“Hola buen día, por el momento no hay imputados y se sigue investigando. En la semana va a declarar el menor”, dice el titular de la fiscalía 2 de Avellaneda, José Luis Granea, la mañana en que Judith González murió con el 60 por ciento de su cuerpo quemado, un brazo amputado por esas quemaduras y la cara y el pecho destrozados. Granea es quien tiene la causa penal por esas lesiones gravísimas y es quién, desde el 26 de abril, no ha encontrado razones para creer que hay en este hecho violencia de género. Judith se habría buscado su propia muerte. Esa es la versión de Orlando Bogarín Villalba, el padre de los dos hijos de Judith -de 10 y 5-, el mismo que intentó matarla dos veces antes, en 2017 y 2018, y que no lo logró porque una adolescente, Araceli González, hermana de Judith, pudo salir de la casa y gritar para pedir ayuda.

¿Quién se suicida tirándose encima combustible y prendiéndose fuego? ¿Quién se arriesga a terminar con su vida de forma tan dolorosa y nada segura? Podrían ser preguntas ociosas si no se las enfrenta a su contracara: ¿Cuántas mujeres fueron asesinadas echándoles encima combustible y prendiéndoles fuego? ¿Cuántos agresores inventaron el mismo relato del suicidio y mostraron sus propias -leves- quemaduras para exculparse y decir que ellos también fueron víctimas? Hay un nombre que resuena, en 2010, Wanda Taddei fue quemada por su pareja, Eduardo Vázquez, ex baterista de la banda de rock Callejeros. Después de ese hecho, en los dos años que siguieron, 42 femicidios más se contaron con este mismo, exacto, método. Con esa misma coartada de una quemadura en manos o brazos para fabular su inocencia pretendieron encubrirse los asesinos.

Después, es difícil seguir contando. Los femicidios y los travesticidios se acumulan año a año, con cifras no oficiales, con detalles de crueldad o sin ningún detalle porque no siempre llegan a los medios o merecen más que algunas líneas. Porque cuando algo se hace rutina, como el asesinato de mujeres y travestis por razones de género, es cada vez más difícil de contar. Ni el asilamiento social detuvo esta cuenta, al contrario, sigue esa sangría porque es en esa casa que se pretende refugio donde la violencia machista encuentra su tierra fértil. No es por deambular por la calle, por salir de noche, por vestirse así o asá que se mata a mujeres y travestis, las matan en más del 80 por ciento de los casos sus parejas o ex parejas; ahora en cuarentena, ese porcentaje sí subió.

No se puede saber si Orlando Bogarín tenía presente la historia del femicida Eduardo Vázquez, pero fraguó el encubrimiento mostrando sus pequeñas heridas. Tanto que cuando Araceli se enteró, porque le escribió una vecina de su hermana, que algo había pasado con Judith y le escribió a su celular, Bogarín contestó como si fuera ella: “Te llamo en cuanto pueda, estoy con Orli que le están haciendo curaciones, se quemó la mano”. Era el 26 de abril, el hecho había ocurrido a la madrugada, el hijo más grande de la pareja también se había quemado intentado ayudar a su mamá, aunque la lesión en su pierna fue leve. Ese niño que fue testigo quiso comunicarse con su tía adolescente -ahora Araceli tiene 16-, pero tuvo que esperar a que su padre se durmiera, entonces cruzaron mensajes y en la captura del celular de Araceli llegó a imprimirse “voy a borrar todo”, junto con la foto de la pierna del niño vendada.

Bogarín pudo haberse enterado de esa llamada, tal vez se dio cuenta de que no iba a poder sostener la identidad de su víctima frente a la insistencia de la hermana y entonces admitió que era él: “A mí ya me atendieron, ahora yo espero que salga y te llamo”, “ella va a estar bien yo te informo”, “haciendo fuego para el asado se quemó con aguarras”, “y D... y yo la ayudamos”, “si tengo que quedarme con ella llevo los chicos a casa de mi mama”, dicen los mensajes textuales en las capturas del celular de Araceli que el lunes pasado declaró durante tres horas en la fiscalía de Granea, en Avellaneda, sin que nada se modificara en la causa.

El fiscal José Luís Granea

“Yo empecé a llamar a los hospitales de la zona, porque ellos estaban viviendo en Avellaneda, llamé al Finochieto y ahí no la tenían. Llamé al de Fiorito y tampoco; por eso seguí insistiendo hasta que él me llamó”, dice la joven y muestra la grabación de esa llamada, que en esos primeros momentos tuvo la astucia de registrar porque para Araceli fue evidente lo que el fiscal, más de 20 días del hecho, todavía no ve. Ahí se lo escucha decir que sí, que habían discutido, que ella estaba loca y se fue al cuarto de las herramientas y volvió empapada de queroseno y su locuacidad se extiende, aunque termina nunca de relatar cómo ella se prendió fuego.

