Desentonaba entre tanta alegría suelta detenido allí en medio de un conjunto heterogéneo de bulevar, niños y gente con barbijos. Trevisano vestía un piloto a lo Robert Mitchum, la barba crecida le asomaba del tapaboca y tomaba un café take away. Me había llamado al teléfono fijo a las nueve de la mañana, le dije que no estaría decente por lo menos hasta las once. Lo oí gruñir y luego aceptar la demora. Llegué a las once y cuarto. Me preparaba para un reproche. En cambio él levantó el vasito a la altura de la cabeza y sin esperarme echó a andar. Lo seguí a distancia, una o dos cuadras, en Brown doblamos hacia Balcarce, hizo un bollo con el vasito y lo metió en el bolsillo del piloto.

“Esta forma de tomar café es una vileza. ¿Sabe por qué?”, me preguntó. “¿Porque es funcional?”, arriesgué. “Ve, usted está extrañamente lúcido esta mañana, señal de que ya ha desayunado en su casa, me perdonará pero quise ahorrarle el mal trago de beber en ese deshecho plástico. Vamos al grano: tiene que cerrar esa trilogía de textos sobre la abstinencia. ¿Es una trilogía, no?” Hice silencio. “No, aún no lo sabe. Claro, mejor así, igual que con el café. No se trata del encierro. Enemigos de los buenos bares y de la bebida hay por todas partes, en todos los tiempos”. Se detuvo en la esquina de Dorrego y entró a comprar el Página 12. El quiosquero lo saludó con notable deferencia. De fondo sonaba la orquesta de Di Sarli con sus compases al revés.

“Vea— prosiguió parado en la mera esquina, con el diario enrollado bajo el brazo izquierdo— durante varios siglos y gracias Goethe, la cafeína tuvo mala prensa. El poeta le encargó a un químico amigo suyo, un tal Runge, que analizara unos granos.

—¿Lo hizo para documentarse?, pregunté.

—De puro inquieto no más, con ese descaro de espíritu renacentista y universal, como bien señaló “alguien” de nuestra literatura. La cuestión es que Runge aisló el “genoma” del café, y en seguida dictaminó que era un alcaloide derivado de las plantas de la estricnina. Imagínese, veneno literario. Ahí empezó la mala fama.

—Imperdonable.

—Por eso si hablamos de escritores alemanes y provectos, prefiero la enjundia taurina de Kant. Su impaciencia por preparar el café era limpia, sin culpa, a pesar de que en una falsa biografía De Quincey intenta desacreditarle y de paso alejarlo del café. Raro viniendo de De Quincey que tenía una buena relación con el opio.

No dijo nada más, tiró para doblar por Italia y a la altura de Jujuy agregó: “Y así llegamos al siglo veinte, primero con la moda de las gaseosas y ahora con la cerveza artesanal. Los Cafés, tal como los conocimos, ya están acabados. Nos queda el consuelo de esos vasitos plásticos que terminan en el vientre de las ballenas. Y a propósito de itinerarios oscuros, usted está en problemas. Porque grosso modo ya no le da el tiempo para continuar con ese infierno literario de sus dos textos anteriores, y entonces querrá pasar directamente al Paraíso mediante algún artilugio conveniente. Recuerde que Virgilio desaparece más o menos por ahí, así que Marechal, su guía, ya no le puede prestar oficio. ¿Cómo voy?”

Adiviné una sonrisa bajo el tapaboca.

—Le tengo que dar la razón, concedí. Estos días estuve consultando mis apuntes, hay un catálogo de “pecados” que pretendía homologar a ciertas teorías de la narrativa. No sé, “negros” literarios, guionistas, amanuenses cuyas alegrías no se bastan nunca a sí mismas. Tampoco era muy difícil ambientar un Moulin Rouge y ubicar allí a los lujuriosos, a los sádicos, pasando por algún escritor con pose de “reventado”. En un salón contiguo Sartre escribiría, ajeno a las excentricidades, una consigna dictada mil veces: “el infierno son los otros.”

“La ira tendría también sus respectivos bares. El café Edelweiss donde David Viñas le rompe eternamente la única pierna sana al poeta Pellegrini por el pecado de ser surrealista, la mesa de los escépticos con Sábato y Andrés Rivera mirando el techo. Todo estaba más o menos inventariado, cada una de las estaciones contaba con sus reflejos literarios: escritores del yo, fraudulentos de best seller presididos por Sir Wálter Scott….

—Y sin embargo, una empresa imposible— me interrumpió Trevisano. ¿Qué iba encontrar en el ascenso? ¿La Literatura, la Belleza, la Felicidad? No me haga reír. Pero yo tengo la solución, me dijo, mientras notaba que habíamos dado un rodeo y regresado al punto del encuentro.

“Hay que volver al sueño, como hizo Dante— sentenció. Después de su muerte se creía que la Comedia estaba inconclusa, sea porque el poeta demorara en enviar los manuscritos al jefe gibelino de Verona, sea por desconfianza en su propio valor literario. Lo cierto es que faltaban doce o trece cantos del Paraíso. Bien que lo buscaron sus hijos, y hasta se empeñaron en escribirlos ellos con resultados nefastos. Eran más torpes escribiendo que buscando los manuscritos del padre. Por fin, si le creemos a Boccaccio que era un contemporáneo suyo, Dante se le apareció en sueños a su hijo Iacop —paradójicamente el más despierto de los dos— y le confirmó la existencia de los Cantos y su escondite. Esa misma noche comparecieron en la casa paterna acompañados de un notario y los encontraron detrás de una estera, en un ventanuco de la habitación de Dante. Ahí tiene: ese es el final de la Comedia y de su abstinencia. Y lo hemos encontrado como empezó, en un sueño”.

—¿Usted sugiere que escriba un texto atribuyéndolo a un espectro?

Trevisano miró su reloj, se acomodó el perramus y se ajustó el barbijo. “Tengo que volver, se me ha terminado el tiempo”, dijo. Y cruzó el mediodía del domingo para el lado de Alvear.