*En la casa de al lado algo está sonando que me despierta. Están de fiesta, pero es un ruido asordinado ya que está prohibido reunirse; es la guerra de lucha casa por casa, entierro por entierro, delación por delación. Yo ni lo pienso. Pero me da pavor que alguien lo haga, que se enteren. Hasta hace unos meses cuando el marido no estaba se la sentía gemir ya sea por autosatisfacción o por algún pata de lana. Hace un mes que no siento nada en esa pieza que está pegada al cabezal de mi cama. Deduzco que ella ha sido feliz apenas hace dos meses junto a un intruso cordial. Cuando estaba sola o acompañada la oía gemir. Me tapaba la cabeza con un auricular : soy muy lector y eso me impedía estar con Saer, con Faulkner, con Camus. La peste. Lo releo sin pensar en que afuera está garuando y da miedo que las gotas nos enloquezcan y enfermen. Recuerdo cuando estaba casado y mi mujer se ponía celosa de que escribiera en la mesa de la cocina y la desatendiera a ella. Por eso no separamos. –Hacés mucho ruido con las teclas. Pero no, era por ese temor reverencial que tienen algunas mujeres antiguas a que las palabras la alejen y uno se encierre con un mundo donde ellas no pueden entrar. Un mundo silvestre e impuro con fantasías sueltas, almas dislocadas y puertas que se abren solo para el que las crea. En ese tiempo tomaba vino en cajita y la había abandonado por sus celos y su penuria. Por entender eso es que me abandonó. Mejor dicho, logré que se fuera. Ahora, bueno, no solo extraño su comida sino su dinero de maestra de jornal seguro. Vivo ahora en esta casa solo y espero que tal vez un resfrío, me lleve con la Mala de un golpe, sin familia, sin amigos, con la sola esperanza de mi libro sin terminar. Espero concluirlo antes de la primavera, antes de que me toque morir como a todos.

*Ella barre la vereda ensimismada y sin barbijo. Paso a su lado, la saludo y entro al auto. Los chinos atienden tras un plástico doble y sonríen. A ella la encuentro ahí: han pasado quince minutos o una tarde, no me doy cuenta, la descubro entre las góndolas con su changuito azul. Detrás como fragmentado del cuadro, pero imantado a la dama, camina el Tipo, haciendo que mira las marcas de café. De modo que así son las cosas. Se encuentran en el súper entonces, charlan de pavadas, seguramente ni se tocan, apenas si hablarán cada uno inmersos en sus tapabocas. Lo principal y necesario es verse. Algo es algo. Toso imprevistamente por mi añeja alergia y ambos se sobresaltan. Ella se sonríe pero los ojos le brillan con recelo. Yo me siento un impostor, un espía doméstico. Nunca quise llegar a esto, a descubrirlos. Entiendo el por qué de los gemidos que oía pared de por medio cuando el oficial estaba afuera. Me da pudor y me adelanto a un viejo , pago y me voy. Cuarentena de mil diablos que impide vivir, tocarse, y que me pone en la línea de tiro donde no quiero cazar a nadie ni a nada.

*Trabajan como pueden, el verano boreal pega arriba, lejos, donde los castores se levantan y los alces barruntan su vapor de narices frías. Ellos van y vienen en motos, llevando venenos admitidos por la OMS, salud y democracia, comidas y cartas de amor. Son los motoqueros que reparten fluidos vitales para vivir en una comunidad asustada y prevenida. Dos charlan protegidos por sus cascos. Se toman de los brazos: el amor florece bajo las camperas infladas. En la estación de servicio te atienden como si fueras Frankenstein. Usan hipermáscaras, guantes oscuros y te extienden la planilla para firmar la tarjeta desde lejos. Detrás de mí espera el marido de mi vecina de regreso al hogar dulce hogar. Lo saludo y contemplo a su esposa que va saliendo del chino, solita, con su bolsa de compras y le hace una seña de que lo espera, que la ayude con su carga, que volvamos a casa a tomar mate juntos y aguantar este frío en ciernes. El Tipo se ha esfumado como los cirros en el cielo espantados por un viento este, lluvia como peste. Mejor me voy a dormir.

