Esteban pensó que si iba a vivir en China tenía que saber cómo era la luz allá, porque la luz no es igual en todas partes pero define la felicidad, la energía, el movimiento. En especial si es lejos o es antiguo, ¿cómo sería la luz en China? Pensaba que el relieve de la luz es retrospectivo y la dilatación de los rayos puede ser lírica o vital, pero depende del paisaje y la mirada poética es un lugar para poder hablar con los muertos y poder hablar con el amor. ¿Y qué más? ¿El amor? No supo, nadie debe tener más muertos que China, pensó, y quizá por esa ambición del paisaje, el sol se levanta allí y cuando a la tarde va dejando atrás la muralla o los Urales, se va pareciendo a la luz desvaída de un camposanto.

Hay lugares donde la luz es opaca, como en Irlanda, o donde crepita como en Túnez y donde es argentina, como en Argentina. ¿Cómo sería la luz en Wantang, en Beijing? Hay luces de eterno mediodía como en Sicilia o apagadas de nostalgia como en Berlín o en los desiertos de nieve de Alaska.

Más brillante, dijo Wu, mientras examinaba el pedido de Esteban escrito en cantonés. Habían empezado a cerrar el local por la pandemia y sólo hacían delivery a domicilio. Por telefóno o WhatsApp era diabólico, una hora de gritos y rectificaciones para pedir cuatro productos. Entonces Esteban apeló al papel de arroz y unos listines donde decía: Niúnǎi (leche) 4; Miànbāo (pan) 4, Kāfēi (café) (2) Xiǎo biǎndòu lentejas (6), (1) pollo, Qǐ sī queso; Piǎobái jì -lavandina (2) Láile (vino) 4. Desde los seis años, que había escrito su carta a los Reyes Magos, no tardaba tanto en hacer una nota.

¿Más brillante que qué…? La luz, dijo el Chino, porque es donde nace, y mientras, remarcaba los precios de los lácteos invisibles. A Esteban le pareció una pavada, la frase de un repositor chino viviendo a los tumbos en una periferia argentina. Un slogan chauvinista de la nostalgia, sanata, la mejor luz es la de tu patria, la de tu casa. Sarasa, Wu. Cuento chino, y el chino se rió como siempre, por las dudas.

Tampoco es tan distinto a lo que sus padres le explicaron a Esteban en El Hotel donde soñaba Perón: que el sol sale por el río, niño… mira hacia el río, el bajo Ayolas, allá, donde van los peronistas, los estibadores, los negros, donde miraba Belgrano. Desde Reginaldo y la lagunita de Berni, y las colinas de Rosa Wernicke, de ahí, mirá hacia la isla, con esta bajante podríamos cruzar a pie por los bañados. Bueno, ahí, mirá para el Banquito, ponete a las 7, a las 6, en verano, y lo verás salir y subirse al mundo. Aunque aquí en Rosario somos tristes, no trajimos suficiente luz en los barcos, nos quedó lumbre en Europa, y ahora nos llega desteñida, débil, después de cruzar Oriente, el mar, el Uruguay, setecientos kilómetros. Como si al final se arrastrara, cansada y apenas fuera un relumbrón, algo rebotado, más bien horizontal, como si la luz acá nunca pudiera alcanzar el cenit o la victoria.


¿Y cómo sería la noche en Wantang? ¿Sería esa media luz del tango o de la bohemia, ese brillo satinado de los adoquines? ¿Habrá adoquines allá? ¿No los usaron todos en la masacre de Tian A Men? ¿Tendrá más o menos líbido la noche china? ¿Cómo será la luz en la cama de Xia?

 

Alguna de las reflexiones o soliloquios de Esteban fueron en voz alta, porque Xia lo escuchó desde la cocina y trayendo al dormitorio su desayuno de té Oolong, en hebras, las dos tazas con las estampas de la dinastía Ming, dijo: --La luz es una sola, como la felicidad, aquí o en Wantang, el paisaje son los ojos, lo que ves es el lugar donde se nos permite amarnos y siempre hay luz suficiente para estar despiertos, incluso en la noche. La luz es el lugar que me permite hablar contigo. 

Y lo besó apoyando sus labios sobre los de él con ese modo suave de las cosas invisibles que sin embargo imprimen una huella.