Pocho, Ayelén y Patricia preparan en la casa del Niño Rucalhué, del barrio La Colina de Ranelagh, las viandas del mediodía. Alcohol en gel, mascarillas, los infaltables tupper que luego se repartirán en cinco barrios. En una calle de tierra del Gran Buenos Aires, en La Plata o Mar del Plata, en un barrio de las afueras de Rosario o Santa Fe, Sole, Florencia, Kevin, Matías, armados de barbijos y cucharones, preparan el locro de un extraño 9 de julio. Tiene razón Marcelo Figueras cuando dice que en estos días de pandemia, “tirás una piedra en cualquier dirección y le pegás a un héroe o heroína reales. Y sin embargo, no los visibilizamos a ellos sino a un pobre tipo que nos amenaza con el miedo." Ellos y ellas son jóvenes que han abrazado la vida comunitaria: reparten saludos y sabores y se conectan por wasap. Envían imágenes, se prometen abrazos. Son las Organizaciones de los Chicxs del Pueblo, una de las tantas redes de casas del niño, jardines, clubes de barrio, talleres y centros culturales donde palpita la multitud de los invisibles. En los conurbanos de nuestras capitales, en parajes rurales y comunidades originarias, en los bordes del consumo y el trabajo formal, militantes y referentes sociales abren puertas y corazones para armar una liga de fútbol infantil, un comedor, un club de barrio, una casa del niño.

Las organizaciones comunitarias saben de territorios arrasados. De pasillos donde transita la droga y la muerte pero también, a fuerza de programas estatales y mucha convicción, suenan orquestas juveniles, coros que prometen infancia. Estas organizaciones saben de pandemias neoliberales, de virus y tiros por la espalda, pero ninguna noche las detiene. Organizaciones de La Plata, Berazategui, Bernal, La Matanza, San Martín, Mar del Plata, Junín, Rojas, junto con organizaciones de Santa Fe, San Juan, Mendoza y San Luis, conforman las Organizaciones de lxs Chicxs del Pueblo: una comunidad social y política que se reconoce en la historia del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo surgido en los 80. Porque, como señala con sabiduría un proverbio tuareg, “para criar a un niño hace falta una aldea entera”, la historia nos cuenta que a principios de los 80, miles de chicos deambulaban por las estaciones de trenes de Buenos Aires, mientras otros morían en una guerra absurda. En el escenario desplegado por la dictadura cívico-militar, los chicos que elegían las calles como espacio de supervivencia eran los “chicos de la calle”. “No tenemos casa ni familia. No tenemos nada que festejar”, le respondió un grupo de chicos a Carlos Cajade, un sacerdote de Berisso que les pedía que fueran con sus familias a celebrar Nochebuena. En un barrio de Berazategui, una pareja de maestros recibe a un alumno que no tenía una casa a la que regresar. En Avellaneda, cerca de una cancha de fútbol, Alberto Morlachetti abre un comedor para chicos, les enseña oficios, porque estaba convencido de que “nadie huye de la ternura”.

Por la misma época, en Villa Ballester, un profesor de educación física convence a sus alumnos de cambiar el viaje de egresados por la apertura del hogar MAMA (Mis Alumnos Más Amigos), invitando a la actriz Olga Zubarry a esta aventura. Susana Gómez abre en las afueras de La Plata el hogar Pantalón Cortito. La periodista Margarita Palacios reúne mujeres en la cuenca del Reconquista y un inmenso basural se transforma en proyecto cultural y comunitario. El padre Luis Farinello abre una Casa del Niño en la villa más poblada de Quilmes. El padre Elvio Mettone recibe chicos en una capilla de Paso del Rey, lo mismo hace Teresa Rodas en un paraje rural Moreno. Mujeres del oeste del Gran Buenos se organizan para abrir jardines para sus hijos. Alberto Morlachetti, del hogar Pelota de Trapo de Avellaneda, y Enrique Spinetta, de la casa Lugar del Sol de Berazategui, fueron al encuentro de estas historias: nace el Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo. Esa militancia era una memoria de sobrevivientes. El mandato, para los que quedaban, era urgente: restaurar un orden social más justo en el territorio de las infancias. El 26 de noviembre de 1988, el movimiento organiza con la CGT el Primer Congreso de los Chicos de la Calle. Durante ese encuentro, los trabajadores declaran “Ellos Son Nuestros Hijos”, restituyendo el mandato que las dictaduras habían sepultado bajo un manto de limosna y conmiseración.

Las consignas históricas de este movimiento describen realidades, postulan futuros: El hambre es un Crimen es diagnóstico; Con Ternura Venceremos, metodología. A esas consignas, se suman las que se fraguaron en la tragedia neoliberal: ¡Bajen las armas, aquí solo hay pibes comiendo!, grita Claudio «Pocho» Lepratti, asesinado en Rosario por las fuerzas represivas en el estallido de 2001. Ningún Pibe Nace Chorro, gritan los militantes de la ternura frente a las propuestas punitivistas que pidieron, recurrentemente, la baja de edad de imputabilidad.

Esta pandemia dejará saldos no solo en materia sanitaria. La nueva normalidad deberá dar cuenta de otros aprendizajes: el rol central del Estado, el valor de los trabajos peor pagados, la posibilidad cierta de mejorar las condiciones ambientales. Entre estos aprendizajes, no puede soslayarse la capacidad que tuvo esta tragedia de hacer visible lo invisible. Miles de organizaciones en todo el país se cargan al hombro, cada día, una de las estrategias centrales de combate contra el COVID 19: la alimentación de miles de familias en un escenario económico marcado por el derrumbe. José Luis Arana, de la Casita de los Pibes de La Plata, pide que dejemos muy en claro que la ternura, para las Organizaciones de los Chicxs del Pueblo, es una categoría política. La reciente presentación de leyes que reconocen el valor de la organización comunitaria, no deja lugar a dudas. Más de 800 organizaciones comunitarias acompañaron el pasado 10 de julio pasado la presentación de los proyectos de Reconocimiento de Respuestas Comunitarias en Niñez y Adolescencia, de creación del Instituto de las Organizaciones Comunitarias y de aprobación de un Régimen laboral para trabajadores comunitarios/as que promovieron las diputadas nacionales María Rosa Martínez, Laura Russo y quien esto escribe. Si se busca la tranquilidad de la filantropía, recorrer este territorio puede ser muy desconcertante. En un mundo de consumos individuales, la apuesta comunitaria es revolucionaria e incómoda. Por eso, la gesta de los Chicos del Pueblo tiene la densidad de lo heroico. Es la épica de un país enlazado por la solidaridad y la ternura. Tan perdurable como necesaria e indestructible.

*Diputada nacional