Con la captura de Félicien Kabuga, el financista del genocidio en Ruanda y la muerte confirmada de Augustin Bizimana, el ministro de Defensa durante la masacre de 800 mil tutsis entre abril y julio de 1994, solo quedan seis prófugos por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el pequeño país africano. Las dos noticias conocidas este mes actualizaron la incómoda posición de Francia ante los hechos de hace 26 años. A poco más de 10 kilómetros de París, en Asnieres-sur-Seine, fue detenido el empresario de 87 años que llevaba casi un cuarto de su vida como fugitivo de la justicia. Aunque el Tribunal Penal Internacional (TPI) para Ruanda se cerró en diciembre de 2015, su búsqueda no decayó. Cuando compareció ante un Tribunal de Apelaciones parisino negó las acusaciones y respondió: “Los tutsi eran mis clientes. Solía darles créditos para impulsar sus negocios. ¿Cómo podría volverme contra mis clientes y matarlos?”.

A Kabuga se lo acusa por el papel que cumplió como sostenedor económico de la milicia paramilitar Interahamwe y ser el fundador de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, la propaladora que alentó la limpieza étnica de la principal minoría en el país. El caso de Bizimana, en cambio, terminó en la impunidad. El 22 de mayo se difundió que estaba enterrado en la República del Congo, aunque su muerte se remontaría al año 2000. Se lo identificó por su ADN. Nunca fue juzgado como sí ocurrirá con quien aportó dinero para provocar el intento de exterminio tutsi y que acaba de declarar en silla de ruedas. Su objetivo es evitar ser transferido a la jurisdicción del llamado Mecanismo Residual Internacional de los Tribunales Penales (MRITP) creado en 2010.

Pese a que el TPI para Ruanda establecido por el Consejo de Seguridad de la ONU finalizó su tarea en diciembre de 2015, se mantiene vigente el MRITP. Es la instancia que continúa la investigación de los casos pendientes de juzgamiento y para ello obliga a los estados a “cooperar” y “en particular para lograr lo antes posible la detención y entrega de todos los prófugos restantes”. El llamado banquero del genocidio –porque financió el Fondo de Defensa Nacional que proporcionó desde machetes hasta vehículos a la milicia Interahamwe que masacró a la mayor cantidad de víctimas- se encontraba en Francia desde un tiempo todavía imposible de precisar. Su ocultamiento siempre mantuvo latente la sospecha del gobierno ruandés de que se le brindaba cierto tipo de protección.

Kabuga salió de su país en 1994 con destino a Suiza donde obtuvo asilo y luego fue deportado en menos de un mes. Terminó en Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo y después pasó por Bélgica y Kenia, donde estuvo a punto de ser atrapado en 2003.

Su aparición en Francia reflotó una situación evidente desde 1994: la relación distante entre París y Kigali, la capital de Ruanda que fue liberada por su actual presidente, Paul Kagame, sobre quien también pesan acusaciones de magnicidio, genocidio y otros delitos. En Francia se lo juzgó por la muerte de los pilotos de esa nacionalidad que conducían el avión derribado el 6 de abril del ‘94 que llevaba al ex presidente ruandés Juvenal Habyarimana. Ese hecho provocó el inicio de la matanza planificada de antemano de 800 mil tutsis y hutus moderados que solo necesitaba de un disparador como ése.

El ataque con un misil contra la nave en la que también viajaba Cyprien Ntaryamira, el entonces presidente de Burundi, nunca se esclareció. Al actual mandatario de Ruanda otro magistrado le levantó cargos en Madrid. Lo acusó por las muertes de centenares de miles de sus connacionales y ciudadanos congoleños, más nueve españoles, entre médicos y misioneros, que fueron asesinados entre 1994 y el 2000.

Kagame goza de la inmunidad que le da su cargo, pero no algunos de sus antiguos enemigos políticos que intentaron exterminar a su etnia. “La detención de Félicien Kabuga es un recordatorio de que los responsables de genocidio pueden rendir cuentas, incluso 26 años después de sus crímenes”, señaló el fiscal general del MRITP, Serge Brammertz el 16 de mayo. Diferente es la situación de Bizimana, el ex ministro de Defensa durante la masacre. Sus restos fueron identificados en el cementerio de Pointe Noire, en la República del Congo y la noticia terminó con el proceso que se le seguía. Con trece cargos en su contra, evadió a la justicia hasta su muerte, presumiblemente ocurrida en el año 2000. Se lo acusaba del asesinato de diez militares belgas, entre otros crímenes.

Todavía siguen prófugos seis acusados por el TPI entre quienes sobresale Protais Mpiranya, el ex comandante de la Guardia Presidencial ruandesa. Hoy tiene 60 años y se habría mantenido oculto en Zimbabwe y Sudáfrica. En julio del año pasado el fiscal Brammertz se quejó de la falta de cooperación del gobierno de Pretoria para encontrarlo.

Kigali Today, un sitio de noticias de Ruanda, señaló en ese momento que desde 2007 el país notificó 1.012 órdenes de detención a por lo menos 32 países de África, Europa, América del Norte y Australia. En la mayoría de los casos la respuesta recibida fue demasiado lenta. Una considerable cantidad de fugitivos por genocidio se ocultó en la República Democrática del Congo y Uganda, pero también hubo quienes huyeron a Francia, Bélgica y Malawi. Además de Mpiranya son buscados Fulgence Kayishema, Phénéas Munyarugarama, Aloys Ndimbati, Charles Ryandikayo y Charles Sikubwabo. Por ellos se llegaron a ofrecer cinco millones de dólares en recompensa a quienes aportaran datos.

Cuando finalizó su tarea el TPI de Ruanda el 31 de diciembre de 2015 había sentenciado a 61 funcionarios, militares y civiles por distintos crímenes contra la humanidad. En tribunales nacionales del país afectado se dictaron alrededor de 10 mil condenas y también se iniciaron juicios siguiendo el criterio de jurisdicción universal en distintos países de Europa. Francia donde se detuvo al octogenario Kabuga fue uno de ellos, aunque hasta ahora no se pudo sacudir las sospechas del gobierno ruandés de ser cómplice en el genocidio. En 2019 el ex teniente coronel Guillaume Ancel escribió: “Ruanda es un desastre francés”. Su voz es una de las pocas que se escuchó haciendo autocrítica sobre el papel que cumplió su país antes y durante aquellos tres meses del ’94 en que se cometió el genocidio más rápido y quirúrgico del siglo XX.

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