El audio radial circuló fuerte estos últimos días y dice: "Va a ser muy duro, va a ser durísimo. Van a ser mínimo ocho, nueve meses en el que vamos a tener que hacer la plancha, bucear, (andar con) tubo de oxígeno, para ver cómo hacemos en el día a día. (...) Todos en el Arca de Noé. Todos metidos como argentinos". Quien habla es Ludovica Squirru Dari, reconocida astróloga e introductora del horóscopo chino en la Argentina. Y el vaticinio -cómo iba a afectar al 2020 el inminente ingreso en el zodíaco chino al ciclo de la rata- se remonta a octubre del año pasado, cuando Alberto Fernández aún no había sido elegido presidente y la posibilidad de una pandemia matando a miles de personas, quebrando la economía global y afectando hasta el último rincón de la vida cotidiana sólo era imaginable en alguna distopía de Netflix. No estaba en los planes de nadie, pero Ludovica la vio.

"La astrología china si realmente la estudiás ayuda mucho a mejorar las cosas. Es preventiva. Te ayuda a aceptar a los otros sin enojarte, a encontrarle la vuelta a tus afectos, a emprender mejor el camino porque es escuela de vida", dice ahora, a nueve meses de aquel pronóstico, y a pocos días de ver reeditado Mi china, su libro más importante y querido; valorado por quienes más allá de la temática astrológica encuentran fuerte interés en su periplo inédito por el país de los emperadores. Y considerado por ella misma como el que terminó de definir su retiro progresivo del mundo de la farándula y el espectáculo, luego de una prometedora carrera a principios de los ochenta como partenaire cómica de Tato Bores y Carlos Perciavalle.

"Me iba muy bien como actriz. Era conocida. La gente me felicitaba. 'Qué buena cómica que sos', me decía. Y yo: 'Mmmm sí, gracias'. Pero pensaba: 'Sí, es lo que estudié en el conservatorio. Sí, es lo que me felicitaban en los actos del colegio. Pero no, no es lo que yo siento que tengo para darle a la gente o a mí misma'", recuerda y reflexiona hoy quien por entonces ya venía publicando con mucho éxito sus ediciones anuales del Horóscopo Chino, pero que con Mi China terminó de confirmar lo que quería hacer de ahí en más. "Yo ya tenía plantada la semilla", dice y ya veremos por qué. "Era ir a China o morirme. Aunque tal vez también morirme si iba. Y fui".

LAZOS DE FAMILIA

1987. Mientras en Argentina los precios empiezan a acelerarse y el Plan Austral a sucumbir de manera irreversible, Ludovica junta todos sus ahorros y toma la decisión de llegar a su tierra prometida por vía indirecta: tiempo atrás había intentado conseguir una beca en la embajada china en el país y la negativa había sido absoluta. "Supe que no iba a ser fácil llegar", escribe. "Pero como tengo metabolismo 'rumiante' y sé esperar, seguí en el Tao (camino)". El plan consistió entonces en ir primero a Nueva York, donde hizo escala varios meses, realizó nuevos estudios de cultura china y hasta divisó a Woody Allen paseando por el Central Park; y luego París, donde finalmente logró conseguir una visa de la mano de una sede diplomática un poco más receptiva a su interés extraño y auténtico.

"Yo fui a cumplir, primero, el deber de mi papá. Y luego el mío", remarca hoy. Y la razón de semejante injerencia paterna se revela al principio del libro, cuando cuenta cómo cuarenta años antes de los hechos narrados (o sea, en 1945) otro Squirru pero varón y jovencísimo (o sea, su padre Eduardo cuando apenas contaba con 21 años), se enteró un día que la Argentina abriría su primer embajada en China y decidió apersonarse en el domicilio del embajador designado para ofrecer sus servicios y.... conseguir el cargo.

La escena es hilarante y está narrada por el propio Eduardo Squirru gracias a que Ludovica obtuvo -de manera sorpresiva y poco antes de sentarse a escribir- el diario que había escrito su padre mientras estaba destinado en Shanghai. "Me lo entregó mi tío y padrino Rafael Squirru: vino un día a mi conventillo de Constitución donde me había encerrado a escribir el viaje y me entregó en mano los papeles. Para mí fue una conmoción porque ni sabía que existían. Pero también fue una confirmación de lo bien que había hecho de concretar mi propio viaje a China y escribir mi propio relato".