Fue la misma Araceli, junto con su madrina, Ninfa Bustamante, quienes hicieron la denuncia en la comisaría de Avellaneda que abrió la causa en la Unidad Fiscal 2. Hasta ese momento nadie había intervenido ni siquiera de oficio. Los hijos de Judith quedaron con la familia de Bogarín y ahí están todavía. Ahí estaba el más grande ayer a la mañana cuando el padre lo llamó para decirle sin ningún filtro que su mamá había muerto y que él lo iba a ir a buscar. El niño no quería ir con su papá, sabía poco del estado de su madre y en los pocos contactos que tuvo con su tía, desde la puerta a la vereda con la excusa de la cuarentena, fue la abuela la que contestó a todas las preguntas de Araceli por él. Pero también es cierto que esa misma abuela fue la que impidió que los niños fueran llevados por su padre con destino incierto porque a Judith no la iban a poder despedir, su cuerpo espera una autopsia que, en el Hospital del Quemado, le dijeron a la hermana que podía demorar 10 días.

¿Cuánto repara la ausencia de Judith que su muerte sea calificada como femicidio, que se impute a Bogarín, que se lo investigue? “Yo quiero Justicia” -dice Araceli que perdió a la única familia que tenía. Pero lo cierto es que hay efectos más urgentes de esa imputación, y tienen que ver con los niños; el mayor, testigo de los hechos de los que no puede hablar porque donde vive se sigue sosteniendo el argumento del suicidio, porque si habla, como le dijo a Araceli en su comunicación telefónica, no quiere que se entere su papá.

“El menor va a declarar con la asesora de menores de la jurisdicción, con familiares y con psicólogos presentes”, dijo el fiscal ante la consulta sobre el uso de la cámara Gesell. No se puede pensar un escenario peor para un niño de diez que siente sobre sus espaldas el peso que pueden tener sus palabras para gente que quiere: su abuela paterna, su padre, su tía, él mismo y su hermano. El ministerio de Mujeres, Género y Diversidad de la provincia de Buenos Aires está siguiendo el caso desde la Dirección Provincial de Casos de Alto Riesgo por violencia de género, a cargo de Silvina Perugino, y acercó en las primeras dos semanas un escrito en el que constan las llamadas a la línea 144 para denunciar a Bogarín en 2017, 2018 y 2019.

“El lunes próximo teníamos ya pautada una reunión entre funcionaries de Justicia, Niñez y este ministerio para ver cómo intervenir porque cuando te topás con estas trabas en la Justicia es muy difícil actuar. Sin dudas lo primero es que si el niño va declarar tiene que ser con cámara Gesell”, dice Perugino.

Araceli ya estuvo sentada frente al fiscal, fue el 11 de mayo, esperó dos horas hasta que la atendieron sentada junto a su madrina y una amiga de su hermana en las únicas tres sillas disponibles en un edificio desierto. Cuando por fin la llamaron, el fiscal Granea pretendió que entrara sola para brindar su testimonial, sólo porque también estaban ahí integrantes del Colectivo Ni Una Menos para acompañarla se logró que su madrina pudiera estar con ellas las tres horas que le tomó narrar todos los hechos de violencia de género previos al femicidio.

“Muchas veces nos tuvimos que meter en el auto mi hermana y yo con los chicos para irnos a dormir en la esquina de la plaza. Todos los fines de semana la agredía, también me pegó a mí por defenderla”, lo cuenta detrás de su barbijo, envuelta en un abrigo de peluche rosa, deseando volver a sus tareas y no tener que repetir siempre los mismos dolores como lo hizo en la comisaría de Avellaneda, frente a las cámaras de Crónica TV cuando recién habían internado a su hermana y lo tuvo que volver a hacer el sábado a la mañana, apenas supo que había muerto y que ni siquiera se había podido despedir de ella. El Hospital del Quemado, en Caballito, hizo la denuncia a la policía -como corresponde según el protocolo- cuando el femicidio ya era un hecho y ahí estuvo la adolescente otra vez; primero sentada tres horas esperando, después, declarando frente a un policía varón que no tuvo en cuenta cuántas veces antes lo había hecho.

¿Cómo se narran los femicidios que suceden a diario para que se acumulen uno sobre otro y dejen de ser un duelo colectivo? ¿Cómo escaparse de los detalles morbosos y a la vez poder dar cuenta de lo insoportable de una forma de violencia que estalla en las casas y que justo ahora, que cuidarse es sinónimo de quedarse en casa, no merece ser nombrada como parte de la crisis que impone el coronavirus? ¿Cambiaría la posición de fiscales como Granea si desde lo más alto de los poderes ejecutivos se dijera que no habrá más tolerancia para la violencia machista?

El duelo de Araceli y sus dos sobrinos está cubierto ahora por la sombra de lo que no se nombra: el femicidio de Judith. A quien su pareja no la dejaba maquillarse, a quien su amiga Liliana Vega tenía que acompañar hasta la puerta de su casa para que el marido le creyera que había estado con ella, a quien ya, el mismo marido, había querido matar otras dos veces. “¿Y si yo no hubiera recibido ayuda para que se conozca mi historia qué hubiera pasado?”, se pregunta la adolescente que es lo mismo que preguntarse ¿cuántas historias de sobrevivientes de violencia machista quedan ocultas detrás de las que no lo lograron? O mejor y más urgente: ¿Hasta cuándo?