida, inexpresiva, meros figurantes, rostros en la multitud”, se lee en “Informe de un tartamudo”. Aun con una estructura realista, afincada incluso en nuestro presente, la peculiaridad de la escritura de Sant’Anna pasa por los procedimientos: “cómo” narra, y se configura así un discurso, una subjetividad en torno a sus diversos protagonistas: hombres, mujeres, jóvenes, de distintas clases sociales y con ocupaciones y ocurrencias de diversa índole, donde anida el impulso de la transgresión en muchos casos.

El sexo y la violencia, el diálogo con las artes, el fútbol, y los recuerdos y experiencias de la infancia y juventud son algunas de las temáticas recurrentes en sus libros, cuya publicación comenzó en 1969, con su primer título, O sobrevivente –pocos años antes había publicado algunos relatos en revistas–, y llegaría hasta 2017 con Anjo noturno. Bien establecido como experto cuentista en la década de 1970, un hito entre sus obras sería Um romance de geração (1981), texto híbrido entre la novela y el teatro, de modo similar a O Concerto de João Gilberto no Rio de Janeiro (1982), donde se combinan el cuento corto y la reflexión de tipo ensayística sobre el arte, el silencio y el “detenimiento” (especialmente con Rimbaud, John Cage y Duchamp), y A tragédia brasileira, de 1987. ¿Y qué decir de Junk-Box (1984), un libro de poesía cuyo subtítulo anuncia “Uma tragicomédia nos tristes trópicos”? 

En los 90, se destacan Breve história do espírito y Um crime delicado. Y en el nuevo siglo, O voo da madrugada (2003), O homem-mulher (2014) y O Conto zero e outras histórias (2016). Prolífico y original, de humores sutiles, irónicos, y también feroz, sin concesiones, algunos de sus textos fueron llevados al cine, como A senhorita Simpson (1989), en una versión que Sant’Anna rechazó.

Traducido a una decena de idiomas, ganador del Premio Jabuti cuatro veces –entre otros galardones–, Sérgio Sant’Anna concentra una diversidad de influencias, provenientes de aquellas experiencias y fenómenos locales e internacionales agrupados en el año-catalizador de toda una época: “1968”. Belo Horizonte y Río de Janeiro, sí, pero también otras metrópolis de su infancia y juventud, en Europa y Estados Unidos, la bossa nova y el Tropicalismo de Caetano Veloso y Gilberto Gil, la poesía de João Cabral de Melo Neto, la plástica de Mondrian y Klee, el film noir, Oswald de Andrade, las transcreaciones poéticas de Haroldo de Campos y la contracultura del movimiento feminista, gay, y de oposición a la guerra de Vietnam, tal como enumeró Angelo Oswaldo de Araújo Santos en un artículo del Suplemento Literário de Minas Gerais dedicado a Sant’Anna, en 2019. El autor, empleado largos años en una repartición estatal, en Justiça do Trabalho, fue también profesor universitario, e hizo pública más de una vez su admiración por los escritores João Gilberto Noll y Rubem Fonseca, y su especial preferencia por Dalton Trevisan. En esa misma constelación de autores Sant’Anna tiene bien ganado su lugar, junto a otros algo más jóvenes como Luiz Ruffato y Ricardo Lísias, entre otros, donde hay violencia urbana y casos de tipo policial, pero también dimensiones con misterios sobrenaturales y del género fantástico.

En nuestro país, Sérgio Sant’Anna fue traducido por César Aira: Un crimen delicado y El monstruo, publicados por la rosarina Beatriz Viterbo. También, se encuentran un par de relatos en antologías de Emecé y Alfaguara. Y se puede leer un breve recuerdo de infancia en la antología Me lo llevaré a la sepultura, en el primero de tres volúmenes gratuitos publicados online por el MALBA.

Un jugado por la literatura, en O concerto de João Gilberto Sant’Anna llegó a decir: “De cierta forma paré de vivir espontáneamente. Porque encaro mis vivencias de una forma utilitaria, o sea: material para escribir. A veces hasta selecciono aquello que voy a vivir en función de lo que deseo escribir”. El autor, que definió al Brasil como “una película de terror”, afrontó su pesadilla final, la que viene afectando gravemente a muchos grandes creadores de la cultura de su país: Bolsonaro y el Coronavirus.