¿Qué es la tristeza? ¿Qué es el duelo? ¿Y la melancolía? ¿Qué son el masoquismo y el sadismo? ¿Y la alegría? El duelo y la melancolía nunca se complementan como no se complementan el sadismo con el masoquismo. La felicidad y la alegría tampoco se emparejan de manera forzosa. Se puede ser desdichado por un duelo que carcome las entrañas, pero alegrarse ante ciertas circunstancias. Dostoievski -narrando las crueldades de su exilio siberiano- penetra de pronto en un remanso de disfrute. Se iluminan los rostros petrificados de los prisioneros. Una vez al año les permiten producir una obra teatral. Los restaura. Están encadenados con grilletes, sus tobillos sangran, sus dedos se congelan, cuchilladas y rebencazos tatúan sus cuerpos. Pero durante el desarrollo de la función los condenados deponen sus actitudes fieras y se abandonan con franqueza a la alegría. Esa que les devuelve -mientras dura el milagro- la dignidad perdida.

La alegría aumenta muestra potencia de acción, incentiva la creatividad, nos transforma. En cambio, la tristeza reduce lo infinito del deseo a la mera inacción. Los tristes aman las tiranías. Se amarran al rencor. La felicidad ajena los irrita. Es verdad que nadie puede evitar la conmoción producida por los acontecimientos (en este caso, la pandemia). Pero somos responsables de la administración de nuestra conmoción. A ello se refiere Spinoza en su ética de las pasiones.

Las pérdidas y frustraciones provocan duelo: un afecto penoso esperable y necesario. No obstante, también pueden provocar melancolía: un afecto estéril narcisista y doloroso. El duelo reconoce su origen, es agobiante pero realista. La melancolía ignora o confunde su origen. Duelo y melancolía son pasiones sufrientes: aislamiento, desinterés y desafección son comunes; la pérdida de amor propio supone melancolía.

El codo izquierdo se apoya desmayado sobre una rodilla. La mano sostiene su propia cabeza de mujer quebrada como lirio vencido por su propio peso. Cabellos desordenados. Desprolija mirada perdida. Desparramados por el suelo instrumentos y útiles devenidos inútiles. Durero, el artista más famoso del Renacimiento alemán, plasmó en Melancolía I, la apatía y la inoperatividad de la tristeza extrema.

Detalle de Melancolía, de Alberto Durero

Más allá de vicios, patologías o perversiones, sadismo y masoquismo también son productos de pasiones. Su fuerza no necesariamente se aplica a otras personas. Contienen impronta pasional como artilugio posible para enfrentar la pesadumbre, jugando a disciplinar las tentaciones tristes. Para convertir en ley nuestro deseo creativo -como sádica condensa sangrienta- y ponerle límites al vano sufrimiento -como dominatriz Venus de las pieles. El sadismo no se ejerce con masoquistas, ni el masoquismo con sádicos. Estos opuestos no son composibles, si bien así lo pretende cierta clínica. Pero ambos pueden ejercerse sobre nuestras propias inclinaciones dominando o aceptando duelos y quebrantos, no cediendo a la depresión, reafirmando la vida. Una sesión de bondage no urbano para las pasiones tristes.

Ante lo más profundo de la desesperanza, ante el espectáculo de nuestro propio dolor o del sufrimiento ajeno, ¿podríamos armarnos de valor y asumir los hechos evitando caer en la melancolía? ¿Dónde está el mástil que pudiéramos asir? ¿Cómo no bajar los brazos durante los largos aislamientos solitarios? ¿Cómo no desear paz antes los difíciles encierros superpoblados? ¿Y la incertidumbre del futuro? La reflexión filosófica ofrece tecnologías conceptuales para sobrevivir dignamente habitando la herida. Estoicismo, hedonismo, cinismo y sus renovadas versiones modernas y póstumas. El mástil salvador nos pertenece. Aunque si no nos modificamos integralmente, si no intentamos zafar del lugar de la víctima, no podemos ni siquiera manotear la posibilidad de salirnos de la queja.

La medicina, durante siglos, sostuvo la teoría de los cuatro humores en la composición del cuerpo humano: bilis amarilla, sangre, flema, bilis negra. Esta última es la que produce la melancolía. Tristeza extrema, plaga del alma, calambre y convulsión, compendio del infierno. Cuerpo y ánimo abatidos albergan un infierno permanente. El discurso médico medieval aseveraba que la melancolía lleva en sí la flor y nata de la adversidad humana. A su lado, cualquier enfermedad es una picadura de pulga; pues la melancolía es la médula de todos los males. Había que expulsar ese veneno invisible e implacable. Pues, así como el ímpetu de los leones no se reprime en sus cuevas, el ímpetu del dolor no se amortiza ensimismándose.

Shakespeare, que hizo de su obra un compendio de la sensibilidad humana, concentró las obsesiones de la melancolía en Hamlet, el príncipe danés. Tristeza profunda y persistente que no permite gusto ni diversión alguna. Aggiornando el registro, Goethe retrató la melancolía misma en Las desventuras del joven Werther, perla envenenada del amor romántico y su constante frustración de felicidad inalcanzable.

Sin embargo, la sabiduría se encuentra con la felicidad cuando se aprende a suavizar los obstáculos, cuando se decide no dramatizar la existencia, cuando nos disponemos a sobrellevar con buen ánimo lo inquietante. Hay que darle hilo al barrilete del deseo, este apetito consciente de sus objetos, aunque ignorante del porqué de sus afinidades. No deseamos algo porque lo consideramos bueno, lo consideramos bueno justamente porque lo deseamos.

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Transitando el tercer milenio, otro danés melancólico aborda el desarraigo existencial. Perlado y espléndido el cuerpo de Justine -excitada- se ofrece desnudo tirado entre las rocas. Está practicando sexting con un ser celeste. Un planeta -que antes era rojo y siempre fascinante- choca con el planeta Tierra, lo destruye y devora. El astro que aniquila al mundo se llama Melancolía. Una metáfora del poder reactivo de la tristeza construida por el poder creativo de Lars von Trier. Pájaros muertos, caballos desplomados, maquinas que no funcionan, copos de nieve cayendo en pleno sol, contaminación, lianas nudosas que impiden avanzar, vientos lúgubres, música sepulcral de Tristán e Isolda, la pena encerrada en sí misma y el abatimiento como destino irreversible. Se apagan las luces, se enciende el proyector, comienza Melancholia. Despunta la alegría del arte. Esa que nos devuelve -mientras dura el milagro- la libertad perdida.