Tres veces nos preparamos –mi mujer y yo– para visitar a alguien que, injustamente, había perdido su libertad. Por diferentes razones, el deseo se cumplió con una demora considerable: el sábado posterior al carnaval jujeño. Visitamos a una persona a quien su provincia le había negado –contra toda opinión razonable y bajo el único fundamento del poder que en ese Estado y en nuestro Estado nacional desarrollan jueces y políticos– festejar los carnavales con libertad, famosos en nuestro país como fiesta provincial. No fuimos solos. Nos acompañó una pareja de amigos que concertó la visita y nos condujo hasta la cárcel de Alto Comedero un legislador provincial con vínculos con la organización barrial Tupac Amaru. Tampoco fuimos sin instruirnos previamente. A más de las lecturas correspondientes, cuya carpeta se ha robustecido considerablemente con el tiempo, el viernes visitamos las instalaciones centrales de la organización barrial en el centro de la ciudad de San Salvador de Jujuy, dotadas de lugares de esparcimiento deportivo, servicios de salud y consultorios médicos y dependencias administrativas, y, en especial, el establecimiento educativo con tres niveles de enseñanza, primaria, secundaria y terciaria. Según se pudo ver en nuestro rápido recorrido, todas esas instalaciones, salvo la escuela y el colegio, adolecían de un estado de semiabandono por carencia de presupuesto, consecuencia del encarcelamiento de quienes forjaron la idea de una vida mejor para el pueblo originario de la provincia, comprendidos allí aquellos sumergidos o excluidos por ser pobres, sin recursos, indefensos socialmente. Un jovencito, que mantiene su hogar conduciendo un automóvil de alquiler, fiel a su nacimiento como adulto dentro de la misma organización, fiel como pocos a su líder, Milagro Sala, y a los principios desarrollados por la organización barrial, apodado Diablo o Diablito, fue nuestro cicerone para mostrarnos el desarrollo de la organización barrial en Alto Comedero, con centro en el parque que ella misma creó en tierras fiscales, que apenas si regaba un arroyo, hoy entubado. Un templo, a semejanza del que constituye la estirpe aymara en Tiwanaku, Bolivia, el Kalasasaya, domina un parque inmenso, levantado en esos terrenos, y los llamados “piletones”, piscinas que me recordaron imágenes de mi juventud en el Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, donde existían también, para quienes no podían pagar la piscina de un club o aprovechar la propia de su casa, grandes piletas de agua dulce que alguna vez sirvieron para entrenarnos en natación y waterpolo en un club de barrio que presidió mi padre y duró escaso tiempo. Toda esa obra monumental, que supo brillar mientras duró sin persecuciones la organización barrial Tupac Amaru, evitó el riesgo de vida e infecciones de niños y jóvenes al refrescarse y bañarse en las aguas de los ríos Grande y Chico –que atraviesan San Salvador con su contaminación y carga de animales muertos y en estado de descomposición–, y significó el solaz de padres y ancianos, y hasta fue lugar ceremonial. Hoy el lugar está prácticamente abandonado, deteriorándose por proscripción de sus cultores y falta de presupuesto. Observado el panorama desde el templo, también abandonado como todo vestigio de las culturas originarias de esta tierra, con más sus hombres y mujeres “no blancos” –por definirlos de algún modo–, todos sufren la pérdida no sólo de sus posesiones sino, antes bien, de todo aquello que representaba su dignidad de vida en la actualidad. El “hombre blanco” ha regresado a practicar su profecía, su masacre del pueblo indígena, condenándolo a la pobreza y a la indigencia, aun sin ejecución formal de una pena. La escuela de Alto Comedero, edificada y organizada por la organización barrial al lado de ese parque gigante, separada de él por unos cien metros aproximadamente, también monumental, parece conservarse, dado que el gobierno provincial, según hemos sabido recientemente, la titula y reivindica como propia al estar asentada en terrenos fiscales. A los costados de ese parque y prolongándolo florecen las casitas edificadas por cooperativas vecinales de la Tupac Amaru, que se distinguen por su tanque de agua, casi todos con la imagen de Tupac Amaru, algunos con las efigies de Eva Perón o del Che Guevara. Restan sólo por describir las cuatro fábricas situadas en el mismo barrio de Alto Comedero, que producían bloques, adoquines y caños de hormigón para la construcción (la “bloquera”), la fábrica de muebles con la finalidad de auxiliar a quienes ocupaban las casas construidas, la de ropa de trabajo, de vestir y deportiva, uniformes escolares, cortinas y ponchos para la organización y sus integrantes e, incluso, para el comercio (la “textil”, en la cual –exageración quizás de la equiparación de género– trabajaban tantas mujeres como varones, según nos dijeron) y el “Taller metalúrgico”, que producía aberturas para la construcción (puertas, marcos, rejas, parrillas, juegos de jardín, piletas de cocina y baño, etc.). Todas estas fábricas, sus equipos y obreros organizados por la misma cooperativa barrial, que proveían diversos útiles a la comunidad y cubrían necesidades de ella, están prácticamente abandonadas; sólo algunas personas, individualmente, aprovechan de ellas y sus equipos, sobre todo de la “textil”, para confeccionar alguna ropa para vender.

Qué puedo decir como conclusión: ¡da lástima, hasta las lágrimas, que un esfuerzo así, quizás con errores pero nacido por amor a un pueblo expropiado, sometido a su suerte a través de tiempos inmemoriales, sea condenado, de nuevo, a vivir indignamente, como pidiendo perdón por su origen y por su fragilidad, carnadura de desventuras y dificultades, impuestas por su vulnerabilidad frente al poder político y económico, que sólo un pobre, un indigente, puede explicar de modo perfecto! No sé si estoy de acuerdo con todo lo que se hizo, en especial con el programa de educación –cualquiera de sus inclinaciones me genera dudas–, pero no podría desconocer, como otros habitantes del mismo suelo desconocen, que el emprendimiento en su conjunto es una muestra titánica de aquello que puede la voluntad y la solidaridad humanas.

* Profesor Emérito UBA.