Un  grupo de seis o siete coreanos se arremolinan frente al escritorio. Maru, la chica que hace las veces de recepcionista, los recibe uno a uno y entre explicaciones les va dando unos papeles. Los coreanos se sientan y leen. Después un video les dará algunas indicaciones para lo que se viene. Eso que se viene es lo mismo que me trajo a mí hasta el aeroclub de Chascomús, a poco más de una hora de Buenos Aires: todos los que estamos hoy acá juntamos valor, aguantamos el aliento y vinimos a hacer nuestro salto de bautismo –o tándem– en paracaídas. Una licuadora de sensaciones que avanza, retrocede y cambia metro a metro, y segundo a segundo.

Altitud cero y hora de instrucción, todavía con los pies en la tierra antes del despegue.

0 METRO Christian es de Buenos Aires, y vino con el resto en la combi desde la Capital. Camino con él y con Andrés –otro que se entusiasmó y se anotó para venir hoy– junto a la pista del aeródromo, después de que terminaron de ver el breve video acerca de qué hacer y qué no a la hora del vuelo y el salto. Le pregunto a Christian qué lo motivó a estar hoy acá. Gesticula, mueve las manos y cuenta que desde mucho tiempo atrás viene con la idea rondando. El plan original era hacerlo con un amigo. Cosas del destino, ese amigo se fracturó y ahora él se mandó solo. Está sorprendido –y ansioso– por lo poco que pasó entre su llamado para reservar y el día de la verdad. Y este día, el día, está inmejorable. Sopla algo de viento, y las pocas nubes no logran opacar el sol. 

Mi espera va a ser larga, porque los saltos van a comenzar con los que vinieron en el contingente: los coreanos, dos norteamericanos, Christian y Andrés. ¿La espera será para bien o para mal? Me lo pregunto más de una vez. Mientras tanto aprovecho para sentarme a hablar con Alan Prieto, uno de los socios de Skydivecenter. Alan practica paracaidismo desde fines de los años 90 y con Carlos, su socio, hacía esta actividad en el aeroclub de La Plata. Desde hace unos años, por legislación del tráfico aéreo, la escuela de paracaidismo sigue estando en La Plata, pero la zona de práctica se alejó hasta Chascomús. Es que la altura para el salto es de 3000 metros (unos 10.000 pies) y estando tan cerca de aeropuertos comerciales, la cosa se había puesto complicada.

Alan me cuenta que tiene años de práctica, pero que quien va a saltar conmigo tiene muchísimos más saltos que él. Miles. En mi cabeza –la de quien no entiende nada de todo esto– eso suena bien. Pero claro, el contrapeso permanente de ese pensamiento es: pergaminos al margen, en un momento se va a abrir una puertita de un avión a tres kilómetros de altura y hay que tirarse. Así nomás. La lucha de las dos ideas en la cabeza, crece y crece.

Me acomodo yo también para ver el video con la explicación mientras las primeras tandas van despegando, volando y llegando. El clip es corto: qué hacer con las piernas, qué hacer con las manos, qué hacer con la cabeza. Nada complicado. Vamos bien. Pasan las horas y suben y bajan los coreanos, suben y bajan los norteamericanos, suben y bajan Christian y Andrés. Un rato antes, los habían llamado para colocarse los arneses de seguridad. Una media hora más tarde, cuando Christian y Andrés vuelven, sus caras son otras. Los veo aterrizar al costado de la pista: Christian cae, pega un grito, levanta los brazos, festeja y se tira al suelto. Después se abrazan con Andrés.

Mientras ellos estaban en el aire, Alan había asignado a quien saltaría conmigo. Es Sebastián –que pisa los cuarenta y pasó largamente los 10.000 saltos– quien me da las últimas explicaciones, mientras el avión ya nos espera con la hélice girando. Chequea los arneses, los ganchos y las ataduras. Todo listo. Vamos. Encaramos la pista, alguna foto en el medio, en una caminata en la que me siento una especie de extraño Centauro con el pecho de Superman y las piernas de Bambi. 

1200 METROS El despegue es tranquilo. El avión es chico, preparado para esta actividad: Sebastián y yo vamos de espaldas al piloto, yo sentado entre sus piernas. A mi derecha uno de los fotógrafos, y a mis pies Dani, el otro. Uno de ellos, me cuentan, va a salir del avión antes que nosotros. Cómo, todavía no tengo idea. Subimos buscando altura y Sebastián me marca cuando estamos entre los 1200 y 1500 metros. Debajo, la gran laguna ya se recorta perfecta, y en su margen la ciudad. “Desde acá te das cuenta por qué todas las calle salen a la laguna”, me dice (grita) en el oído. Entre ellos, todo es gestos. Dani tiene dos cámaras en el casco, que activa con un dispositivo que lleva en la boca. 

