En algunos de los que transitan el Borda, la noticia causó tal estupor que necesitaron ver las fotos del espanto para confirmarla. Para otros, en cambio, se trató de un capítulo más de una lógica imperante. El viernes 22 de mayo un hombre que caminaba por el jardín del hospital de Barracas fue agredido por una manada de perros salvajes . Lo encontraron a las 9.50 y lo trasladaron al Hospital Penna. A las pocas horas murió. Según cuentan ocurrió en los fondos del neuropsiquiátrico, cerca del Centro Cultural Borda, ahora inactivo y desértico debido a la pandemia; por donde vive el fantasma de la represión del macrismo sobre quienes defendían la continuidad de un taller de trabajo para internados.

Se llamaba Jorge Marcheggiano y tenía 70 años. Este viernes por la mañana, los integrantes del servicio 15 lo recordaron con una caminata --guardando distancia social y con tapabocas-- e hicieron una ofrenda en el sitio donde fue atacado.

"Era buena persona, retraído, tranquilo, no molestaba a nadie", lo recuerda Felisa Crisel, de Unidas por el Borda, un grupo que comenzó llevando meriendas y derivó en un taller de serigrafía "para levantar a los pacientes de la cama", con sede en el centro cultural. Marcheggiano se había acercado a este espacio de la mano de Pedro, compañero suyo del servicio, a quien en un principio ayudaba en tareas de mantenimiento del edificio. Después se sumó al taller. Pero no lo convocaba estampar remeras ni hacerse de un pequeño sueldo: iba a tomar mate y conversar. Era hincha de San Lorenzo. De su famiia sólo se conoce al padrastro. Asistió a la fiesta de fin de año y al cumpleaños de la agrupación. Su compañero Pedro escapó del Borda, fue hallado deambulando por la calle y terminó internado en Ezeiza.

Aunque de lo más feroz, la suya fue una muerte silenciosa. Poco después del ataque, alrededor de las 11, un pequeño grupo de trabajadores se concentró en el frente del hospital en reclamo de testeos. No se enteraron. Fue además una muerte anunciada. No solamente porque tres semanas antes el Centro de Estudios Legales y Sociales había presentado un amparo colectivo que denunciaba la existencia de jaurías en los manicomios dependientes del Gobierno de la Ciudad, negada en ese momento por las autoridades.

"Hace 22 años, cuando estaba internado, una mañana me atacaron los perros en pleno jardín. Me tuvieron que llevar corriendo al Durand para que me aplicaran la antirrábica", cuenta Carlos Moretti. "Víctima del menemismo" --quedarse sin trabajo en los noventa hizo estragos en su salud mental--, estuvo internado dos años en el neuropsiquiátrico. Ahora es coordinador del taller de plástica del Frente de Artistas del Borda (FAB). Todavía cuando ingresa al hospital para actividades y asambleas se siente amenazado por la presencia de esos canes de actitud extraña y mirada perdida, que pescan sobras de la cocina o reciben lo que los pacientes les dan.

Nadie sabe bien cómo se instalan allí, si son callejeros que eligen su hogar o los abandonan deliberadamente. Entran por "buracos" del enorme predio. Si son cachorros se meten por huecos entre las rejas y crecen ahí. Es por esto, parece, que después de lo sucedido aparecieron alambres en la parte delantera de la institución. "De pronto hay temporadas en que desaparecen --relata Moretti--. Tampoco sabemos por qué. A lo mejor la vigilancia, ante un ataque, se pone un poquito las pilas y los saca." Pero vuelven. Siempre.

Como si fuera poco vivir al margen del sistema, los habitantes del lúgubre hospital son permanentemente hostigados por estas jaurías. Por lo visto, hace por lo menos dos décadas. La situación fue denunciada varias veces dentro y fuera de la institución. Con frecuencia, Analía Perelló --enfermera del servicio 28-- acude a la guardia por esta razón. Varias veces vio gotas de sangre de camino al servicio. Se altera toda vez que un paciente a su cargo sale a recorrer el patio. No dice perros; dice "lobos". También van contra ellas, las enfermeras --mujeres, en su mayoría, en un universo de 400 hombres internados--, y los camareros.

Toda muerte instaura un punto final. Este no fue el caso. El sábado 23 los perros mordieron a dos internos más, revela la enfermera. Uno de ellos es integrante del FAB (Cristian Ruggeri. El mismo pidió que se escribiera su nombre). Sufrió "38 mordeduras"; en el Durand le aplicaron la antirrábica y la antitetánica, y lo trataron con antibióticos. Finalmente intervino el Pasteur y sacó a los perros. Durante el operativo del fin de semana pasado la preocupación reinó tras los muros. Los perros se iban, pero no todos los perros son lobos. Algunos son los mejores amigos del hombre, y así es también en el Borda. Están los amables y tranquilos que rondan las instalaciones y los que se han convertido en mascotas y viven en los servicios. Los internos les brindan afecto, agua y alimento, y hasta los sacan a pasear por el jardín con correas.

El Pasteur se llevó también a algunos de estos, los perros fieles, los que ofrecen vínculos "terapéuticos". Un grupo de trabajadores se propuso recuperarlos para darlos en adopción castrados y vacunados.

Hace más de veinte años, a Moretti un oficial lo ayudó a espantar a los animales. A Marcheggiano nadie lo ayudó. El insuficiente personal de seguridad privada --que mermó en los últimos años, señala Crisel-- vigila sólo la entrada. Para colmo, "toma mate y no controla casi nada", según denunció Alberto Sava , psicólogo social, fundador y director del FAB. Perelló teme que el castigo recaiga sobre las precarizadas enfermeras: administrativas para sus derechos, profesionales para sus obligaciones. En torno a la falta de seguridad, e incluso de luz por las noches, se pregunta: "¿Están esperando que aparezca una enfermera violada?".

No, no fueron los perros. Fue lo más nefasto de la condición humana. La imagen de perros furibundos por una hembra en celo atacando a un interno en un hospital público es demasiado fuerte. Pero así como causa estupor, también es otro capítulo del abandono, de la desidia.

De acuerdo a información del Frente, ya hay por lo menos 15 casos de coronavirus entre trabajadores y pacientes. El personal viene denunciando falta de insumos, escasa limpieza, poca seguridad. Las deficiencias pandémicas se apilan a las estructurales. Da para pensar que, de acuerdo a la Ley Nacional de Salud Mental (2010), los manicomios deberían extinguirse precisamente este año y ser reemplazados por otros dispositivos.

La angustia pelea un lugar en la agenda y Moretti hace un llamado a pensar en quienes padecen el doble estigma de locos y pobres: "Señor, señora, usted que hace sesenta y pico de días que no puede salir a la calle, imagínese a una persona que hace sesenta y pico de meses está encerrada en un lugar y no puede salir a menos que gestione un permiso especial. Me sigo encontrando con gente que conocí hace 22 años. Siguen ahí adentro. ¿Dónde está la cura?".