Se viene el fin del mundo. Pero hubo una advertencia y se montó un dispositivo de salvataje. ¿Para toda la población? No necesariamente. La catástrofe durará cuarenta días y cuarenta noches “y exterminaré de la faz del orbe a todos los seres que hice” (Génesis, 7:4). Hay quienes no quisieron o no pudieron refugiarse. Prefirieron corretear por los prados, bailar en la calle al ritmo de un DJ balconero, defender los intereses de sus amos, reunirse en banquetes campestres o desafiar el riesgo por rivalidad clasista, que siempre es política. Se enferman por necedad y contagian desde la irresponsabilidad. En el lado opuesto, están quienes no se salvan. Deben exponerse para llevar pan a la mesa; o tienen hambre; o les falta agua; o carecen de espacio; o entraron en la ancianidad donde caen como moscas.

Una fábula así -diluvio universal y coronavirus- está atravesada por la ausencia del silencio. En el arca de Noe los animales no paraban de hacer barullo, en la virtualidad covid no paramos de hablar. Hablar es un acto por el cual le devolvemos al exterior opiniones que hemos escuchado o leído. Una operación mecánica, no racional. Decir, por el contrario, es un acto constituido por quien toma la palabra de manera consciente y elaborada.

Se charla con palabras vacías. Se conversa con palabras plenas. Esas que ponen en juego al sujeto. El aislamiento nos arrojó a la conexión permanente para decir nada o poco. Existen relaciones sexuales presenciales en silencio, algo no frecuente en las remotas. En los medios masivos hay silenticidios permanentes. Panelistas invitando a profesionales e interrumpiendo su palabra o su silencio reflexivo. Las opiniones equivalen a la doxa griega, palabra inconsistente. El decir, en cambio, es episteme, saber certero.

La raza opinadora -como las mónadas de Leibniz- carece de ventanas. Encapsulada en su ideología, no escucha, habla. Pero las mónadas del filósofo poseen una armonía preestablecida; si bien la opinioideología televisiva no sabe por dónde anda.

La presencialidad comparte palabras y silencios, la virtualidad -con excepciones- escupe letras. Hay que llenar el espacio remoto con palabras que -al atropellarse y superponerse- se convierten en ruido. El silencio es una nota musical que no se pronuncia, pero sin él no existiría la música. Otro tanto ocurre con la comunicación oral.

Estaría bueno sublevarse y compartir el silencio virtual a lo John Cage en 4’33’’, cuya partitura solo contiene la palabra Tacet. Indica a los intérpretes que deben estar frente a sus instrumentos sin producir sonidos durante cuatro minutos treinta y tres segundos. Una obra hecha de silencio. En música, el silencio reviste tanta importancia como el sonido y tiene sistema de signos. Análogo a los signos de puntuación de la escritura y a ciertas intensidades de la arquitectura. El silencio flota en el espacio e invita a la naturaleza a revelarse sobre la iglesia en el agua de Tadao Ando.

Minimalismo, silencio. La artista está presente es una performance de Marina Abramovic. Pasa días sentada sosteniendo la mirada de quienes se sientan frente a ella en total silencio. Por su parte, Pina Bausch matiza el movimiento con silencios corporales. También existe el silencio de la pintura. Malévich transformó las imágenes en superficies monocromáticas en su obra extrema: Blanco sobre blanco. El grito de Münch conmueve justamente porque no se oye. Si se le insertara sonido sería un mamarracho. Lo opuesto a estos ejemplos imbricados de silencio es la lectura del Ulises de Joyce. Páginas y páginas sin puntuación alguna. El tiempo embarazado con palabras. Un adelanto de la comunicación remota en cuarentena.

Ahora bien, el núcleo central de una conversación presencial no siempre pasa por la palabra. Existen entidades expresivas no verbales: gestos, actitudes, miradas, silencio. Se pierden entre las telellamadas donde el silencio provoca tensión. ¿Y si intentáramos compartir el silencio virtual?, ¿sacarle provecho al malestar?, ¿experimentar? Hay una grieta en todo. Así es como entra la luz, musitaba Leonard Cohen.

La inflación de los discursos esconde un silencio inexorable, el de la muerte. En tiempos de covid se la menciona solo como estadística, como conjurando a la innombrable. La negación colonizó lo digital y penetró a horcajadas de un asesino que vino a quedarse. No permitamos que nos robe (también) los descansos discursivos que completan la comprensión de lo que se pretende ocultar.

Flatus vocis: palabras carentes de sentido, pero defendidas como si lo tuviesen. Contamina la comunicación la ausencia de conexión silenciosa. Lo que se enmudece charlando esconde conflictos no resueltos. Pongamos por caso el trabajo informal, o quienes cumplen cuarentena en refugios, o las trabajadoras sexuales -asumidas como tales e incluso agremiadas- que fueron desaparecidas del estatus laboral (no se soluciona el horror de la trata y se las condena a la indigencia). ¡Ah!, pero las proscriben por “el bien de ellas”.

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Las ecofeministas denuncian la apropiación masculina de la naturaleza y del cuerpo de la mujer. Se manipula la tierra para desgarrar sus entrañas como se hurguetea sin el menor reparo en las decisiones de cada mujer sobre su propio cuerpo. ¿El origen teórico de esta expoliación? El legado cartesiano (separación cuerpo-alma) llevado hasta sus últimas consecuencias por el patriarcado moderno. La mujer condenada al silencio del cuerpo, el hombre libre para las producciones de la razón: ciencia, mercado, guerra. Carolyn Merchant -en la década de 1980- señalaba que el mundo estaba manejado por máquinas. Implicaba una explotación descontrolada de las mujeres y la naturaleza. La máquina para fabricar el hombre nuevo era también la máquina para matar mujeres viejas o descartables. Actualmente, a esos riesgos habría que agregar la compleja “solución” de una virtualidad que (entre otros inconvenientes, dentro de su eficacia) elude los descansos del lenguaje. El silencio es una figura de la inexistencia. ¿No habrá entonces relación entre las formas de callar y las prácticas que se quieren ocultar? He aquí un puñado de semen, es decir, de semillas, que arrojadas al viento buscan tierra fértil para seguir pensando.