En el medio de la pandemia de un virus que ataca las vías respiratorias y deja a millones sin aire, la frase I can’t breath (no puedo respirar), pronunciada por George Floyd antes de morir aplastado por un policía, parece inaugurar una nueva etapa de disputas abiertas.

No fue el Covid-19 lo que le quitó la respiración a George. Fue la rodilla de un oficial que acumulaba sanciones por abusos y violencia. El grito unificado “No puedo respirar” recorre el mundo y al traducirlo cobra nuevos sentidos. Quizás hayan sido las mismas palabras que pronunció Luis Espinoza, campesino, trabajador golondrina que la policía mató a balazos y desapareció en la provincia de Tucumán. También le faltaba el aire a la madre que filmó en Chaco cómo la policía irrumpía en su casa, golpeaba a sus hijes y acosaba a sus hijas, en una comunidad Qom, como puede verse en el video desgarrador que difundió revista Cítrica.

El racismo nunca se extinguió y sobre la base de esa violencia se fundaron los Estados, con ciudadanías de primera, de segunda y de tercera. La negación de ese proceso y la falta de reparación histórica es el acto racista y silencioso que persiste y corroe cualquier intento de democracia.

“Estados Unidos saqueó a los negros, saqueó a los pueblos originarios. Saqueo es lo que hacen ustedes. La violencia la aprendimos de ustedes”, decía hace pocos días Tamika Mallory, activista negra y feminista, en un discurso tan claro como poderoso. Una mujer de la comunidad Qom podría hacer propias las palabras de Tamika pero en cambio me dice que ya no saben qué nombre ponerle a violencia que sufren “si hasta la lengua nos quisieron robar”.

El saqueo es sobre los territorios, pero también sobre la propia vida. Cuerpo-territorio dicen las feministas de América Latina. “Sin justicia no habrá paz” se lee en los carteles hoy. Piden por Floyd pero también por lxs más de cien mil fallecidos por coronavirus, que ya superan a los soldados muertos en la guerra de Vietnam. Decir que el virus afecta a todxs por igual es borrar que en Estados Unidos la tasa de mortalidad para la población negra es tres veces más alta que la de lxs blancxs, cuyos ingresos les permiten pagar por los servicios sanitarios privados. Es también omitir que en los barrios de las comunidades indígenas de Chaco las fuerzas represivas se creen habilitadas a hacer cumplir el aislamiento a los tiros, a los golpes. El alcohol que falta como insumo básico para evitar contagios, los policías lo usaron para rociar a mujeres y amenazarlas con prenderlas fuego si difundían lo que pasó, en un triple gesto de derroche, silenciamiento y violencia policial.

“Nos quitaron tanto, que nos quitaron hasta el miedo”, repiten los carteles en las movilizaciones feministas. Tampoco tienen miedo quienes se amontonan en las calles de las ciudades de Estados Unidos, con barbijos pero sin distanciamiento. Son sobre todo jóvenes que en los últimos años se acercaron al debate político como hacía mucho no pasaba. Mucha gente mayor se asoma y apoya desde las ventanas y balcones, según cuentan quienes participaron de las movilizaciones de esta semana.

Brechas, como surcos grabados en la memoria

En los actos y discursos suenan sobre todo voces de mujeres negras. Representan la memoria viva de los movimientos por los derechos civiles de los años sesenta y de los feminismos negros que cobraron fuerza en los años ochenta, cuando el desempleo para la población negra alcanzó un 20 % (tanto entre varones como entre mujeres), más del doble que para lxs blancxs.

El neoliberalismo se expandía como un virus por el mundo, con un objetivo claro: reducir el poder de negociación de lxs trabajadorxs, para dar paso a una etapa inédita de concentración de la riqueza y aumento de las desigualdades. Para ponerlo en cifras, según el Economic Policy Institute, en 1973 el porcentaje de trabajadorxs con protección sindical en Estados Unidos era del 26 % (33 % para los varones, 17 % para las mujeres). En 2019, apenas un 11 % está cubierto (12 % entre varones, 11 % entre mujeres). La desprotección tiene un rasgo más novedoso entre los varones. Para las mujeres la historia de precarización es más larga: siempre estuvieron relegadas a los trabajos peores pagos y con menos derechos.

La brecha salarial entre blancxs y negrxs sigue firme desde los años setenta e incluso se amplió: era del 22 % en 1973 y del 24 % en 2019. La comparación entre blancxs y latinxs es aún peor: era del 20 % en 1973 y del 25 % en 2019.

Trump asumió en 2017, cuando el país llevaba tres años de recuperación de las tasas de desempleo, que habían alcanzado un pico del 9 % en la crisis de 2008. Su promesa era reducir aún más esa cifra. Y lo hizo. El desempleo bajó a un récord histórico del 3 %, pero con la llegada del coronavirus se multiplicó por cinco. La pandemia expuso la precariedad de esos puestos laborales, sobre todo para la población negra y latina. Sin protección, ya son más de treinta millones los que perdieron sus trabajos y la cantidad de personas desempleadas supera a la que se registró en la Gran Depresión.

Se puede buscar en estos números una pista fundamental que compone el escenario de hartazgo. Trabajar para que otrxs acumulen cada vez más. Y morir en el intento.

Modelo para desarmar

Durante los diez años previos a la llegada de Trump (1997-2017), la precarización de la vida fue persistente. Los precios que más aumentaron fueron los servicios de hospitales y médicos en general, las cuotas de las universidades privadas y los alimentos. En cambio, se hicieron más accesibles los autos nuevos, los celulares y la ropa.

La pérdida de derechos sociales y económicos redundó en lo que llamamos crisis de reproducción social. Para quienes no pueden pagarlos porque los salarios no alcanzan, no hay tiempo, recursos ni lugar para los cuidados. Eso es lo que exponen los cuerpos que arriesgan sus vidas con tal de hacerle entender a los gobiernos que así no se puede más.

Ya que aprendimos a pronunciarlo en inglés, sepamos que en Qom, no puedo respirar se dice Qaicaa ca iaa lmá. Me lo enseña Estela Cubilla, una mujer que lucha hace años para visibilizar el abandono que sufre su comunidad. En estas tierras el racismo también organiza jerarquías y decide entre la vida y la muerte. Los discursos de odio no son sólo los que se expresan sobre el color de piel de las personas. Son también los que se oponen a los servicios públicos, los que quieren un modelo de sociedad privatizada y segregacionista.

Racista es considerar que cada une tiene lo que merece según su esfuerzo personal. Es negar cualquier forma de compensación a lxs sectores históricamente saqueados, ultrajados y violentados. Racista es no ver en el reparto de la propiedad un origen violento y aberrante.