En esta conferencia yo me propuse fundamentalmente una cosa: ser justo. Exaltar a Echeverría en lo que debo exaltarlo, pero también reparar algunos errores históricos que cometió.

No se puede hablar de El matadero, de Echeverría, sin referirse también a la tragedia de los negros (y principalmente las negras) en la República Argentina. Vamos entonces a hablar de una obra maestra pero también de una tragedia maestra.

El odio da mucha fuerza narrativa, y a Don Esteban le sobraba odio y genio. El vigor de la frase, el dominio del color y la forma campean a lo largo de esta obra. Y si no examinemos.

“Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia, adoptando el precepto de Epicteto ‘sustine abstine’ (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ‘ab initio’ y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula… y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo”. 

Vemos que Echeverría ya, ab initio (como diría él), arremete con ironía y frase filosa contra la Iglesia de Buenos Aires porque, según se ve a poco, la acusa de estar aliada al Restaurador. Lo cierto es que, más allá de que estemos o no de acuerdo con las ideas de Don Esteban, dan ganas de citar el libro entero a causa de su vigor narrativo, cosa que haría si no se saliese de los propósitos de esta conferencia.

Ahora bien, los sucesos de los cuales nos habla Echeverría transcurren no sólo en Cuaresma sino en medio de una terrible inundación, cosa que agrava el desabastecimiento. 

 “Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y ‘aguateros’ se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero, en cambio, se fueron derecho al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas. 

No quedó en el matadero ni u nada solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de ‘achuras’, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal”. 

Vemos de lo anterior que para Don Esteban gaviotas, perros y negras vienen a ser poco menos que lo mismo. Por este y otros pasajes podremos comprobar que, en lo que a nuestro autor respecta, las negras son la esencia misma de la degradación maléfica.

  De todas maneras y como el desabastecimiento de Buenos Aires había llegado a límites muy peligrosos, el propio Rosas ordenó que al matadero se llevasen cincuenta animales a como diera lugar. Así fuese nadando. 

  “El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga ‘rinforzando’ sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo”. 

El escrito de Echeverría es tan bueno, de tan visible vigor, que uno, instintivamente, tiende a creer que todo lo que sostiene es verdad. A meter a la totalidad en lo que yo denomino la bolsa insondable del etcétera. 

Pero examinemos más de cerca y hasta el hartazgo, algunos de los especiales odios de Don Esteban.

“La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa”.

Pero las frases deliciosas son tantas que uno se ve forzado a elegir: “Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía –gritaba uno”. “¡A la bruja! ¡A la bruja! –repitieron los muchachos–; ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro”. 

“Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas, y resbalando de repente sobre un charco de sangre caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hileras 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en las tripas como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura”. 

Y por último: “Ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero, y no de ellas distante, porción de perros flacos ya de forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales”.

Vamos a analizar estos fragmentos, pero no ya desde el punto de vista narrativo sino a la luz de la historia. Nada más ficcional que el realismo, donde todo lo que escribimos está bajo la luz del recorte ideológico. Mientras hacemos obra, del tipo que sea, toda nuestra narrativa se torna real, en tanto que nuestro realismo tiende a volverse narrativa y ficción.

Entre las partes más fuertes del libro que analizamos se cuentan la decapitación por accidente de un niño, el escape de un toro bravo (cuesta muchísimo matarlo) y la humillación y muerte de un joven unitario. Lamento no tener espacio para analizar cada episodio en detalle.

En un comentario que leí sobre El matadero decía que la mayor parte del texto es descriptivo (vale decir un cuadro de costumbres), pero que la parte final debe ser considerada narración. Yo, por el contrario, diría que la ideología que campea a lo largo de toda la obra la transforma en pieza única, casi puramente ficcional.

Empecé esta conferencia diciendo que la obra maestra que consideramos (El matadero) no se puede separar de la tragedia nuestra de negros y negras argentinos. La gran desgracia de nuestra República es que nos hemos quedado sin negros a causa de una sucesión de políticas fatídicas. Se aún tuviésemos negritud los argentinos seríamos más alegres (algo se nos habría pegado de los morenos); como es en Brasil, donde hay mucha pobreza pero también el carnaval y la alegría de vivir (a como dé lugar) a lo largo de todo el año.

En plena guerra contra el Paraguay, el general Emilio Mitre escribió una carta a su hermano (el general Bartolomé Mitre, por aquel entonces Presidente de la República) diciéndole que, para las batallas más duras y difíciles, mandaba a los negros, y que hacía esto “porque son los más valientes”.