*“Siempre es bueno tener a una novia tonta”, murmura Rod Stewart en la confitería de barrio Echesortu, galería Aciso, años idos. Yo luzco jovencito. Mi caballo está afuera y Rod es el tipo piola que fuma y toma whisky aconsejándonos. Su padre es comisario, negro como un tizón que está en la puerta chanceando con todos. Tiene tetas y se parece mucho a mi tía Rora, pero jetón y con cara de malo. Arrastra un pibe encadenado con hocico de perro. Le interrogo sobre el tema. "Se propasó con una chica, le mordió una pierna y eso no está permitido". Se saluda entonces con el Tipo que entra al bar del brazo de mi vecina, sonrientes. Pero ella como la enfermera famosa, y vestida como tal, me pone un dedo sobre sus labios y al pasar me comenta que no le diga nada a Rod Stewart, que resultó ser un batidor. Es de tarde-noche y despierto transpirado con el gato maullando de hambre. Los cosos de al lado están festejando no sé qué cosa. Y no da, la verdad que no da.

*Ésta es la secuencia horizontal del relato. Vivo en una casa escorada al sur, donde los cargueros no pasan y las autopistas devoradas por las tierras y los montes que parecen cercanos, pero están como a legua y media. Una tranquera blanca, un jardín semi abandonado, la chimenea de mis vecinos que humea con aromas familiares. Han vuelto dos zorritos con sus crías y una garza blanca que pesca en el zanjón. Adentro la luz es escasa y el olor recio a orín de gatos y maderones mojados lo impregna todo. Estoy terminando la novela sobre federales y unitarios con caciques proféticos, cruces espaciales, matreros terratenientes, la hacienda baguala que da conciertos sobre los alambres tumbados y ella, mi esposa, la finada, como la protagonista cautiva que trata de huir de las tolderías pero tiene descarnados los pies. La dejo morir en los fachinales y las cortaderas. Culmino y no siento emoción alguna; solo ganas de tomar un mate y tirarme a dormir y soñar.

*Rod Stewart, medio en copas, salta de mesa en mesa enfundado en un pantalón de cuero brillante. Se mueve insinuante con las caderitas como una mariquita. Patea unos vasos de donde emergen serpientes mansas como de trapo. Mi madre –-mi madre otra vez-– se desespera. "¡Dale, ayudame a enrollarlas!". "¿Para qué lo hacés, mami?". Hay que construir una represa con lana antes de que los chinos nos invadan. Estamos frente a frente acuclillados en el piso. Rod, arriba nuestro, zapatea como una loca. Ella me pasa la mano por la cara: --Vos tenés fiebre –-afirma. Yo le digo que hagamos silencio, que no diga nada porque me pueden internar. "Huyamos entonces en el Estrella del Norte", contesta ella parodiándome. Extrae con naturalidad de su vientre un aparejo que asegura servirá para arponear atunes durante el viaje. Rod ya recibió un botellazo en la sien y veo que del agujero salen pescaditos luminosos. "Es por la peste… todo lo transforma en oro", dice mi madre acomodándose el corpiño, pues la star ha descendido para manosearla al grito de “¡Viva la fiebre española y estos senos tan hermosos!” Le disparo un tiro y despierto de un cimbronazo.

*Tres de la tarde. O las 7 de la mañana de un día cualquiera… no sé. Me tomo una aspirina y salgo al pasillo a soltar el gato que en sueños me ha maullado horas por haberse quedado atrapado en el patio. Saco la basura, está en la vereda el autito negro del esposo de mi vecina, restos fósiles de hojas, una lista del súper, impuestos que no pagaré. "Terminé la novela", me digo y me abarca una depresión profunda similar a una epifanía. Un mate me habrá de salvar. Lo hago temblando. Algo oigo pared de por medio de mi dormitorio. Es la vecina con sus gemiditos y razono que está con su esposo en la cama, como corresponde. En esta peste también se puede ser feliz en los reencuentros, me digo como en la telenovela. El libro, no sé por qué, tiene un encabezado que se lo dedico a Rod Stewart, y que saldrá en papel cuando esta guerra termine, un año de estos, quién sabe.

[email protected]