De infancia en una quinta de Parque Leloir, Ludovica dice haber recibido una educación particular que explica varias cosas: "Yo me crié como una china", subraya. "Tanto a mi hermana como a mí, nos hacían hacer trabajo de fuerza desde chicas. Y por las noches papá nos contaba su viajes, las cosas que había aprendido en Shanghai. Así, me fue inculcando una fascinación por esa país de fantasía y misterio desde muy pequeña".

Entre 1987 y 1988 era el turno de otro Squirru, Ludovica. "Yo sabía que tenía que ir sí o sí. Ya hacía cuatro años que con mucho éxito venía publicando el Horóscopo Chino y la gente me preguntaba: 'Che, ¿y vos fuiste a China?'. 'No, pero mi papá...'. Ya no podía seguir más con ese cuento. Tenía que ir yo. Era la herencia espiritual que había recibido y que tenía que transformar en lo que vendría después". Una vez en Francia, entonces, Ludovica logró conseguir visa y también un ticket a Beijing. Pero claro, una vez allí -y tras un largo y poco bromatológico viaje vía Islamabad, Pakistán; "un avión más parecido a un colectivo 60 en hora pico que a un Boeing"- las cosas no resultaron muy parecidas a lo esperado.

"Por supuesto que no encontré la China que relataba mi papá y que yo había idealizado. Fue un trompazo que me noqueó de primera", cuenta, que en vez de la ciudad colorida y el mística que por ejemplo había sabido apreciar en películas como El último emperador de Bertolucci (ganadora del Oscar en 1987) se encontró con una Beijing gris, de cemento y oprimida; "más cerca de la Autopista Riccheri" que de los soñados jardines orientales. "Le dije a Hulli (Nota: la cálida guía que la acompañó durante gran parte de su estadía) que me sentía decepcionada", escribe. "Me había imaginado que Beijing sería como la Ciudad Prohibida, con templos y pagodas a mi paso; y en cambio me topaba con una ciudad industrial, árida y descampada".

Semana después --y en lugares como el Palacio de Verano, el Templo del Cielo o ciudades como Xian y Nankín-- Ludovica pudo encontrar algo de ese Lejano Oriente tantos años imaginado. Pero en ese primer momento el contraste brutal fue más fuerte e incluyó a cada paso que daba una nueva dificultad, ya sea con el idioma ("Sólo por señas porque muy pocos hablaban inglés y tampoco les interesaba hacerse entender. Para ellos era una extraterrestre"); con la comida ("Todo lo que ahora se estuvo diciendo de los mercados chinos es verdad y peor"); con el clima ("veinte grados bajo cero, era congelarse apenas salías") y más. Por suerte, como también suele suceder, la buena estrella prevaleció: poco antes de partir, Ludovica asistió a una cena en París donde conoció a un argentino que se ofreció a contactarla con chinos habituados a tratar con extranjeros para asistirlos con su viaje. Y el horizonte se abrió. "Realmente me salvó. Me organizó el viaje casi sin conocerme y recién nos volvimos a ver a la vuelta. Al día de hoy aún le estoy agradecida".

Un encuentro providencial. Si lo hubieras buscado tal vez no aparecía.

-Y es que cuando estás en el Tao y estás haciendo los deberes de la vida, aparecen las ayudas, los dadores, los ángeles. El Tao te recompensa.

¿Y cuando no estás haciendo los deberes?

--Y... Ahí tenés que recursar y recursar. Y los viajes pueden convertirse en una pesadilla.

 

YO MONO, EL CHANCHO

Está claro que el viaje relatado en Mi China estuvo lejos de ser una pesadilla; todo lo contrario. Y si algo tuvo -además de todo el impacto cultural que Ludovica aprovechó para interiorizarse más en el amplio abanico de saberes milenarios (no sólo la astrología; también el Feng Shui, el I-Ching, el confusionismo y la medicina holística)- fue una inesperada historia de amor.

"¡Ay, cómo me enamoré de ese marroquí!", exclama cuando se la consulta sobre flechazo que atraviesa el libro y de algún modo todavía late en el recuerdo. "¿Viste qué romance? Me salvó el viaje", suspira todavía tocada por ese encuentro. "Cosas que sólo te pasan cuando viajás sola, lejos y sin esa clase de expectativa", rememora.