Esta virtud, la de la valentía, a la larga conspiró contra los morenos. Fueron utilizados en la guerra de la Independencia, en las guerras civiles y también en la fratricida lucha contra nuestros hermanos paraguayos. Para colmo, en 1870, luego de finalizados los combates contra el Paraguay (y como consecuencia directa de la misma guerra) estalló en Buenos Aires la fiebre amarilla. Los barrios más castigados fueron los de San Telmo y Monserrat, por aquel entonces habitados principalmente por negros, quienes murieron de a cientos y miles. Ya finalizada la pandemia hubiese quedado negritud suficiente como para restaurar el potencial biológico moreno, pero ellos se dijeron: “Ya tenemos suficiente. Este país nos ha traído mala suerte. Vámonos”. Y así lo hicieron. Cruzaron el charco. No creo que a nado, porque Uruguay queda muy lejos para ir nadando, pero sí en piraguas, balsitas o lo que fuera. E incluso más de cien familias deben haberse ido al Brasil, pese a la diferencia idiomática. Allí habrá sido protegidos (hasta que se adaptaron) por otros pobres, morenos como ellos. Sólo el que ha sufrido es solidario con el que sufre.

Hace mucho leí un excelente artículo referido a la diáspora de los negros argentinos, pero por desgracia no recuerdo el autor.

Pablo Piovano

Pero volvamos a Echeverría. Vemos, por las partes que citamos de El matadero, que para Don Esteban nuestras negras y mulatas no sólo eran feísimas sino también unas harpías rapiñeras de achuras, sebo y cuanta cosa. A la altura de las gaviotas carnívoras y los perros cimarrones.

Vamos a analizar un poco la comida de los negros a lo largo de la historia argentina y así se comprenderá por qué sostengo que El matadero, más que un texto naturalista y realista, es una obra vigorosa pero ficcional. Recuerdo perfectamente que Oscar Wilde dijo: “En este mundo todo puede probarse. Hasta lo que es cierto”. Pues bien, pese al sombrío pronóstico del Maestro Wilde intentaré demostrar que el texto de Esteban Echeverría, pese a ser una obra maestra, está plagado de inexactitudes.

En primer lugar recomiendo vigorosamente la lectura del libro Historias del comer y del beber en Buenos Aires, del estudioso Daniel Schávelzon. En la página 70 hay un capítulo: “¿Los esclavos comían?” Yo ya estaba enterado de algunas cosas que cuenta Schávelzon, pero no de todas. Sabía, por ejemplo, que en las épocas del Virreinato a los esclavos se les daba de comer basura, pero ignoraba que tanta y tan alevosa.

En primer lugar los amos compraban carne de la peor y más dura, de esa que prácticamente se regalaba. Se la cortaba en tiras finas y largas para luego colgarlas al sereno. El principio de descomposición la ablandaba. Ahí se metía toda esa carroña en barricas con sal muera, luego se la lavaba para quitarle la sal y de ahí salían tiras blancuzcas de olor que ustedes ya pueden imaginar. Eso se les daba a estos desgraciados como único alimento. Por tal razón las negras, virreinales primero y argentinas después, debieron emplear su ingenio y su genio para comer un poco mejor. Con seguridad se habrán dicho: “Encima que somos esclavos y nos hacen de todo, ni siquiera podemos llevarnos algo decente a la boca”.

El matadero ya existía desde las épocas del Virreinato. No había refrigeración, de modo que se desperdiciaba mucha comida. Lo que se mataba era preciso venderlo y comerlo en el día. Por otra parte estaba el problema de las achuras. Chinchulines, tripas gordas, que todos hemos comido deleitados en algún asadito, eran por aquel entonces viandas despreciadas. Ni los gauchos más pobres las hubiesen aceptado. Y digo más: lo hubiesen tomado como el más grave insulto, pasible de ser solucionado en duelo a cuchillo. “¿Qué me quiere dar, las tripas de la vaca? Sepa señor que yo seré gaucho pero no como mierda”.

  En el libro de Echeverría que estamos comentando, negras y mulatas aprovechan cualquier descuido del puestero para rapiñarle hígado, riñonada, chinchulines y tripas gordas, amén de grasa de vaca y chancho. Mentira. Sobre todo eso se tiraba. Digamos, más bien, que los verdaderos diálogos deben haber sido así: “Ño Juan, ¿me das las tripas y la panza?” “Pero sí, negra. Llevátelo todo. Si te lo llevás me hacés un favor. ¿A quién se lo voy a vender? Si no te lo doy a vos o a otra negra lo tengo que tirar. ¿Y ande? Por ai. Se me pudre y mañana tengo que trabajar con todo el olor a podrido. Te digo que me estás haciendo un favor”.

Todo lo anterior sin tener en cuenta lo que yo he visto estando muy abajo: la gente pobre es solidaria con la gente pobre. Observando que yo “croteaba”, más de una mujer santiagueña me ha dado un plato de comida. Y para que yo no me ofendiese hasta me mentía que se sobraba. Como diría Fierro: la comida nunca suebra en la mesa’el pobre. 