El avión sigue subiendo: la sensación es que todo el tiempo está apuntando para arriba. En  sus muñecas pispeo los altímetros, que suben y suben. En dos momentos sucede lo que estaba pautado: primero, a mitad del ascenso, Sebastián engancha una parte de sus arneses a los míos, los de abajo. Después, unos minutos más adelante, el segundo, que indica que estamos bastante más cerca del momento. Paso de estar entre sus piernas a sentarme encima de él. Ahí me engancha lo que faltaba y siento que ajusta todo. La cintura y la espalda se aprietan fuerte entre las tiras. Dedos pulgares de todos arriba. El ruido del motor sacude, y la sangre corre fuerte cuando Sebastián avisa que estamos a dos minutos del salto. El avión hace su ascenso final. Ahora, un dedo arriba: un minuto.

Los primeros momentos del vuelo en tándem, a 3000 metros de altura.

3000 METROS “Los que vamos a hacer ahora es lo siguiente”, me grita Sebastián. Ese “lo que vamos a hacer ahora”, muy en el fondo, lo siento como el punto de no retorno. Ya está. “Yo voy a abrir la puerta, voy a sacar mi pierna izquierda. Después, vos vas a sacar tus dos piernas, luego yo la derecha. Y ahí, vos vas a quedar colgando para afuera”, dice. Sencillito. Las manos van en cruz al pecho y la cabeza hacia atrás, por seguridad. Obediente, soy casi una marioneta. Lo último que me dice Sebastián me entusiasma tanto como me hace dar un último sacudón al corazón. “No cierres los ojos, porque al saltar vamos a hacer un loop hacia atrás y en ese momento vas a ver la panza del avión. Y eso está buenísimo”. 

Cuando Sebastián saca la pierna izquierda, yo las dos, él la derecha y después se para, cuelgo ya afuera del avión con los ojos redondos como dos pelotas de ping pong. Miradas finales entre ellos, y la última palabra que escucho gritar. ¡Vamos!

Y acá viene lo difícil de explicar.

Un salto y el cuerpo pierde todo su peso. De ser una persona sentada, ahora no soy nada. Tanto como eso impacta lo que entra por los oídos: una décima de segundo y paso del permanente ruido del motor al silencio profundo, único, de los tres kilómetros de distancia de la tierra, sobre las nubes. Por otro lado, mi costado obediente funcionó: el vacío, el silencio, el frío y la panza del avión que se aleja en un parpadear. Nuestros cuerpos terminan de girar y no alcanzo pensar nada de todo esto cuando estoy ya de cara a la tierra. Abajo es todo campo verde, algunas nubes, la laguna de Chascomús que parece un charco. Y viento. Viento fuerte en la cara. Sebastián, como acordamos, me golpea el hombro en señal de que ya puedo abrir los brazos. 

La caída libre abarca la mitad de la distancia que separa al avión de la tierra. Esos 1500 metros los bajamos en alrededor de 30, o 35 segundos. Mucho, poco, no tengo idea. Sé que me da tiempo de mirar a Daniel –que se me acerca volando de espaldas, mientras pienso cómo cuernos hará para lograr eso– y de disfrutar todo lo que veo, entre horizonte, el verde y la ciudad pequeña al lado de la laguna. No pienso nada más. No hay miedo, no hay nada. No me pregunten cómo, pero la parte de Bambi la dejamos en el avión.

La caída libre abarca la mitad de la distancia que separa al avión de la tierra.

1500 METROS Estaba avisado pero igual me sorprende. En la mitad del descenso, Sebastián activa el paracaídas y el golpe parece llevarnos de vuelta hasta el avión. Acá se transforma todo en otra cosa. El silencio del vacío de aquel momento del salto vuelve a aparecer, solo enturbiado un poco por el viento que golpea en el paracaídas. Seguimos bajando rápido, pero el cambio es tan grande que parece que estuviéramos caminando en el cielo. Pego un par de gritos, sin pensarlo. Sebastián me avisa que va a desenganchar algo, a aflojarme, como parte del procedimiento normal, y así quedo un poco más suelto. 

Creo que todavía no pestañeé ni una vez –entre la adrenalina y las ganas de ver todo– cuando empezamos a hacer algunas piruetas. Tiramos juntos los comandos y el paracaídas se pone de costado, y los cuerpos giran como en un secarropas. Lo último antes de buscar la zona de aterrizaje lo hace de una forma que ni vi, ni entenderé: con un golpe de mando quedamos flotando en el aire, en el silencio más increíble, hasta que volvemos a caer. Obviamente, vuelvo a gritar. 

“OK, hágamoslo una vez más”, dice Sebastián, “mientras nos dé la altura”. Consumimos rápido los cientos de metros y ya estamos enfilando hacia el costado de la pista desde donde despegamos. Un giro casi a último momento, la piernas arriba. Y tierra.

0 METRO Pensar en tirarse de un avión a tres mil metros para muchos es una locura. ¿Pero encima caer parado? ¿Ni un revolconcito, ni la pera contra el pasto, un diente, nada? Nada: piernas flexionadas, pisa primero él y después yo. Y salimos caminando. Aplausos, choques de puños. A lo lejos, Christian y Andrés se suman a la bienvenida. Los coreanos sonríen.

Y yo, por supuesto, hago lo que mejor me viene saliendo: grito.