¿Porqué no salgo? No salgo porque tengo miedo de salir, no es nuevo, siempre he tenido miedo de salir, de afrontar los peligros del cosmos, la soberbia de los ricos, los atropellos del poder, la injusta arbitrariedad del destino: no salgo porque no soy capaz de tomar las armas contra ese piélago de calamidades y luchar hasta morir, no soy capaz de morir, no soy capaz de dormir, tal vez ni sea capaz de soñar, según van las cosas.

Y tal vez por eso no salga, porque no soy capaz de soñar. Hay también la prohibición de salir, la ley, la regla, el canon gélmico o gelmánico que dice que no hay que salir, que hay que aprender a resistir, ni a irse ni a quedarse, a resistir...

Y aún así, pensando estas cosas, pensando porqué no me atrevo a salir, si es el miedo a que me agarren, a que la policía me multe, la municipalidad me encarcele, los jueces me reten, mi familia me desconsidere; estoy pedaleando a las dos de la tarde y la calle está apenas desierta aunque no se vean, como sí se cuenta, pangolines invadiendo la ciudad: como el río está bajo, se ve que han preferido ir a disputarle la escasez al agua de los peces, y así nos va, contando días que pasaron, pensando días que pasarán. Algunos lectores me consultan después de haber leído mi último libro, el que habla de la cárcel, por si tengo, me preguntan, algún consejo para sobrellevar la soledad, pero yo, perdido como estoy en este mar de desengaños, no tengo para aportarles ni una media idea: hay que aprender...

Como vivo en un departamento que empieza cuando uno se aleja unos cincuenta metros de cada calle, el silencio es regla y la penumbra canon, pero aún así tengo, colgada del borde de una biblioteca, una linterna con qué iluminar los rincones oscuros. Y en esto ando, pensando en volver y dejar la bicicleta a una distancia abismal desde mi casa cuando me entra un mensaje al teléfono. ¿Me querés? dice el mensaje taimadamente, como si yo tuviera espacio, a cincuenta metros de la calle donde no me atrevo a salir, para decir “no, no te quiero“.

Las ventanas, sin embargo, están muy depreciadas en esta casa, el señor que vive acá las tiene todo el tiempo abiertas y piensa, cree y lo dice, que tienen muy poca luz, encerradas como están, en el corazón, cincuenta metros de distancia, de la manzana. Sin embargo un día de estos se cortará la correa de la persiana y esto impedirá, ya que el departamento es antiguo, la iluminación del otro ambiente, el único que tiene ventana, estando como está, a semejante distancia de una calle céntrica. Los pangolines habrán estado llegando a esa misma hora a traspasar esa línea que antiguamente separaba la tierra del agua y que ahora se mezcla en unos barros cada vez más fluidos que les impedirán con seguridad sostener el paso redoblado que llevaban en el mero centro de la ciudad.

Sin correa, la persiana sigue baja y sin persiana alta, la ventana pierde su razón de ser, así como los pangolines en el barro, vistos desde lejos se confunden fácilmente con un yacaré y que me lo pregunten ahora o me lo pregunten después: ya caré, contestaré, total, en la húmeda oscuridad del leaving rhum, sería incapaz de distinguir un pangolín de una tostada sin gluten, por citar dos objetos contemporáneos.

Ponele que yo no salgo ¿el que arregla las persianas sí se atreverá a salir? Voy, dirá, a casa de un pangolín escapado de La Florida para reponerle la luz, así se le ve la larga cicatriz de la pierna izquierda y recuerda que, a la gruesa y fuerte vena que había ahí, los médicos se la han injertado enredándosela con fruición, arte y cariño en el corazón. ¿Se atreverá a venir?

Sí, no me atrevo a salir, que venga el que arregla la persiana, que traiga la luz, que vea las cicatrices, no sólo la de la pierna, también las del tórax, las del abdomen, las de la cara. ¿De cuántas hemos salido mientras fuimos jóvenes?

¿Estará allí la respuesta? ¿Será que no me atrevo a salir porque de la juventud me quedan sólo cicatrices, algunas amistades turbias y ciertos romances frustrados? ¿Vendrá el de la luz a arreglar la persiana? ¿Me tocará un buen médico que acierte con el tratamiento, cumpla con los protocolos y sostenga, bajo el ambo, un grande y turgente par de lindas tetas? El recuerdo del hospital es el de un pinchazo para la canalización, una via, como dicen las enfermeras, las médicas, el camillero cuando sostiente el suero con la tercera mano. Pero es también el grato recuerdo de las tres enfermeras ¿negras de Pickapoon? dándote un suave baño de espuma, un baño relajante, suave ya lo dije, caricias que aún cuando remede las costumbres del antiguo Egipto son un placer para recordar un día, otro día y el resto de la vida, si total, los vasos canopes están, en los hijos, en los alumnos, los pacientes, los planos, los libros, todas esas cosas que soportarán lo más vivaz de mis vísceras después de que yo haya sido.

 

Está bien, voy a salir, apenas vuelva de rondar el barrio con mi bicicleta, voy a salir.