Así, pues, y desde los descartes del matadero, las negras empezaron a inventar comidas. ¿Quién de ustedes no se ha deleitado con un buen mondongo en día de invierno? Se llama “mondongo” a la parte interna del estómago del animal. Pues bien preparado y de esta manera es un invento de nuestras negras, así como también la carbonada y el puré de zapallo. El asado, comido hoy hasta por las personas más pudientes, se ha visto engrandecido por la aparición de mollejas, riñoncitos, chinchulines y tripas gordas. Locro y chicharrones son otros inventos de la negritud. En Camilo Aldao, mi pueblo, el pan con chicharrón era comida de lujo, en tanto que en el siglo XIX era “cosa de negros”. Tal el desprecio de ciertas clases sociales por el hombre y la mujer que están sufriendo abajo. 

He vacilado mucho respecto a decir algo sobre la empanada criolla, porque en realidad no sé. Sólo puedo sospechar. Cierto que ya de España y hace siglos vino a estas tierras algo que se llamaba “empanada”, pero era completamente distinto a lo que aquí se fabricó. Ya dijimos que las negras eran buenas cocineras. Ellas deben haber inventado platos incluso para sus amos. Discos de masa, arriba carne picada y hasta aceitunas y pasas de uva, luego el repulgue y a friturarlo con grasa de chancho no era comida a la cual tuviese acceso el esclavo, pero con seguridad nada impedía que la fabricase para sus dueños. Repito: no tengo referencias históricas, pero sospecho que fue así. 

Sabemos que no es lo mismo una empanada salteña, que la tucumana, la de Buenos Aires o la de Camilo Aldao. Pero menuda sorpresa vamos a llevarnos si un buen día de éstos averiguamos que también son fábrica de nuestras negras, adaptadas estas creaciones a las provincias donde les tocó vivir.

Allí en Cañuelas, hace mucho tiempo, una sirvienta negra olvidó que había dejado en el fuego una mezcla de leche con azúcar. A cualquiera le puede pasar. Cuando desesperada la chica fue a ver si se podía reparar el desastre, vio que en el fondo del recipiente había una sustancia marroncita clara. La probó y vio que era riquísima. Había nacido nuestro dulce de leche. Sus patrones, en vez de castigarla como harto se lo merecía por ser negra y por ser mujer, lejos de ello la felicitaron por la feliz casualidad.

No lo dice Echeverría pero sí Schávelzon en su libro, al matadero no iban solamente vacas y chanchos sino toda clase de matanza: mulitas, ñandúes, perdices y martinetas. Incluso no debe haber faltado alguna liebre.  Sospecho que las mulitas estarían vivas y en jaula, porque es un bicho difícil, como el peludo; no habría todos los días y debió ser (se me ocurre) más caro que otros alegres bicharracos. Si usted lo tiene en jaula y lo alimenta, si no lo vendió hoy puede venderlo mañana. No pasaba lo mismo con el ñandú, la perdiz y la martineta. En teoría podemos mantener a estos animales en jaula, pero ya es mucho pedirle a la precaria infraestructura del matadero. Ciertamente toda esta matanza (y como su nombre lo indica) esperaba muerta y colgadita que alguien la comprara.

Ya dijimos que por falta de refrigeración lo que no se vendía en el día era preciso tirarlo. Si las negras achureras hubiesen podido quedarse hasta el cierre, no dudo que los puesteros (como ño Juan) les hubiesen regalado estos bocados exquisitos. Pero esas chicas tenían que volverse a casa lo más rápido posible para preparar la pitanza para su marido y los chicos. Otrosí (como diría un abogado) para dejar la comida lista para sus dueños y señores.

La Asamblea del Año Trece abolió la esclavitud. Pero a esto es más fácil decirlo y firmarlo que hacerlo. La vida seguía siendo miserable para el negro (esclavo o liberto), de modo que el matadero y todos sus descartes continuó siendo la principal fuente de aprovisionamiento para esta gente. Pasados menos de cien años de Caseros y ya sin negras (para desgracia de la Argentina) los inventos de las achureras (o achuradoras) invadieron las mesas “decentes” (entre muchas comillas) para horror de los que no aprueban su origen “despreciable” (también con muchas comillas).

Pero quiero que se me entienda bien. Coincido con Ricardo Piglia cuando dice que El matadero es el texto fundacional de la narrativa argentina. Después hemos tenido refundaciones: el Martín Fierro de José Hernández, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y, por qué no, Los siete locos de Roberto Arlt. Pero el texto de los textos es el de Esteban Echeverría. He querido señalar, simplemente, algunas inexactitudes y hasta racismos, porque parece que más de uno considera que nuestras negras y mulatas bienhechoras eran feísimas, poco menos que las gárgolas de la catedral de Nuestra Señora de París. Sé que lo dije por lo menos dos veces pero lo sostengo por tercera: nosotros, los argentinos, al perder la negritud, quedamos sin una importante posibilidad de ser más felices.