Para quienes nos tocó esta época, quizás la crisis de la COVID-19 sea la más grave que nos toque vivir. Para evitar un drástico deterioro de las condiciones de vida de miles de millones de personas afectadas, muchos países aplicaron políticas de transferencia de ingresos que reavivaron la discusión sobre la posibilidad de implementar un Ingreso Básico Universal.

En Argentina, el debate quedó habilitado a partir del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) que el Gobierno anunció a pocas semanas de dictar el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO). Lo reclaman desde el FMI hasta el movimiento piquetero. Sin embargo, con un poco más de atención, vemos que no se trata de un proyecto sino de muchos. Las formas de implementación posible son tan amplias que abarcan todo el espectro político, de izquierda a derecha.

Desde hace varios años es materia de discusión en partidos políticos, sindicatos y organismos internacionales de todo el mundo. Algunos ven en la propuesta a los peores fantasmas neoliberales, otros lo presentan como la política más efectiva para la reducción de la pobreza. Hay países como Canadá o Finlandia que ya tienen pruebas piloto en marcha. En Argentina cobran particular interés los planteos de la economía popular y los feminismos que recuperan un viejo debate: por qué trabajos se paga, por cuáles se asume gratuidad y a cuáles ni siquiera se los llama trabajo.

IFE ¿y después?

Cuando se anunció el Ingreso Familiar de Emergencia, el Gobierno había calculado que lo cobrarían unas 3 millones de personas. Estaba pensado para trabajadorxs por cuenta propia (monotributistas en su mayoría), trabajadorxs no registradxs y trabajadoras de casas particulares cuyos ingresos se hubiesen visto afectados por el aislamiento obligatorio.

Como indica su nombre, la política se pensó en clave familiar. Para acceder, fue requisito que nadie del grupo familiar tuviera ingresos provenientes de un trabajo en relación de dependencia o por cuenta propia mayores a los $35.000 por mes (monotributo C o superior) o cobrara una jubilación (aunque sea la mínima), algún otro beneficio como el salario social complementario, el programa Hacemos Futuro o Potenciar Trabajo, u otros programas sociales nacionales, provinciales o municipales. A pesar de las restricciones, en pocos días se habían anotado más de 11 millones de personas, de las cuales 8,9, lo cobraron.

A quienes cobran la Asignación Universal por Hijo (97 % son mujeres), el IFE se les asignó de manera automática por ser personas con trabajos precarios, sin acceso a las asignaciones familiares que conforman el salario de quienes están registradxs en la seguridad social. Como resultado, el 57 % de quienes lo cobraron fueron mujeres.

En los hechos, y aunque no aparezcan dentro de lxs beneficiarixs posibles que lista la ANSES, el IFE también lo pudieron cobrar las mujeres que las encuestas registran como “inactivas” (es decir, que no tienen trabajo remunerado ni buscan uno). Según un cálculo de la Dirección de Economía y Genero del Ministerio de Economía, el 24 % de lxs potenciales [NS1] beneficarias corresponden a esta categoría, las mal llamadas “amas de casa”.

Esta semana, la vicejefa de Gabinete, Cecilia Todesca, confirmó que en julio también se va a pagar en todo el país. Lo cobrará, por tercera y última vez, casi un 20 % de la población total. Un 30 % de lxs adultxs en edad de trabajar.

Lo que se discute por estos días es qué política lo va a reemplazar, dando por hecho que una buena parte no va a recuperar sus ingresos en los próximos meses. Según declaraciones del ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, “entre los 9 millones que recibieron el IFE, las 580.000 personas que cobran planes sociales y lxs 4 millones de chicxs cuyos padres cobran AUH, hay que rearmar un esquema de ingreso base. El modelo es la Renta Básica Universal”. De todo ese universo, dijo el ministro, “hay 3 millones de personas que tienen serios problemas de ingresos. O les bajó mucho o es directamente cero”.

Algo más que un nombre

Renta básica, ingreso ciudadano, salario social. Aunque a veces en los titulares se usen como sinónimos, cada término arrastra discusiones muy distintas en términos de qué significa y cómo se financia. En los debates, suele tratarse junto a las preocupaciones por el futuro del trabajo y la posibilidad de remunerar trabajos de cuidado feminizados, no reconocidos ni remunerados.

La versión que defienden los liberales de derecha es la que acuñó en los años sesenta Milton Friedman. Lo llamó “impuesto negativo sobre la renta”. La propuesta consistía en eliminar todo tipo de subvenciones, regulaciones de salario mínimo y servicios públicos, a cambio de garantizar un ingreso en efectivo a todxs lxs ciudadanxs.

Sobre ese fantasma -la posibilidad de que se use como excusa para minar derechos adquiridxs por lxs trabajadorxs- advierte por ejemplo la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo en el que confluyen empleadores, representantes de gobiernos y sindicatos. Estos últimos se preguntan cómo evitar que redunde en un subsidio indirecto a lxs empresarixs y los sectores más ricos en general ¿cómo garantizar que no lo aprovechen para reducir los salarios?

Sin embargo, en Argentina lo que se está discutiendo es de otro carácter. La continuidad del IFE para 3 millones de personas que no están pudiendo trabajar, como dejó trascender el Ejecutivo, se parecería más a un seguro de desempleo que a un ingreso ciudadano o a una renta universal.

¿Y con lxs otrxs 6 millones?¿A qué universo corresponden?¿Serán desempleadxs, trabajadorxs no registradxs, trabajadoras sin salario? Por dar un ejemplo, entre quienes lo cobraron, hay 254 mil trabajadoras de casas particulares que prestan servicios para los sectores más ricos de la población ¿Quién debería completar sus ingresos? De esto se trata también la discusión y por eso la contracara es una reforma tributaria urgente.

Al mismo tiempo, se debe resolver lo que pasa con las miles de personas que son tratadas como “voluntarias” cuando sostienen a diario comedores y servicios de salud comunitarios, como promotoras de género o que tienen a su cargo el cuidado de personas y nunca en sus vidas vieron un recibo de sueldo. Somos esenciales , fue la campaña que lanzaron varias organizaciones en la Ciudad de Buenos Aires exigiendo el pago de un salario mínimo, de $16.875, en lugar de los $8.500 que cobran muchas de ellas, a través del salario social complementario.

Salario Feminista de Emergencia

Al calor de los paros internacionales de mujeres (que devinieron paros feministas), junto a los sindicatos y las trabajadoras de la economía popular fuimos capaces de actualizar un debate histórico: la invisibilización y la falta de reconocimiento de trabajos tan diversos como indispensables. Al mismo tiempo cuestionamos las tareas que se nos asignan por ser mujeres, lesbianas, travas y trans. En las casas, en las organizaciones, en los barrios. Bien sabemos que no todos nuestros trabajos son esenciales.

Para las discusiones que vienen, es importante que marquemos la necesidad de que el cobro no esté sujeto a las condiciones del núcleo familiar, como establece hoy el IFE. La posibilidad de que alguien quede afuera del ingreso porque un varón, en lo que los registros administrativos consideran un “hogar”, tiene otros ingresos, no parece a la altura de lo que el feminismo planteó en los últimos años sobre la importancia de la autonomía y la independencia económica.

Cuando lo que remunera es además trabajo ¿por qué llamarlo ingreso o renta? Y si encima es esencial porque sostiene la vida ¿por qué no decirle feminista? ¿Podremos pensar al mismo tiempo, cómo transformar todos los trabajos en esenciales? Construir hoy ese horizonte es comenzar a salir, de a poco, de la eterna emergencia.