El aire se detiene todos los días. Es un suspenso, un tiempo sin agujas, un calendario desteñido. Nuestra soberbia, encapsulada; la finitud, presente como el arco de una flecha. Nos dispara la vida al centro de lo que nuestra debilidad no puede asumir, la idea de la muerte. Y en el entorno de vertiginoso presente, todos nos volvemos Buda.

Nos abrimos como flores de loto bajo las nubes silenciosas. Lo importante deja de importar. Los días se cubren de otras horas. Los calendarios se derriten. Cada uno de nosotros busca la manera de existir ahora que el futuro es finalmente lo que no se sabe.

Entre las góndolas desiertas del supermercado, esa costumbre de saludar o sonreír con la mirada al semejante ha desaparecido. Los pasos son medidos y esquivos.

Hace dos días que no escribo. El presidente del país donde vivo dijo que la economía era más importante que la vida de los seres humanos. Quedé dos días flotando en una nube, suspendida en este encierro, en el aire de desconfianza del “sálvese quien pueda”. Es rara la sensación de privilegio de estos días. Es como haber sido elegidos para sobrevivir. “Hace dos o tres días que no escribimos”, nos decimos por Whatsapp.

Ella quedó asustada porque casi la llevan presa por andar en la calle con un permiso sin firmar. (Firmado, por mí y por E., a quien cuido. Salí a comprar comida. Me gritó desde el patrullero la mujer policía que faltaba la autorización firmada de un médico, que Gendarmería me la exigiría; sin embargo el permiso no llevaba espacio previsto para eso que ella me exigía). Yo quedé en estado de estupor después de la sincerada de Trump y el político de Texas, quienes declararon que ante la pandemia los viejos deben morir para que no muera la economía. (Ayer y hoy con E. comimos empanadas caseras de hojas de remolacha, huevo duro, cebolla morada, salsa blanca y queso. Las hice yo, aprendiendo en el proceso, a partir de tutoriales de You Tube y recetas de un libro. Con paciencia, E. pasó por agua los huevos. Ella recordaba las palabras de su padre: “Trece minutos”. Controló que los huevos pasaran en el agua exactamente ese tiempo).

Eran las noches de verano con olor a espiral. La tarde ya había dejado paso a la serenidad de las ranas. Mi abuela hacía unas ensaladas frías de chaucha y huevo. La televisión, en blanco y negro, alumbraba el patio como una segunda luna. Mientras yo peinaba a una muñeca, de reojo miraba la tele. Dos cosas me daban miedo: Narciso Ibáñez Menta, hundiéndose en el bleque de una calle sin que nadie lo rescatara y ese film nacional que se llamaba “La guerra del cerdo”. Me daba miedo la violencia y esa premisa, matar a los viejos. Cerraba los ojos para no ver, hasta que mi abuela se acercaba y me decía: “No seas zonza, es una película”. Entonces me hablaba de la luna. La señalaba. Su voz entraba en mi pecho como un alivio de campo. Una frescura de pasto y matorral. Entonces miraba sus manos, las arrugas de su piel y pensaba: esto es la bondad y si está a mi lado nada me va a pasar. Así me dormía, soñando el azul.

Entonces entiendo que ella haya sentido miedo por ser detenida por la policía y ella entiende que yo haya quedado paralizada por la sinceridad del fascismo. Las dos crecimos, como pudimos, en medio de la más feroz de las dictaduras, encerradas también entre el silencio con jerarquías de terciopelos rojos y páginas arrancadas.

Ella dibujaba y escribía todo el tiempo. Por sus ojos siempre estaba pasando alguna historia. A mí me fascinaba observarla. Verla volver del otro mundo para contestar una pregunta trivial de historia o filosofía y después alejarse de nuevo a su galaxia como si tal cosa. Yo pensaba: “¿Cómo hará para tener esa llave?” Yo no podía. Guardé por años ese rostro perfecto de Jimmy Hendrix que me dibujó con una Bic durante una clase de Formación Cívica. Otra vez, en una servilleta, mientras charlábamos de novios y baldíos, me hizo un dibujo de John y Yoko haciendo el amor.

Meses antes de irme del país, ella subió al mismo colectivo donde yo viajaba. Pasó junto a mí sin verme. (No la vi, o me acordaría; no me acuerdo, no sé cuándo fue esto).

“La vida nos cambió” pensé en ese momento. Y bajé después rumbo a mi lugar sin hacerle notar mi presencia. (Si hubieras hablado, si me hubieras saludado entonces…)

Desde que empezó esta pandemia, el vecino escucha música clásica. (Mis vecinos, blues al palo y uno de ellos lo acompaña con armónica en vivo). Los pájaros cantan más fuerte, las ardillas pasan más seguido balanceando sus colas por los cables del teléfono. Dicen en las redes que los peces del Arroyo Saladillo se han reproducido en forma sorprendente. (Acá volvieron los bichos de luz en las noches, manotazos que yo ya no extrañaba porque los había olvidado). Muestran azules las aguas de Venecia, con cisnes nadando en los canales y los pavos reales recorren las desiertas calles de Madrid.

Mis pies extrañan el avanzar por los caminos, y las plantas crecen abrazando el vidrio de la ventana. Esa ventana que es ese ojo que me mira. Por donde el sol entra (el sol que en estos meses está al mínimo, cambiando la polaridad de sus manchas. Entre las ecuatoriales del ciclo anterior de actividad solar y las polares del nuevo, pasan estos días sin manchas solares, que los astrónomos llaman “días inmaculados”) y refleja otra ventana que como un puente toca la casa de la vecina del edificio de al lado.

Es una ventana ante mis ojos y es una ilusión refractaria. Las dos cosas son posibles.

Miro las líneas proyectadas en el espacio. Saco una foto del milagro de la luz.