Y ahonda: "Imaginate estar la primera noche en ese hotel soviético en el que me había tocado alojarme, con un jet lag de doce horas y un hambre que me comía un ser humano. Voy al restaurant del salón y me dicen: cerradísimo. Imposible conseguir algo hasta al día siguiente. Yo insisto, pero no hay caso. En eso veo que se acerca un churro bárbaro, porque la verdad que era un bombonazo impresionante que además hablaba inglés, y me pregunta '¿Querés comer algo? Podés venir con nosotros'. Y me señala una mesa donde estaba sentado junto a otros amigos. Ahí dudé: 'Ay Dios, ¡qué hago!' Pero acepté. ¡Tenía un hambre! (risas). Y apenas me senté empezamos a charlar. Ahí me entero que es un marroquí estudiando en Beijing. Yo 31 años, el 27. Yo mono, él chancho. Un flechazo instantáneo, con una luna llena acompañando esa noche. Y una sensación de riesgo, de romance y de película que después jamás olvidé".

La historia se extendió con idas y vueltas durante todo el viaje. Y tuvo un desenlace que no se contará acá. Aunque la pregunta de qué pasó después, a treinta años de ese amor después del amor, la gran incógnita de todo lector del libro, sí se formula, por supuesto. "¿Qué pasó luego?", desliza divertida Ludovica cuando se indaga al respecto. "Quedamos cada uno con nuestras direcciones de correo. Él, la mía en Constitución; y yo, la de su madre en Fez, Marruecos. Pero no nos escribimos. Nada. Cero noticias. Hasta que ya en el '92, acompañada por un amigo que hablaba francés, decido ir hasta su domicilio en Marruecos y por supuesto no lo encuentro. Sí conozco a su mamá, que al principio me desconfía y hasta piensa que puedo ser una espía (!), aunque igual logro dejarle el libro y mis datos. Vuelvo a Buenos Aires y a los siete u ocho meses me escribe. Me dice que quiere venir y quedarse a vivir. Y ahí yo arrugo, le digo que no sé, que me hubiera gustado más algo a mitad de camino. Que para que se instale yo ya no estaba tan preparada".

¡Qué desencuentro!

-Sí. Lo que pasa es que ahí yo ya estaba en otra. Y no en el sentido de estar con otra persona, en pareja, sino en el de estar en otro mambo, muy enfocada en mis cosas. Y un "un amor de la vida" te puede trastocar mucho el camino, lo que ya tenés armado. No sé, no pude, no se dio. Y ahora a veces pienso qué será de su vida, ¿en qué andará? Desde entonces no hablamos nunca más.

Como suele decirse, Ludovica regresó distinta de aquel iniciático viaje a China. Más que distinta. "Volver de allá fue como volver de otro planeta. No era la misma. No encajaba con nada y con nadie. Me sentí vaciada. Y hasta que no me encerré y terminé el libro, en una situación muy parecida a esta cuarentena, sin salir para prácticamente a nada, sólo adentro escribiendo el relato, no pude estar tranquila y reencontrarme conmigo misma".

Un año después (1990), Mi China llegó a las librerías y se convirtió no sólo en un suceso de ventas sino también en la confirmación de un rumbo de vida que incluyó la necesidad de radicarse fuera de la ciudad, pero cerca de las montañas. Un deseo que nació como producto de su estadía en Beijing y demás ciudades chinas. "Y así fue que en un momento junté todas mis cosas y me fui a vivir a Nono, Cóŕdoba".

Radicada desde entonces en esa localidad del Valle de Traslasierra, una de las más pintorescas y espirituales de la zona --hogar de Las Pelotas y los primeros Sumo, entre otros-- Ludovica cuenta que no volvió a pisar ni volvería a pisar tierra oriental. "Ya fui y encontré lo que buscaba, que era saber si era verdad la astrología china y hasta qué punto la practicaban. Hice contacto con médicos, acupuntores, astrólogos, monjes, sabios. Y era todo verdad. Ahora no me bancaría volver a una China globalizada. Como puse en el poema: con una vez en la vida me alcanza".